sábado, 15 de octubre de 2016

¿Una fe para tiempos descreídos? Anhelo de justicia (Jesús y Horkheimer)

"Cuando venga el Hijo del hombre, ¿hallará fe sobre la tierra?" (Lc 18,8). Así concluye lapidariamente la exhortación de Jesús a orar. Sin duda es desconcertante ya que no es una mera pregunta retórica. El texto original griego utiliza una partícula que clarifica muy bien la intención de plantear una interrogante y no queda claro si esperaba una respuesta positiva o negativa. Jesús no es un optimista ingenuo o empedernido como tampoco es un pesimista amargado... es un pesimista esperanzado.

Ante tal interrogante no pude evitar evocar el pensamiento de Max Horkheimer, un agnóstico declarado que hizo del anhelo de justicia –anhelo arraigado en el sufrimiento de las víctimas de la historia, no en un inane buen deseo o un voluntarioso optimismo– el fulcro de un pensamiento filosófico y social crítico y comprometido con los sufrientes y aplastados por el avance de una razón ciega, centrada en el dominio. Así como Jesús no sabe "si hallará fe", Horkheimer, como agnóstico, tampoco sabe si nos espera algo mejor o peor en el futuro –aunque lo peor parece llevar la de ganar– y, desde su pensamiento que busca un saber que no sea una forma de dominio, abre una puerta para la experiencia cristiana contemporánea.

Si existe la duda de si habrá fe sobre la tierra, conviene no olvidar que este planteamiento se hace después de haber expresado la fuerza del clamor de justicia en el ámbito de Dios. Si en la tierra el clamor de justicia de quien sufre la injusticia es terrible, en "el cielo" es aun más fuerte. Es una convicción clara y tremenda de Jesús. Tan intensa que ni el mismo Dios puede esperar. Ese clamor hace que Dios se desborde. Sin embargo, la realidad parece ser contratante. No se ve esa respuesta inmediata. Tal vez por ese motivo la pregunta conclusiva, porque la fe de Jesús va ligada indisociablemente de esa respuesta ante la injusticia que no la ignora ni tolera, al contrario, la reconoce y se mantiene inexorable frente al a exigencia de justicia. Claro que esta exigencia es muy distinta de la sed de venganza o la demanda de un castigo. La exigencia de justicia, o más aún, el anhelo de justicia, es algo que, aunque se diga que es cuestión de vida o muerte no implica decidir sobre la vida de otro, sino que más bien poniendo en juego a otro lo pone en juego todo. Si ese anhelo no se sostiene, posiblemente la fe menos.

Visto así orar no es simplemente pedir un deseo –aunque sí es un modo de orientar el deseo– sino mantener viva una tensión, una resistencia, o más aún, un anhelo. De otro modo, puede convertirse en pura evasión de la realidad, autoengaño, o cínico dejarse engañar. Y si la oración es fundamental en la experiencia religiosa, afecta también en el modo de creer. Dicho en otros términos, tal vez la dificultad de creer de nuestro tiempo se deba a que queremos mantener viva una manera de creer que ya no tiene ni la fuerza para nada –o nada que valga la pena– y que posiblemente tampoco sea digna de nuestro tiempo. Ante generaciones desencantadas, que se desenvuelven entre el cinismo y el derrotismo –aunque haya mucho positivismo u optimismo, muchas veces no es sino una forma de fomentar violencias peores de manera más sutil–, y que tienen que enfrentar la crisis de credibilidad de las instituciones –incluidas la Iglesia católica, la religión, la familia, y todo aquello que hasta hace un tiempo podía fungir como medio para mantener todas las piezas de la sociedad y de la existencia juntas– tal vez la forma de creer no sea ahora sino la del anhelo. Nos gustaría saber. Saber con seguridad que las cosas irán mejor. Que la realidad si cambia. Que la vida vale la pena. Pero lo que sabemos es contrastante. A veces nos puede animar, pero en el saber, por más que avancemos en la técnica y en la ciencia, no parece tener mucho que prometer. Correr detrás de "saberes" que prometen eficacia, bienestar, paz, no es un remedio más sano. En el fondo, ocurre lo que ya dijo Sartre –un ateo– en El ser y la nada: "Creer, es saber que uno cree, y saber que uno cree es ya no creer. Así, creer es ya no creer porque eso no es más que sólo creer." 

Por otra parte, es precisamente el anhelo de justicia lo que parece estar en proceso de extirpación en la humanidad contemporánea. No hablo de indignación, de políticas de derechos humanos, ni de "pago" a las víctimas. Hablo de la capacidad de anhelar justicia. Nuestra intolerancia y eficacia no aceptan la espera, la tensión, la insatisfacción, la finitud. Lo políticamente correcto nos engulle, generando nuevas formas de cinismo y burocracia lingüística. La impaciencia, el derrotismo, la desesperanza apuntan a eliminar todo vestigio ya no de voluntad sino del anhelo mismo de justicia. Pero el anhelo es vigilante, no da por concluido, no sabe del todo. El deseo mueve a actuar pero también ciega. El anhelo es el ojo que, adolorido, reconoce el dolor, no lo ve en todas partes, lo siente. No lo evita, se hace cargo de él. El anhelo está descentrado de sí mismo y reconoce sus límites, pero asimismo constata la irrealidad de la desesperación, pues abre una puerta, una fisura, donde y cuando pareciera ya no haber nada más.
El anhelo implica colocarse en un lugar muy específico, dejarse provocar y afectar en la sensibilidad, en el pensamiento. Se produce como ruptura de un presente, como memoria de un pasado, como provocación de un futuro, pero sobre todo como expresión de una solidaridad que hunde sus raíces en la finitud, en lo limitado de nuestra existencia. El anhelo resiste a caer bajo el encanto de cuanto niega nuestra finitud, y a la vez no cede ante lo que pretende ser absoluto al grado de no dejar más salidas. Tal vez, en el fondo, lo que la intuición cristiana ha entendido como alma sea eso: la irrupción de otro "que rompe nuestro aislamiento respetando nuestra soledad" (Panikkar).

Una fe cristiana en este tiempo tal vez deba tomar la forma más de anhelo de justicia, ser más humilde pero no menos pretensiosa –clamar por justicia tal vez sea mucho pedir, pero tampoco podemos pedir menos–; más concreta pero no menos abierta; más comprometedora pero no menos exigente; más humana pero no menos divina en cuanto nos abre y vincula a otro; más desgastante por cuanto implique de esfuerzo pero no menos arraigada en la solidaridad que fortalece; más "laica" pero no menos "religiosa" en tanto que sigue siendo una apuesta; más fraterna pero no menos filial ya que en cierto modo la justicia requiere reconocer un vínculo cuya fuente no se reduzca a uno mismo; más encarnada pero no menos espiritual, pues la justicia y el anhelo no son final sino comienzo; más atenta a las relaciones pero no menos profunda en tanto que nos revela una profundidad inusitada en y entre nosotros/as –y tal vez más necesaria que nunca–; más incierta pero no menos confiada; más mesurada en lo que afirma pero no menos arriesgada en su apuesta... en fin, más anhelo de justicia pero no menos amor, pues sólo el amor hace posible ese anhelo, lo alimenta y lo hace fecundo... 

No sé si haya fe "cuando regrese el Hijo del hombre", pero si hay anhelo de justicia, es posible que haya esperanza para la fe... y que la fe siga siendo espacio para la esperanza... es posible que haya humanos y que se vivan como hermanos y hermanas.
¿No es acaso la resurrección el anhelo de Dios de que la injusticia no sea la última palabra del (y en el) ser humano?

Sabiendo que el anhelo de justicia no es sólo indignación, ni sólo buen deseo, sino algo que compromete hasta el sentido de la propia existencia, cabe hacer un juego de palabras conforme a lo dicho: "y cuando regrese el Hijo del hombre ¿hallará anhelo de justicia sobre la tierra?, y más aún,  ¿hallará anhelo de justicia en los cristianos? ¿en la Iglesia?"


domingo, 9 de octubre de 2016

Sartre y el evangelio: no basta sanar...

Los textos evangélicos nos colocan con frecuencia frente a situaciones que, al menos en apariencia, nos resultan muy lejanas y posiblemente hasta difícilmente comprensibles. Al menos así parecería con el caso de los diez leprosos que son sanados y de los cuales sólo uno regresa a dar gracias. ¿Acaso Jesús esperaba un agradecimiento? Me atrevo a proponer que más bien se trataba de otra cosa mucho más significativa y a la vez arriesgada.

La lepra ¿una enfermedad sartriana?

En su obra de teatro de un solo acto, A puerta cerrada (Huis clos), el filósofo Jean-Paul Sartre presenta una visión del infierno que resalta no sólo por su simplicidad sino también por su cercanía a la experiencia humana. En ella aparece una afirmación que ha trascendido grandemente: "el infierno son los Otros", o tal vez con una traducción más literal, "el infierno es los Otros".
En el desarrollo de la obra se constata cómo la mirada de los otros frente al tentativo desesperado de salvar el ser deseable del ser humano constituye un infierno. No se trata sólo de los prejuicios, sino de lo que se piense efectivamente, sobre uno mismo. Cada uno de los protagonistas en el intento de evadir la razón de su presencia en el infierno va revelando su vida bajo la presión desconfiada de los otros y, una vez revelada su debilidad o maldad, su lado oscuro e inaceptable a la mirada de otros, terminan por entrar en un juego desesperado: pretender aislarse y someterse a los otros a cambio de ser mirados como deseables, como la ilusión que trataron de preservar de sí mismos. La mirada del otro es terrible.
Esto es lo que sucede precisamente con la lepra. Se trata de una enfermedad primordialmente visible. Sea en el formato de la pérdida gradual de la carne y la sensibilidad, sea como simple manifestación de afecciones de la piel, es algo visible. La exclusión del leproso del resto de la comunidad no es simple gesto voluntario. Es que no puede ocultarse de la mirada de los demás. Como enfermedad social –ya que tiene claras implicaciones sociales– podría ser leída como un tentativo de la sociedad de erradicar el síntoma de un mal cuyas causas no logra o no quiere identificar. Ante la mirada de los otros el leproso se va degradando mientras éste intenta preservar su ser a pesar de irse convirtiendo en una nada –social, existencial y físicamente hablando.
Dicho de otro modo, la lepra es el síntoma de un malestar de nuestra época: la imposibilidad de escapar del mundo y régimen de la percepción, el fracaso en el intento de preservar la integridad de sí –algunos dirían "interior"– ante la amenazante mirada del otro, la cual se busca eliminar o manipular. A medida que se radicaliza el proceso de neutralización o eliminación de la mirada/percepción del otro –bajo consignas como "no me importa lo que digan los demás", "así pienso yo, lo siento", o incluso con una aceptación acrítica de "máximas de sabiduría" del tipo de los Cuatro Acuerdos en los que la palabra del otro viene neutralizada– progresivamente se produce un desvanecimiento del yo, pues, ¿qué queda cuando ya no hay percepción de otro? El nihilismo contemporáneo lo sabe bien. Cuando todo es percepción no hay nada. Esto no significa que no haya que consolidar la personalidad mediante cierta autoafirmación, sino que ésta autoafirmación no implica de suyo la neutralización del otro sino su reconocimiento y –¿por qué no?– hasta su confrontación.
Deshechos por ser objeto de deseo, deseables, por mantener la ilusión que de nosotros mismos hemos creado, al constatar lo imposible y desgastante de la tarea o incluso el fracaso en ella, no sólo vamos perdiendo la "carne" que nos da consistencia, sino también eso que pretendemos preservar y que consideramos nuestro yo verdadero –si hay tal cosa. 

La crítica de Jesús: no basta sanar ni remover el síntoma

Si la lepra, este fracaso en querer liberarse del peso de la percepción de otros a fin de preservar un yo –ideal o al menos "deseable"–, es el síntoma entonces la enfermedad es (la percepción de) el otro. Sanar implicaría remover lo que se considera la causa de la enfermedad y que se identifica con el otro, con su mirada. Este pareciera ser el diagnóstico convencido de nuestra época. Para muestra, basta considerar el resurgimiento de las políticas nacionalistas antiinmigrantes, la homofobia –y probablemente las contrapartes manifiestas como movimientos de reacción extremos, etc.–, así como la cultura de un individualismo exacerbado y de la incapacidad de afrontar la crítica de otro. Aunque parece contradictorio que en la cultura de la imagen se hable de neutralización (de la percepción) del otro, bien puede ser que dicha cultura no sea sino una formación reactiva o incluso de compromiso –que en psicoanálisis corresponde a los síntomas que se forman para ocultar un conflicto afirmando su opuesto o bien para tratar de cumplir un deseo y a la vez protegerse de él, la complejidad de este proceso ilumina el por qué de muchos desórdenes depresivos en nuestra época: así no se puede vivir. Así, removido el otro –como el que mira el síntoma o lo hace visible– se acaba la enfermedad. ¿No es esto lo que sugiere el dicho popular "vergüenza es robar y que te cachen"?

Una de las formas como se manifiesta esta dinámica "leprosa" es la tendencia cada vez más popular a buscar "lo terapéutico". «Sanar» es el boom. Todo gira en torno a sanar y estar bien. Sin embargo, la proliferación de material terapéutico y libros de autoayuda más bien ayudan a remover síntomas, los malestares –pasando la gran mayoría de ellos por una reprogramación de la percepción que excluye la injerencia de otro– sin ir más lejos. "Quitado el otro, se acaba la rabia". 
Lo peligroso y problemático de esto, es que no sólo impide que cada sujeto se haga cargo de su síntoma y de los conflictos que están a la raíz, sino que refuerza la dependencia de una figura idealizada de sí al grado que puede llegar a vivir cómoda y felizmente en un infierno. Tal vez esto no debiera ser problema para nadie si se piensa a nivel meramente individual y subjetivo. Pero esta realidad no se da al margen de una situación social, económica y política que de un modo u otro es la que sostiene dicho modo de vivir. En otras palabras "mientras yo esté feliz, que el mundo ruede". Y es que a mayor grado de "bienestar" –especialmente emocional– más difícilmente se estará dispuesto a ponerlo en juego, a involucrarse en lo que pudiera afectar y romper dicha armonía. El infierno, como bien sugiere Sartre, tiene siempre que ver con otros, conmigo, aunque no necesariamente implica que sea yo quien sufre.
Es por esto que desde el evangelio se ve cómo no basta con sanar, especialmente si hay una situación injusta, si la "sanación" implica eliminar lo feo del mundo de manera superficial: como limpiar las calles de pordioseros, levantar muros para alejar a los indeseables, establecer guardias que tengan a raya lo pobre y desagradable del mundo, o incluso barreras psicológicas que permiten neutralizar toda palabra que provenga del otro. Lo terapéutico sin justicia no es sino un narcótico que mantiene toda situación injusta como está.
Esto sucedió con nueve leprosos: sólo querían "sanar", y no había lugar para otro. La enfermedad pues, no es el otro, sino la relación de sometimiento a él/ella/eso o de él/ella/eso y de su exclusión


La fe como acogida del otro

Finalmente, sólo un leproso regresó. Su movimiento de retorno venía marcado por gritos de acción de gracias, por un gesto de reconocimiento hacia Jesús. En última instancia, a diferencia de los otros nueve que sólo querían sanar, en este exleproso sí hubo reconocimiento del otro. Todas las acciones que realiza lo denotan. Proveniente de una situación de exclusión y marginación, este individuo no encontró sino acogida, aun cuando Jesús era tan humano como todos los que habían determinado su expulsión de la sociedad. La mirada del otro seguía ahí, pero la libertad experimentada le permitió acoger a otro –a Dios, a Jesús– y a la vez descubrirse acogido. Tanto este leproso como los otros fueron liberados de un peso, pero mientras los primeros lograron "bienestar", el samaritano se atrevió a ir más lejos. La diferencia entre la libertad ante lo que los demás digan/perciban y la fe radica en que ésta va más lejos, pues se arriesga a acoger y tomar en serio al otro. Esto la vuelve vulnerable, pero también la hace capaz de afrontar la injusticia del mundo, pues la justicia sin el otro no es sino mera aplicación fría e inmisericorde de leyes. La sanación no es todavía salvación, pues la salvación abre también a otros, a otro modo de vivir con otros sin sometimiento ni exclusión, de lo contrario, «el infierno es los Otros». Para el cristianismo no basta sanar sino salvar –pasar del "sálvese quien pueda" al "amémonos unos a otros", siendo este último el gesto más radical de la libertad. La gratuidad que abraza la nada.




lunes, 3 de octubre de 2016

Ni todo poder ni todo saber...

No se requiere de mucho. Así lo plasma el evangelio. No se trata de poder, de fuerza, ni mucho menos de cantidad o calidad –curiosamente la tentación sería decir: con que sea "fe" de la buena, pero no, Jesús se mantiene en el ámbito del tamaño. "Como una semilla de mostaza" dice. Por otra parte, el contexto de la petición de aumento de fe es significativo: Jesús acaba de contar la historia de Lázaro y el rico –con su enigmática sentencia sobre los bienes y males en la vida–, ordenó no ser causa de tropiezo para los pequeños, la corrección fraterna y (la terquedad en) el perdón al ofensor. Todas ellas parecen plantearnos una perspectiva desalentadora y sumamente difícil de cumplir. Probablemente pedir un aumento de fe era lo más lógico ante dichas propuestas. Sin embargo, la respuesta a la petición de un aumento de fe no es ni sí ni no. Simplemente responde otra cosa. La fe no es un bien del que pueda hacerse tesoro –como intentaron algunos con el maná en el desierto y constataron como se echaba a perder. Su lógica es más bien de otro orden. No funciona como la acumulación de méritos ni como un medio infalible que da poder para obtener lo que se desea. 

Ahora bien, si no es cuestión de calidad, ni de poder. ¿De qué se trata? El conjunto de exigencias previas nos dan una luz: se trata algo que tiene que ver con otro. La fe de un modo u otro implica a un otro. Y he ahí su dificultad. Más allá de cuestiones prácticas como perdonar, confiar, etc., el reto está en creer. Creer es una práctica demasiado arriesgada para el cinismo contemporáneo, por eso se le ha pretendido sustituir con otras prácticas que, a pesar de su buena intención, no hacen sino dejar el mundo exactamente igual.

Para comprender mejor esto, puede ser de ayuda la expresión que hallamos en Habacuc: "el justo vivirá por la fe". La traducción más fiel sería "el justo vivirá por su fidelidad" (אמן), lo cual denota más que una simple acto individual o una realidad externa al individuo más bien una relación. No obstante, para fines prácticos, comenzaré por la reducción de la vida a subsistencia para luego proponerla como fidelidad.

La vida como subsistencia

 ¿De qué vive el ser humano? ¿de qué subsiste? de alimento, de bebida, de relaciones, de símbolos, de saber, de sueños, de deseos y anhelos. Todo esto puede no resultar suficiente cuando la realidad misma a enfrentar es desalentadora. ¿A quién le basta comer y beber en abundancia cuando experimenta su vida como un asco? A menos que se diga a sí mismo "hoy como y bebo y más tarde moriré", el puro subsistir no parece ser suficiente, e incluso puede ser una maldición mayor. Así lo expresa Primo Levi en Si esto es un hombre:
El mes pasado, uno de los crematorios de Birkenau ha sido hecho saltar por los aires. Ninguno de nosotros sabe (y tal vez no lo sepa nunca) cómo ha sido exactamente realizada la empresa: se habla del Sonderkommando del Kommando Especial adscrito a las cámaras de gas y a los hornos, el cual viene siendo periódicamente exterminado, y que es mantenido escrupulosamente segregado del resto del campo. Lo que es cierto es que en Birkenau un centenar de hombres, de esclavos inermes y débiles como nosotros, han sacado de sí mismos la fuerza necesaria para actuar, para madurar los frutos de su odio.

El hombre que va a morir hoy entre nosotros ha tomado parte de algún modo en la revuelta. Se dice que mantenía relaciones con los insurrectos de Birkenau, que ha llevado armas de nuestro campo, que estaba tramando un amotinamiento simultáneo también entre nosotros. Morirá hoy bajo nuestras miradas: y quizás los alemanes no comprendan que la muerte solitaria, la muerte de hombre que le ha sido reservada, le servirá de gloria y no de infamia.
Cuando terminó el discurso del alemán, que nadie pudo entender, de nuevo se elevó la primera voz ronca: Habt ihr verstanden? (¿Lo habéis entendido?)
¿Quién respondió, Jawohl? Todos y ninguno: fue como si nuestra maldita resignación tomase cuerpo de por sí, se hiciese voz colectivamente por encima de nuestras cabezas. Pero todos oyeron el grito del moribundo, éste traspasó las gruesas y antiguas barreras de inercia y de sumisión, golpeó el centro vivo del hombre en cada uno de nosotros:
Kamaraden, ich bin der Letze! (¡Compañeros, yo soy el último!)
Me gustaría poder contar que entre nosotros, rebaño abyecto, se hubiese levantado una voz, un murmullo, un signo de asentimiento. Pero no sucedió nada. Hemos continuado en pie, encorvados y grises, con la cabeza inclinada, y no nos hemos descubierto la cabeza más que cuando el alemán nos lo ha ordenado. El escotillón se ha abierto, el cuerpo se ha deslizado atrozmente; la banda ha vuelto a tocar, y nosotros, de nuevo formados en columna, hemos desfilado ante los últimos temblores del moribundo.
Al pie de la horca, los SS nos veían pasar con miradas indiferentes: su obra estaba realizada y bien realizada. Los rusos pueden venir ya: ya no quedan hombres fuertes entre nosotros, el último pende ahora sobre nuestras cabezas, y para los demás, pocos cabestros han bastado. Pueden venir los rusos: no nos encontrarán más que a los domados, a nosotros los acabados, dignos ahora de la muerte inerme que nos espera.
Destruir al hombre es difícil, casi tanto como crearlo: no ha sido fácil, no ha sido breve, pero lo habéis conseguido, alemanes. Henos aquí dóciles bajo vuestras miradas: de nuestra parte nada tenéis que temer: ni actos de rebeldía, ni palabras de desafío, ni siquiera una mirada que juzgue.

La situación descrita por Levi pareciera ser extrema, sin embargo, pareciera ser muy cercana a la realidad de muchos. Más que de fidelidades, en todo caso, hablamos de cosas que nos permiten subsistir, que nos mantienen ahí, en el mundo, en determinada situación, más o menos porque no nos queda otra alternativa, al menos en apariencia. 
De un modo u otro, lo que nos hace subsistir ha de ser algo que llene el vacío, que sature la falta de algo. ¿No es acaso más o menos lo que refleja la petición de los discípulos: llena la falta de fe que hay en nosotros? Y aunque para muchos la fe pueda ser lo que viene a llenar los vacíos –de explicaciones científicas, de afecto, de sentido, etc.– tal vez haya que decirlo de una buena vez: la fe no llena ningún vacío, antes bien introduce vacíos en la vida
Como se ve, la dinámica de la subsistencia nos mantiene en un constante ir detrás de otra cosa, pero de lo cual no se espera gran cosa, sino sólo lo suficiente para vivir y por lo cual no se estaría dispuesto a arriesgarse demasiado.

De la producción de vacíos a la dominación del ser humano

La perspicacia y espíritu emprendedor del ser humano al pasar los años comprendió la relevancia de saciar necesidades, y así,  cayó en la cuenta de que lo más rentable sería producir necesidades. Nace así la industria del vacío. Producir vacíos es un negocio fabuloso. Si desde pequeños constatamos cierta "falta constitutiva" –por la separación de la madre, la pérdida afectiva, carencia económica etc.– sobre la cual trabajamos para definir nuestra identidad, relaciones y presencia en el mundo, la producción de vacíos al consolidarse como poder establecido y reconocido, logró apropiarse de uno de los núcleos más íntimos del ser humano y, así, volverse fábrica de seres humanos. Quien domine los vacíos del ser humano, dominará a éste. No sólo se trata de quien o de lo que sacia los vacíos, sino de quien o lo que los produce. La adicción comienza como un tentativo de "llenado" de vacíos –aunque sea de experiencia– y termina convirtiéndose en un vacío insaciable que domina toda la vida del adicto. ¿No sucede lo mismo con cuanto promete saciar los vacíos? El terrible vínculo de la promesa, en sí mismo, es un vacío introducido en la vida.

Uno de los efectos de esta producción del ser humano como un vacío con una promesa inscrita de satisfacción es el cinismo que da forma a nuestras relaciones. En muy distintos ámbitos ya no creemos que ciertas cosas funcionen o se realicen. No sólo vemos en la lejanía las situaciones planteadas por Hollywood, como un horizonte en retirada pero que miramos con cierta nostalgia, sino que también hay ya programas dedicados a demostrar la mentira de las hazañas que vemos en el espectáculo (mythbusters, etc.). Nuestro mundo desencantado, con todo lo bueno que tiene, también nos ha dejado desprotegidos frente a una realidad vacía –echemos un vistazo a las teorías de física cuántica y los intentos de volverla una forma de espiritualidad. El efecto producido es sumamente interesante: El fundamentalismo contemporáneo apela mucho más a la ciencia de cuanto lo haga una fe crítica –por ejemplo, en el caso de los negros, se buscaba demostrar su inferioridad en su anatomía, en datos objetivos; lo mismo ocurre con la homosexualidad; al opuesto, los nazis pretendían cierta superioridad biológica– pues a diferencia de la fe, el fundamentalismo, al igual que la ciencia, pretende saber. Ante el saber, no hay alternativa

Las formas de dominio se vuelven cada vez más sofisticadas, y a la vez, muestran sin recelo su aire cínico. Por ejemplo, asistimos a la difusión casi epidémica de una infinidad de "razones" para vivir que no tienen nada de razones: se trata de pequeñas alegrías, de detalles, de gestos, todos ellos de talante afectivo y de índole meramente emocional. Casi podríamos decir que se trata del teatro de las emociones: lo que nos decimos o dejamos sentir para no enfrentar la dureza de la realidad. Dichas formas de belleza no son para nada despreciables, pero así como son accesos a lo bello, también están marcadas por su carácter efímero y frágil. No por nada un imperativo de la época es darse el tiempo para buscar esos momentos o cosas "todos los días" (¿A quién no le han llegado infinidad de imágenes y mensajes con esa tónica?). No obstante, ¿no parece una lógica de subsistencia? El afán de recomenzar cada día con nuevos ánimos no cambia nada el hecho de que lo que resulta intolerable, lo seguirá siendo cada día más... a menos que se haga algo. En otros términos, este cinismo optimista realiza un intento de equiparar la fe con la actitud. "Una buena actitud lo cambia todo, igual que la fe". No obstante, esto no es así. En el fondo sabemos lo que sigue estando ahí. A fuerza de repetirse frases motivacionales no se hace sino evidenciar la tremenda necesidad de que haya otro que nos sostenga, nos desee o aprecie, que posea la verdad que nos permita experimentar que existir vale la pena. Si alguien necesita de algo de motivación, es comprensible, pero en el fondo, la motivación es insuficiente. La actitud, que entra en escena como un subrogado del deseo, termina por ser expresión de la pretensión de omnipotencia típica de un estadio infantil: "si me tapo la cara desapareceré de la vista de los adultos". Con esto no pretendo negar los beneficios de plantearse frente a las situaciones de modo que la persona pueda afrontarlas, sino señalar sus límites y peligros. Aunque muchos podrían decir "ya lo sé, la actitud no lo puede todo", en el fondo opera un mecanismo cínico que nos limita precisamente en el espacio en donde los cambios podrían ocurrir: afrontar una pérdida en mí y de mí al afrontar una situación que vuelve la vida invivible, y en consecuencia, continuamos con la actuación. "Yo hago como que el mundo es distinto" y mientras el mundo me guiña un ojo.
Antiguamente se pensaba que la mejor manera de mantener al ser humano esclavo es que no note sus cadenas, pero, como también lo deja entrever Primo Levi, tal vez con cierta tristeza hoy en día nos conformamos con embellecerlas. Incluso la depresión que provoca este saber es maquillada. Saber que no hay alternativa es impotencia. Así, lo que sabemos es que preferiríamos no saber ("Hasta el más valiente de nosotros pocas veces tiene el valor de enfrentarse con lo que realmente sabe" afirmó Nietzsche). El sujeto que sabe, tanto como el que no quiere saber, se hallan en una condición de impotencia, así lo muestra el texto citado de Primo Levi.
Subsistir, etimológicamente, es, entre otras acepciones, estar debajo de, detenerse, hacer un alto... el sujeto subsistente contemporáneo de detiene, controla sus pasiones para no salirse del orden, o bien, simplemente ya no tiene fuerzas para ello.

El vivir como fidelidad 

Al inicio decía que la fe tiene que ver con otro y que ésta más que llenar vacíos los introduce. Ambas afirmaciones van de la mano. En primer lugar, la fe se da como parte de una relación de fidelidad. Lo importante a notar aquí, es que no se trata simplemente de un contrato, sino de una relación que introduce tiempo–incluso es explícito en el texto de Habacuc. Sin el factor tiempo que difiere la respuesta lo que tendríamos sería un mecanismo automatizado. El tiempo es el otro. Por algo tal vez ha sido el tiempo lo primero en sufrir un proceso de destrucción (desde el "no tener tiempo" hasta la impaciencia creciente en relación a la espera de respuesta, pasando por el aumento de la velocidad de producción). Mientras hay tiempo, hay otro. Políticamente hablando, el tiempo vivido en la Antigüedad confería cierta autoridad al adulto sobre el joven, hoy en día, esa distinción tiende a desaparecer –para bien o para mal. Obtener lo deseado de manera inmediata, la satisfacción total de manera permanente, la plenitud al máximo, no sólo son objetivos de vida, sino que su lógica implica llenar el vacío, el espacio donde cabría otro. La destrucción del tiempo es la realización del ideal de inmortalidad y omnipotencia que sintetiza el dominio sobre todo y sobre todos (aquí resuena la tentación del libro del Génesis: si comes de ese fruto, no morirás). De algún modo la experiencia de querer "vivir", de "vivir al máximo", de aprovechar toda oportunidad y tiempo, ¿no es una forma de exprimir el tiempo, o más aún de extirpar el vacío? 
Si la fe tiene que ver con otro, es porque nos expone a la impotencia: a la incertidumbre del cuándo de una respuesta, o incluso, de la respuesta misma. Por eso introduce un vacío, ese que no es sino el espacio para otro. A diferencia de la industria del vacío, la fe cristiana no pretender dominar al ser humano –aunque podría hacerlo si se usa la promesa de respuesta como medio para someter– sino introducir un espacio de no dominio. En efecto, Levinas define a la fe como «saber sin dominio». En este sentido, ante el saber del fundamentalista, que no sólo elimina toda alternativa sino que deriva en una especie de tragedia depresiva –saber y no querer saber como formas de la impotencia–, la fe aparece como una alternativa que parte de ese saber pero no como palabra última, sino como provocación para una ruptura. En el texto de Habacuc el grito del profeta denuncia la violencia, el estar al límite de lo insoportable. El profeta se sabe en el límite, en ese punto donde sólo quedará la destrucción del otro, y por ende, del ser humano (Primo Levi) o la posición de otro, como anhelo, como vacío, aún a costa de una parte de sí. Después de todo, cuantos apuestan por la justicia –que brilla por su ausencia– ¿no lo hacen a costa de sí, para que a través de ellos sea posible que ésa entre en el mundo? La fe introduce un vacío hospitalario en la existencia humana, un vacío de apertura y receptividad, pero que también exige apuesta y riesgo. La apuesta no tiene el rasgo del cinismo optimista, pues como fe, sabe que no tiene dominio sobre el otro. Lo único que tiene, es el espacio que puede hacer en sí mismo, para que el otro-justicia, otro-amor, otro-coexistencia, puedan hallar sitio en el mundo
Tal vez ya sabemos cómo funcionan las cosas en el mundo y cuál es nuestra situación. Tener fe como un granito de mostaza es acoger un vacío, dejar que en la propia vida habite una ruptura que haga frente a todo lo que ya se sabe. No porque eso signifique que se obtendrá el resultado esperado, sino porque es la relación de fidelidad la que hace que la vida no sólo sea subsistencia. Eso exige mantener la atención hacia ese vacío, hacia esa puerta que se espera un día se abra, pero es importante que el otro que se anhela sea uno que esté fuera del propio alcance. No como quien cree que si lo anhela lo suficiente lo obtendrá, pues eso nuevamente es dominio, sino como quien sabe que no lo obtendrá, o no del todo, sino como una gracia, un gesto que viene de otro. No sólo se vive de un vacío, sino que se es capaz de dar la vida en la apuesta por abrir ese vacío, por mantener abierta una puerta. Quien no pretende dominio no necesita mucha fe, ni mucha calidad, simplemente, es dejarse habitar por un vacío que engloba los anhelos de muchos, pues en términos bíblicos, la justicia no es, como el amor, sino un anhelo compartido. Así, la propuesta cristiana de vida, con sus tremendas apuestas, no es un acto de "fe ciega" e irracional, sino el gesto de quien sabe como está una situación y, aún así, se mantiene en fidelidad a eso que aún no tiene lugar en nuestro mundo. Sabe que no está en su poder, al menos no del todo, pero no por ello deja de amarlo. La vida, en términos cristianos, va de la mano de esa fidelidad al otro que está ausente o que no existe, a los nadies, a los que no-son. Nada de ilusiones banales o romanticismos pseudorevolucionarios, la fe es expresión de un saber muy real que, consciente de su poder y de su impotencia, es capaz de amar algo que lo excede aunque esto no sea sino del tamaño de una semilla de mostaza... Una resistencia de ese tamaño basta para evitar que cuanto oprime al mundo tenga la última palabra. Más que consumidor de deseos e ilusiones, o un crédulo ingenuo, el creyente cristiano tiene una experiencia muy lúcida y terrena de la situación, y así, de donde muchos esperan sólo la muerte, el cristiano se atreve a esperar la vida. Pues sólo alguien así puede atreverse a amar a su prójimo en vez de destruirlo o simplemente mantenerlo a raya mediante normas y leyes.
Aquello a lo que aspira el creyente cristiano implica siempre a otro, por eso ha de comenzar por hacer en sí mismo ese espacio para que pueda también a través de él, habitar nuestra historia y mundo, sin pretender dominarlo ni contenerlo. La fe «rompe»y desborda a quien la acoge, aunque sea por un instante pequeño como un grano de mostaza. Pero en esa ruptura, lo que entra en el mundo ya no sale fácilmente. No es posible vivir igual. La fidelidad a ese instante, a esa ruptura, a ese mundo nuevo que entró es lo que define la existencia. Bajo esa lógica no cabe la idea de heroísmo, la cual resulta bastante baja en comparación con la de fidelidad, pues mientras el héroe se mira a sí mismo, la fidelidad mira hacia el otro, o más aún, hacia eso otro que ha irrumpido y no cesa de alterar el mundo. No en vano tomarse en serio a Jesús es meterse en dificultades.
Sea que la vida tenga o no sentido, que sea o no un camino de la nada hacia la nada, la fe afronta sin temor ese saber y abre espacio a otro, a un exceso que sobrepasa ese saber. Así, la fe abre el camino para el amor mientras mantiene vigilante en la espera de su venida, y plasma esa espera como búsqueda con otros, búsqueda que puede tomar forma de justicia, de dignidad, de paz, de pan, en fin, de Reino de Dios.



domingo, 2 de octubre de 2016

La in-utilidad de la fe

Al inicio del capítulo 17, Lucas presenta a Jesús haciendo una petición un tanto extraña a los discípulos: "Si tu hermano peca, repréndolo y si se arrepiente, perdónalo. Y si peca siete veces al día contra ti, y otras tantas vuelve a ti, diciendo: «Me arrepiento», perdónalo»." (v. 3-4)  Frente a esta extraña petición, los Apóstoles contestan: "Señor, auméntanos la fe" (v.5) Pareciera como si la fe tuviera una relación directa con el perdón.  Una buena noticia: la fe cristiana, si es tal, es fuente de reconciliación auténtica. 

Jesús compara la fe con una semilla de mostaza, pequeña por naturaleza, aparentemente inútil, pero que lleva en sí misma, ahí en su inutilidad, una fuerza capaz de arrancar y plantar de nuevo. Continúa el relato lucano con un ejemplo que hace referencia al servicio de un siervo hacia su amo. Y concluye con una frase interesante:  «Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: "Somos siervos inútiles, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber"» (v. 10)

Resalta de nuevo la palabra "in-utilidad". Un servicio in-útil. Y lo es. El servicio que la Iglesia pueda dar en los bordes, si de verdad brota del evangelio, será siempre un servicio in-útil, es decir, que no produce utilidad ni para ella ni para un sistema creador de víctimas. Cuando represente una utilidad, un margen de ganancia, en ese momento deja de ser un servicio que brota de la gratuidad del Evangelio.

Quienes tienen la gracia de colaborar en el trabajo pastoral de los bordes, pueden constatar que en muchas ocasiones no hay utilidad, no hay ganancia, no hay remuneración ni económica ni afectiva en el servicio realizado. Por el contrario, puede haber mal interpretaciones, calumnias, rechazo. 

Esta es la in-utilidad de la fe: en los primeros versículos (3 al 15) la fe no produce ganancia personal sino liberación comunitaria. Frente a la exigencia del perdón,  los Apóstoles no piden fe para beneficio personal, sino para entrar en una dinámica de reconciliación comunitaria. Para quien la fe es un asunto de "salvación propia, salvación del alma propia", el evangelio le traza un nuevo horizonte: la fe es inútil porque no produce utilidad personal, sino que va germinando una nueva humanidad capaz de reconciliación. La in-utilidad de la fe también se manifiesta en el servicio pastoral, ahí cuando una persona experimenta que lo que hace no sirve de mucho, que no cambia estructuras, pero que es capaz de hacer aquello que le corresponde hacer, movido no por la utilidad, sino precisamente por la in-utilidad: la verdadera lógica del servicio y del perdón. 


martes, 20 de septiembre de 2016

Entre la economía deseante y la apuesta anhelante...

Dios o el dinero. La disyuntiva planteada en Lc 16,1-13 no es fácil. En primer lugar, porque hay una sutil trampa oculta en la lectura ordinaria de semejante contraposición –dejando de lado otras lecturas que a lo largo de la historia se han hecho con resultados no muy evangélicos. En algunos casos dicha afirmación de Jesús conduce a privilegiar las cosas de Dios por encima de las cosas económicas. Esto es, a ocuparse demasiado del cumplimiento de la normativa religiosa por querer servir a Dios (reduciendo el «servicio a Dios» al mero ámbito moral y litúrgico) y desentenderse de la vida económica (ya no sólo de buscar la justicia, combatir la desigualdad, sino de al menos entender un poco mejor cómo funciona la organización y políticas económicas para no ser simples víctimas de la ignorancia y de la tecnocracia especializada). En otros casos, la lectura es mucho más "espiritual" favorecer lo abstracto por encima de lo concreto (las cosas materiales no son lo que vale, lo importante es tener a Dios con uno,  es tener el corazón puro, etc.), es decir, privilegiar lo que no se ve ni se toca como más importante y más verdadero en detrimento de las cosas y realidades que sí se ven y se tocan o se constatan. De ahí la tendencia creciente a ocuparse más de mantener un discurso "políticamente correcto" –y creérselo– mientras las prácticas efectivas realizan lo opuesto (como decir "no soy xenófobo, pero soy activo en la lucha contra la posibilidad de que un migrante tenga acceso a derechos en mi país, pues sabemos que traen consigo delincuencia o nos quitan empleos" como si diciendo "no soy xenófobo" se enunciara una verdad interior más profunda y por ello se neutralizaran los terribles efectos políticos de mi acción). Sin negar el grado de validez que puedan tener dichas afirmaciones, ambas son criticadas por los textos de Amós y Lucas (Am 8,4-7 y Lc 16,1-13). En ambos pareciera que, de un modo u otro, Dios aparece muy interesado en lo que sucede tanto a nivel de la realidad económica como de los concretos. Ante tales situaciones ¿qué proponer? El evangelio no ofrece un modelo económico concreto ni una acción demasiado específica (por lo demás sería una ingenuidad esperar que el evangelio, que fue escrito en el siglo I d.C. y para una realidad socioeconómica y cultural muy distinta a la nuestra ofrezca una solución universal), pero lo que ofrece no deja de ser una alternativa que valdría la pena tomar en cuenta...

La fiesta: fábrica de deseos

El texto de Amós presenta una situación sumamente interesante. En la Antigüedad las fiestas fungían como paréntesis o suspensión de todo el dinamismo de la vida ordinaria. Dada su índole religiosa, con tal suspensión remarcaban la supremacía del orden de los dioses por encima de las realidades y poderes terrenales. A su vez, las fiestas eran el espacio para el exceso y la abundancia, para experimentar que lo divino irrumpía en la vida de lo profano, y por tanto, se trataba de un exceso permitido por los dioses. De ese modo, la fiesta liberaba el deseo humano pero bajo la guía de los dioses, ya que era en honor de ellos, de sus hazañas, y conforme a su voluntad, que la fiesta tenía lugar. La fiesta fungía como fábrica de deseos, pero de deseos regulados conforme a los dioses. No en vano, la hybris o desmesura, era castigada terriblemente por los dioses griegos. En síntesis: la producción y proliferación de los deseos era una forma de culto a los dioses (¿acaso el ser venerado u objeto de culto no es sino suscitar y despertar deseos en otros?). 
Ciertamente, la forma de dichos deseos estaba determinada por la divinidad específica que era ocasión de la fiesta. Así estaban, por un lado, el rito, o la práctica social estructurada por el deseo divino, y por otro, el mito, o el deseo socializado organizado por la práctica divina. Es decir, se actuaba la pasión divina –lo que ocurría "en" el dios o los dioses– y se pretendía experimentar los efectos –la abundancia, la euforia, etc-– de las hazañas divinas. 
Todo esto pudiera parecer ajeno a nosotros, pero nada más lejos de la realidad. Actualmente presenciamos una especie de fiesta continuada y a la vez vinculada a la vida ordinaria –como veremos más adelante. ¿No es acaso la propuesta neoliberal una especie de fiesta continuada, un producir y alentar la proliferación de deseos y de sueños? ¿No es acaso en cierto modo la promesa del neoliberalismo: sueña, desea, pues lo que desees y sueñes será posible? Cuando la vida es para gozar, cuando lo importante es tener metas y muchos sueños por cumplir (un conjunto de deseos), e incluso cuando parte importante de la vida de las personas, mucho más en el sector juvenil, gira en torno a las actividades de esparcimiento y relax (antros, disco, fiestas, etc.) ¿no se trata de una especie de perpetuación de la fiesta en el sentido señalado arriba? (tal vez no sabemos si el trabajo es una pausa en la fiesta, o si la fiesta es una pausa en el trabajo, pero en sí, esta indefinición es esencial a nuestro tiempo) ¿Qué divinidad es el objeto de este culto? El neoliberalismo que hace posible esas libertades y posibilidades. (Aclaro que esto no implica que tener sueños, salir por la noche con los amigos, etc., signifique un sometimiento a ese culto, pero tampoco podemos considerarnos del todo ajenos a él en la medida en que estamos en el mismo mundo y en que guste o no, ocupa un lugar significativo en lo que hoy llamamos vida).

La fiesta de Yahveh, una fiesta de justicia

Si los deseos producidos por la fiesta están configurados por la divinidad central de esa fiesta, en el caso de Yahveh se trataba de deseos muy distintos a los de otras divinidades: el rito de renovar la Alianza representaba de forma visible el deseo-pasión de Yahveh por Israel y su gesto de elegirlo como pueblo suyo y de ser su Dios; el mito o el acto de contar los gestos y acciones liberadoras de Yahveh para con Israel daba forma al deseo del pueblo como restitución de libertad para otros. De ahí que renovar la Alianza era una forma de creer en Yahveh, mientras que liberar a otros era un modo de hacer memoria de lo que Yahveh hizo por Israel. 
A partir de lo anterior queda más claro por qué las fiestas resultaban un estorbo para quienes buscaban obtener mayor provecho económico y, en especial, para quienes engañaban a sus clientes más desprotegidos. Su fiesta era otra. La oportunidad de liberar los deseos y de gozar del bienestar común no eran buenos para el negocio. Sin embargo, como en todo, una buena teoría no asegura una buena práctica. Es posible que las fiestas estuvieran cada vez más enfocadas en lo litúrgico, o en la realización puntual de la celebración y no en la perduración del deseo de Yahveh. En consecuencia, la crítica de Amós es dura y clara: no basta con realizar la fiesta si al acabar ésta se entra en una dinámica de injusticia, abuso y opresión. La producción y proliferación de deseos, aun cuando sea un acto de culto en honor a Yahveh, puede ser una traición a él si no conlleva la instauración de un orden social más justo
Con el tiempo, esa situación se agravó en la medida en que la astucia mercantil posterior logró hacer de las fiestas también un espacio para el negocio. En pocas palabras, la actividad económica logró dos cosas: 1) evitar la suspensión de tiempo y ritmo de la vida típicos de la visión religiosa para consolidarse como práctica de un verdadero culto permanente. En cualquier tiempo y lugar, la actividad que permanece ininterrumpida es la económica (esto es lo que W. Benjamin señala cuando escribe "El capitalismo como religión"). La fiesta se rige ahora por la dinámica de la vida ordinaria, la establecida por esta lógica económica que invade todos los ámbitos de la vida y es una práctica ininterrumpida, a tal grado, que todo deseo debe cumplir con lo establecido por la divinidad en turno:  2) hacer de la producción y proliferación de deseos –sueños, metas, etc.– su actividad primordial (esto es lo que sugiere D.-R. Dufour, y que se constata en que consumimos más lo que deseamos que lo que necesitamos... y "lo sabemos"), de modo que, conforme a lo dicho, tales deseos de producen en conformidad con la divinidad del capital. El capital, que sólo busca reproducirse a sí mismo, y que lo hace mediante la producción de deseos –o mejor, de «deseables»– es una forma de divinidad, que aparece como omnipotente (¿qué no requiere hoy en día de capital o dinero para ser posible o accesible? ¿qué está fuera de su alcance? ¿quién puede vivir fuera de su rango de poder?). Dicho en términos bíblicos, se consolidó el culto a Mamona (así presenta el NT la relación con el dinero a modo de culto religioso).
No obstante, la crítica de Amós sigue vigente: deseo sin justicia apunta a la destrucción del deseo  y del deseante mismo. En términos actuales, correr detrás del cumplimiento de sueños, metas y deseos sin un compromiso con la justicia, aun cuando parezca que proporciona una vida satisfecha y feliz, no es sino un atentado contra sí mismo y contra otros. Mientras unos desean más poder, más capital y en eso se les va la vida –y se juegan vida de otros–, otros anhelan justicia, dignidad, que la vida valga la pena ser vivida.


El dios Mamona hoy: La economía deseante

Aunque la acción realizada por el mal administrador parece estar orientada a "ganarse amigos" que lo reciban, me parece que puede ser válida una lectura de su estrategia en términos de la economía contemporánea. Esta lectura la hago a partir de algunas premisas. Respecto del personaje: él mismo reconoce que carece de fuerza para trabajar, por lo que carece de valor alguno ante otros posibles patrones. Al no tener fuerza de trabajo, la opción factible sería la mendicidad, sin embargo, no tiene el valor para llevar una existencia mendicante. La solución ideada podría ser lo que hoy se llama: crear valor, o bien, «volverse deseable». (Incluso puede sonar como un caso real: el de un empleado que será despedido y que dada su edad y características personales ya no es sujeto viable de empleo, aún así, la alternativa permanece: volverse deseable o morir).
Respecto de nuestra realidad: Vivimos en una economía deseante. Lo que confiere relevancia y valor a los objetos, a las personas mismas, ya no es nada que pertenezca propiamente al mundo objetivo. El valor depende de que algo sea deseado. Existir y valer es ser deseado.  El capital contemporáneo es ser deseable. "Mientras más deseado/deseable más te compran, te consumen, te idolatran" (y quien venda el cómo ser deseable o lo deseable, tiene poder sobre los otros). La política cada vez más común de «crear valor» no es sino la expresión técnica de dicha economía deseante. Más que la fuerza de trabajo, o los recursos "explotables" de un individuo o territorio o cosa, lo que es fuente de interés y valor es que dicho recurso, individuo o cosa sea deseado por el sistema que emplea, que explota y que produce. Se trata de algo abstracto más que concreto. El objeto de interés no es aprehensible, o no del todo (o bien se desea un cuerpo perfecto conforme a un canon estético, o bien se vuelve deseable un cuerpo "imperfecto", ambos son susceptibles de consumo). Viéndolo en términos radicales, la economía imperante desea únicamente aquello que ha puesto en el otro: su facultad de consumo, su poder de adquisición, esto es, de mantener en circulación el capital que ella misma le ha proporcionado. Quien es incapaz de participar en esa dinámica de circulación –tal vez porque es un cuerpo considerado incapaz de contener valor alguno– simplemente es indeseable
Una compañía contrata principalmente lo que desea encontrar en un sujeto, por ello hasta las reformas educativas están determinadas en buena parte por los intereses de la industria: los elementos empleables son aquellos que se adecuan a lo que la empresa "desea", a lo que ésta previamente ha ya puesto en sus candidatos a empleados. ¿No es acaso el mismo funcionamiento para los sitios que buscan pareja por internet? establecer los parámetros "deseados" y procurar que se cumplan, y mientras eso perdure, durará el "amor".
En última instancia, pareciera tratarse de una realidad semejante a la denunciada en el texto de Amós. Nadie compra a un "pobre" si no encuentra alguna utilidad (o deseabilidad en este caso) en él o en dicha compra. La cuestión es que hoy en día esta relación adquiere una forma de contrato, mientras unos jamás serán "comprados" –sea por su sentido de dignidad o porque no son capaces de contener el valor agregado o creado en ellos– otros entran en dicha relación de contrato: si son capaces de ser depositarios del deseo de la empresa, de los otros, de la economía deseante, serán deseados, y viceversa, a cambio de ser deseados, se vuelven materia disponible para ser portadores de lo que se desee en ellos. Aunque pudiera parecer una exageración, no es ningún secreto que para quien ha vivido la experiencia de ser deseado una de las torturas más intensas es la causada por el temor de perder aquello que lo ha hecho deseable (piénsese en el auge de la industria de la cirugía plástica para mantener la belleza y juventud, las luchas por puestos laborales, etc.), y perder con ello los beneficios que proporcionaba. Así como es vital ser deseado, este elemento puede convertirse en una cadena letal.

Una economía deseante se comporta como una divinidad egocéntrica y solipsista: ama, desea lo que ella misma ha puesto en el otro, en el fondo, el otro no es sino recipiente, es un espejo para mirarse a sí mismo. Tal vez ya no sea un ídolo que exige sacrificios sangrientos (Horkheimer) –es una economía que presenta un rostro más "humanista" en algunos casos–, pero los produce de cualquier modo, puesto que, en dicha divinidad, no queda espacio para el amor ni para el otro. Los seres humanos se vuelven sólo instrumentos, piezas de un mecanismo cuya única finalidad es mantener el flujo y funcionamiento de la economía (¿no giran de algún modo en torno a ello elementos como el plan de vida, el entretenimiento, los niveles de "madurez" –que sólo cambian el tipo y la cantidad de consumo–, etc., y que una vez que ya no se puede participar de ello se es desechado?). Por ponerlo en otras palabras, posiblemente lo más problemático de esta «economía deseante» es que se basa en una forma de deseo que suprime y somete al otro y que, inclusive, no sólo lo instrumentaliza sino que promueve que éste encuentre alegría y placer en el hecho de ser deseado aunque sea como instrumento.


La opción evangélica: la apuesta anhelante...

Ante una economía deseante, que propicia una especie de fiesta permanente, pero sólo para algunos, que amenaza con excluir a quien a perdido todo valor (a quien no es capaz de soportar el peso que implica «ser deseable») y que, no obstante no deja de hacer posibles muchos sueños y tiene muchas cosas buenas que ofrecer, Jesús presenta como alternativa una propuesta radical, subversiva y desafiante.
En primer lugar, optar por Dios y no por el dinero (Mamona). Esto implica hacer un uso distinto del capital. Es un hecho que nuestro mundo está construido de tal forma que hace cada vez más difícil considerar otra forma de vida que no sea la promovida por el neoliberalismo. Lo enervante de los sueños, cumplimiento de metas y deseos abundantes es altamente adictivo. Cuesta trabajo asumir una renuncia mínima, no se diga la pérdida. Jesús no es ningún iluso o ingenuo utopista, por eso propone un uso subversivo del dinero (tan lleno de injusticias) para la práctica de la justicia como expresión de que el deseo de su Padre se dirige también a los indeseables. El deseo de Dios por sus criaturas no es un peso sofocante que termina por excluir a quien no lo soporta, antes bien, sostiene a quien ya no puede con su existencia. Dicho de otra forma, el deseo de Dios es el anhelo que comparte con quienes ya no pueden con la vida...
Así, la fiesta no queda excluida de la vida, queda espacio para desear y soñar, salir con los amigos, gozar. No obstante, lo que hace posible la fiesta ya no es la lógica de la economía deseante, sino el cultivo de la justicia como expresión de amor al prójimo, efectivo y comprometedor. Cultivar la justicia no es expresión de un deseo sino de un anhelo, y el anhelo siempre nos rebasa. Por eso, la justicia es apertura del deseo, su liberación de su autoclausura mediante un ejercicio de libertad: reconocer los propios límites y a la vez comprometerse con algo distinto a lo propio ("creer que hay algo mejor que lo mío" decía Galeano). Esta búsqueda de la justicia no es una nueva ley o requerimiento para gozar o vivir, es su condición de posibilidad misma, pues sin ella, todo se va destruyendo. Sin el otro, el deseo se extingue, y se autodestruye.
Contra la lógica de Mamona, lo que sostiene y organiza la vida no se reduce al capital que se tiene –qué tan deseable se es–, pues el deseo de Dios incluye a los indeseables, revelándose así como un don gratuito, como un interés por lo concreto (por el ser humano concreto), y no como un medio de perpetuarse a sí mismo. El deseo de Dios perdura en esa capacidad humana de ir más allá del «valor», el cual puede terminar por sustituir a los seres humanos concretos, descuidando la práctica de la justicia y de la búsqueda de la coexistencia digna para todos. En la lógica de Mamona, más dependen los sueños, metas y anhelos de la posesión de dinero para su realización, más se es esclavo de él, y más difícilmente se sale de su lógica: cuando ya no se tiene dinero, se acaba "la vida". En la lógica de Jesús, a mayor gratuidad –y el compromiso mientras más gratuito más liberador– mayor es el riesgo, pero también es mayor la capacidad de hacer un uso distinto de los recursos, de aspirar a otros sueños, de no ser simplemente objeto de deseo sino también sujeto que desea con otros, o mejor, que anhela con otros. Así, el evangelio apuesta por descubrir que el ser humano puede ser no solamente objeto de deseo de otro, sino también ser sujeto anhelante con otros, que la vida en vez de ser un mero flujo de deseos que sustituyen a otros deseos –a veces pareciera que "eso" es la vida–, es más bien lo que desborda esos deseos, pues el anhelo nos saca de nosotros mismos, nos jalonea por aquello que aún no tenemos y tal vez no parece posible, y sobre todo, porque el anhelo siempre "pide que exista otro" reconociendo la carencia de cualquier poder sobre ese otro, llámese Dios, justicia, paz, hija desaparecida. etc. El anhelo nos abre...

Servir a Dios o al dinero. Esta disyuntiva puede ser más clara ahora: hay una forma de vivir, un lifestyle, que no es sino una forma de culto y que no sólo implica injusticia, sino que despreocupa de ella encerrando en el ciclo del «ser deseado». Dejar de consumir o no comprar ciertos productos no es una respuesta suficiente. La globalización visibiliza el hecho de que el dinero, de un modo u otro, pasa por "negocios sucios", por variadas formas de explotación. Desvincularse no es sino una reacción primaria que evita la complicidad en la culpa y, en el fondo, es un modo de mantenerse deseable. 
La alternativa evangélica consiste en asumir el riesgo de contaminarse, ocuparse menos de mantenerse puro y deseable y atender más a los indeseables (indeseables desde la perspectiva de la economía deseante). El hecho es que ciertas políticas económicas, de pensiones, de empleo e incluso de popularidad siguen vigentes y causando estragos en vidas concretas, por ello es que la alternativa implica esforzarse más en hacer más justo el orden y organización del mundo. La atención a los indeseables, lo mismo que el riesgo de "contaminarse" de "indeseabilidad" es la invitación a entablar otra clase de vínculos. Unos en los que «ser deseable» no sea la última palabra

Por tanto, nada de salirse del mundo, ni tampoco una existencia cínica ("de todos modos gente jodida y/o explotada siempre la habrá"). Ante todo, una mirada atenta y crítica, pues la lógica del capital –de la economía deseante– nos rodea y está por todas partes. En verdad parecería que no hay salida, y es ahí donde el deseo de la economía deseante nos encierra, pero es ahí donde el anhelo de la apuesta anhelante nos abre una puerta. El riesgo de contaminarse vinculándose con los indeseables es otro modo de decir anhelar con ellos, pues desde ahí es posible anhelar la justicia, y no sólo desearla. Cuando la realidad toca la carne, los rostros, lo concreto, sólo el anhelo parece suficiente, puesto que a diferencia del deseo, el anhelo no acepta apagarse. Anhelar con otros no se da desde la distancia, sino desde el vínculo, desde el compartir aquello que nos destruye como lo que nos mantiene vivos. La apuesta anhelante es la que es consciente de que no hay nada que asegure que funcionará o que tendrá éxito, ningún proceso natural ni evolutivo ni espiritual garantizan llegar... negar esto es renunciar al anhelo y dejarlo todo a la mecánica de un proceso sin nosotros. En este sentido, es pura gracia, pues nos implica hacer don de nosotros mismos también. La tarea nos excede pero no nos arredra ni nos disuade de seguir anhelando juntos de forma efectiva y vital.
Apostar por anhelar con otros otro modo de vivir, de coexistir no es fruto de un mero razonamiento ni de voluntad, implica también cercanía con otros, el aceptar otra forma de vida, para que, compartiendo el anhelo de justicia, de dignidad, de que la vida valga la pena ser vivida, nuestra apuesta, pese a todo, nos mantenga en la lucha y, para que otros y otras, puedan volver a apostar por ello... Quedarse en medio, tibio, en esa lucha, es autodestruirse, pues, como decía Gramsci, "vivir es tomar partido".

Ante el agotamiento del deseo, recuperar la capacidad de anhelo...





domingo, 11 de septiembre de 2016

El terrorismo de la misericordia

«Éste recibe a los pecadores y come con ellos»


Con frecuencia el uso del lenguaje religioso es un desafío. No sólo por la distancia temporal y espacial, sino porque se corre frecuentemente el riesgo de considerar a dicho lenguaje –junto con los gestos y acontecimientos que le dan contenido– como algo meramente "caído del cielo", sin ninguna clase de vínculo con su contexto histórico. Más aún, en algunos casos, como en el de la misericordia, se termina reduciendo el uso de ese lenguaje al ámbito de lo personal, con lo que se pierde la perspectiva de su original potencial subversivo y crítico, y a la vez creador .

Ciertamente, la misericordia del Nuevo Testamento no es ninguna novedad como tema con respecto del Antiguo. Ya se hablaba de ella como atributo divino mucho antes de que Jesús hubiera nacido. Sin embargo, las parábolas de la misericordia que aparecen en Lucas (Lc 15,1-32) parecen brindar una perspectiva desafiante típica de la propuesta de Jesús.

La ocasión de la presentación de las parábolas la propicia un gesto de Jesús: acogía a los pecadores y comía con ellos. Es dentro de este marco que conviene procurar leer las parábolas.

Las tres parábolas cuentan que algo pasa. Con la narración se ponen en evidencia y en juego una serie de lógicas que constituyen el corazón de lo que acontece –la lógica del lector, la del 'sentido común', la de algún protagonista de la parábola, la del Reino. Pasan cosas pues, y en eso, se da un conflicto de lógicas que permite reconocer que algo ha sucedido. En este caso, la lógica que genera contraste es la que corresponde a la misericordia. ¿Cuál es la lógica confrontada? En términos de la época, era la lógica de la Pureza. En téminos de nuestra época dicha lógica bien podría ser considerada como la lógica de la Seguridad.

El orden de la Pureza: políticas de Seguridad

Entre Pureza y Seguridad se da una analogía en términos de la función que desempeñaban. Por ejemplo, lo que en el libro del Éxodo aparece como idolatría, era una práctica considerada pecaminosa cuya consecuencia era algún tipo de castigo en forma de pérdida (de libertad, de salud, de territorio, de bienestar, de soberanía, etc.). Pecar no sólo era una traición a Yahveh, sino que ponía en riesgo la seguridad del pueblo. De hecho, continuamente en distintos pasajes del AT algún personaje preguntaba a algún otro «¿qué has hecho?» acompañando esta pregunta de algún temor por la seguridad y/o bienestar de sí mismo o del pueblo  (cuando Abram engaña al Faraón, cuando Jonás va en el barco evitando ir a Nínive, etc.). Evitar el pecado era una política de seguridad. En este contexto, en el que el sentido de lo comunitario o colectivo era mucho más fuerte hablar de seguridad no era sólo asunto personal, sino colectivo.
Por otra parte, los textos de Ex 32,7-11.13-14 y 1 Tim 1,12-17 son textos que presentan un tema común: la contención de la violencia. Mientras en Exodo Moisés "evita" que se desate la violencia (ira de Yahveh) contra Israel por su idolatría, en la Carta a Timoteo Pablo narra cómo dejó de ser perseguidor de los cristianos por misericordia de Dios. Cabe notar que son muy conocidos los textos del AT en que se evoca la misericordia de Yahveh para contener su ira (la cuestión de la ira de Yahveh no la trataré aquí). Concurren así los dos elementos de esta reflexión. Si contener la violencia es uno de los rasgos fundamentales del discurso securitario, bíblicamente la Misericordia es el medio por excelencia para contenerla, pues ¿qué violencia más amenazante y potente que la divina? No obstante, en la práctica se tenía una clara –y comprensible en términos prácticos– distinción en lo que respecta a políticas de seguridad: por un lado, la instancia política que era la Ley y que marginaba al individuo impuro, al portador del mal, del pecado, y por otro, la instancia teológica que era la misericordia de Yahveh, que siempre reaparecía cuando era necesario redimir la totalidad del pueblo. En otras palabras, la ley para los individuos, la misericordia para todo el pueblo.

Dado lo anterior, la práctica de Jesús de acoger a los pecadores y comer con ellos constituía un problema complejo: por un lado, era una imprudencia, un atentado contra la seguridad del pueblo. Por otro lado, al ejercer la misericordia recuperaba no sólo la dimensión teológica propia de la tradición bíblica, sino que su práctica iba más allá de la tradición, pues estaba orientada a redimir individuos concretos. Así, ante la práctica de Jesús, más allá de la cuestión moral entraba en escena una preocupación muy concreta y realista: ¿qué hay de la seguridad?


El individuo peligroso: el terrorista

Para comprender mejor tanto este aspecto de la práctica de Jesús como su posible potencial crítico respecto de algunos elementos de nuestra vida actual, conviene recordar la crítica que hace M. Foucault sobre el «individuo peligroso»: la sociedad no tiene derecho sobre el individuo más que a partir de lo que éste hace, en concreto, de un acto definido como infracción a la ley y que puede dar lugar a una sanción. Sin embargo, en la medida en que se ha puesto más énfasis en el criminal como sujeto del acto (el que lo comete), y más aún, conforme se ha visto al individuo peligroso como virtualidad de actos (el que puede hacer actos criminales), se le da poder a la sociedad sobre el individuo ya no a partir de lo que éste hace sino de lo que es, atribuyéndole prácticamente una naturaleza peligrosa. La figura que encarna este proceso es el terrorista. Esto se constata en las políticas adoptadas respecto de los musulmanes en Estados Unidos y Europa, pero también se aplica –en distintas formas– con migrantes, refugiados, habitantes de zonas marginales –no cualquiera entra en una Plaza Comercial–, homosexuales, etc. Cada vez más la seguridad implica partir del ser para elaborar las políticas públicas, y esto se nota más en algunos grupos que en otros. Por ejemplo, hay quien rechaza a los migrantes porque los considera delincuentes, a los extranjeros como portadores de virus culturales –"van a destruir nuestra cultura"–, a los homosexuales como signo de una degeneración biológica y moral, a los musulmanes como terroristas. A partir de tales concepciones, se elaboran políticas, leyes, orientadas a "proteger" y garantizar la seguridad del pueblo y de los intereses de quienes "no representan una amenaza", o al menos no tan fuerte, o que incluso se perciben como miembros benéficos de la sociedad.
Es cierto que hay muchas razones y factores por los que se enfatiza tanto la seguridad que ha llegado incluso a desplazar el tema de la libertad. No obstante, el hecho es que hay al menos dos polos significativos: la creciente disposición a la restricción de libertades con tal de garantizar la seguridad, y la creciente difusión de un concepto de libertad asociado a cierto estilo de vida que pide ser garantizado y protegido. Uno por miedo y otro por placer, ambos sectores recurren y se someten a las políticas de seguridad. Aunque la seguridad aparezca también como derecho humano, pareciera que ésta no puede ser para todos.

Jesús ¿un terrorista?

El tema de la seguridad de un modo u otro nos atañe e interesa. Sin embargo, parece ser que Jesús no sólo expuso su seguridad (integridad física) con su práctica misericordiosa –hoy diríamos "es libre, que haga lo que quiera"– sino que también afectó así los cimientos de su sociedad, de su estilo de vida, ya que apelando a la misericordia que contenía la peor de las violencias terminó sufriendo los efectos del desatarse de la violencia de la sociedad contra él. Su muerte no fue un accidente ni un fallecimiento, fue una ejecución pública (por eso afirmo que fue contra los cimientos de su sociedad y no fue un simple y fortuito linchamiento, los evangelios se esmeran en dejar ver eso). No importó que se comportara como Yahveh –no en el atributo de juez sino de misericordia–, ni que hubiera acercado a otros al Reino de Dios, Jesús era un «individuo peligroso». Acercándose a los portadores del mal, de la impureza, Jesús reactivó el potencial peligro que esos individuos representaban para su sociedad. Aunque éstos siguieran presentes en la sociedad, los puros podrían aducir ante la amenaza de castigo que jamás estuvieron de acuerdo, pero al aparecer alguien que no sólo los convoca y acoge, sino que lo hace emulando a Dios, expone a su destrucción el mismo sistema sobre el que su estilo de vida se había construido: la separación, el privilegio, la marginación, y sobre todo, la expulsión de la inseguridad. Efectivamente, si cumplir la ley garantizaba la salvación, no había más incertidumbre: cumple y vivirás.  Es el mismo discurso que condiciona la libertad para mantener una situación injusta. Evitar el riesgo de perder, de padecer, aunque sea a costa de otro se presenta como el imperativo implícito en toda nuestra forma de vida. Pero el olvido del prójimo, y más aún, de la misericordia, no hacía sino mantener vivo y latente un Dios –un otro– temido más que amado. Jesús, con su misericordia, puso en evidencia ese temor que produce aferramientos y cerrazones más empecinados que la razón más convencida.
La misericordia del Reino desató la violencia de quién vio amenazado algo de su propia vida, de lo que mantenía organizada su sociedad, aunque implicara la marginación y sacrificio de algunos, mientras que por otra parte, protegió a otros de esa violencia que pendía permanentemente sobre sus cabezas. Interesante paradoja: la misericordia en Dios contiene la violencia sobre el ser humano, la misericordia en el ser humano desata la violencia contra otro ser humano. Esto contrasta con la visión de la misericordia como algo que funciona de suyo infaliblemente, como algo meramente emotivo. La misericordia es hondamente sociopolítica, y sus implicaciones también se dan en ese ámbito. La misericordia que contiene la violencia contra unos implica disponerse a (la posibilidad de) padecerla. ¿No ocurre lo mismo con el padre de la parábola de los dos hijos, quien vive la violencia de ambos en dos momentos distintos? No es lo mismo proteger que contener. Lo primero tiende a anticipar, lo segundo no sólo padece los efectos de su acción sino que tiene una fuerte carga de presente. Como contención, la primera violencia que es contenida es la propia, no es cuestión del mérito de otro. 
Tal vez haya que decirlo sin tapujos, la misericordia reactiva el potencial nocivo o "terrorífico" del otro (¿no oponemos frecuentemente "peros" al discurso misericordioso? ¡Y no sin razón! pero es de llamar la atención la constancia de ese discurso interesado en «desactivar el potencial de daño del otro»), y a su vez abre una puerta a la posibilidad de que el otro pueda ser ocasión de alegría. La misericordia no niega ni desactiva el potencial violento del otro, pero hace posible que esa violencia encuentre un límite, una contención, o más aún, una superación. No a través de más atadura o exclusiones sino de un vínculo de reconocimiento mutuo, del optar por un uso distinto de la propia violencia, del esfuerzo de pensar y esforzarse juntos por coexistir (pudiera servir de muestra la película "La bestia/Danny The Dog" de Jet Li y Morgan Freeman). Todo esto implica probablemente algo de política, debate, tensión, buscar formas de coexistir, pero también da lugar a la posibilidad de descubrir la alegría de vivir porque el otro también vive.
Tal vez por eso hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte: porque es la superación de la violencia del ser humano contra el ser humano, la cual no se da por tolerancia o reglamentación extrema de protocolos de convivencia, sino en ese combate arriesgado por hacer lugar a otros, en ese movimiento que va de unos a otros.

El «terrorismo» de la misericordia 

Esto implica que el esfuerzo cristiano en la práctica de la misericordia ha de afrontar el reto de repensar la seguridad y sus políticas (que no ha de ser dejada de lado) pero de modo que no termine suprimiendo ni la libertad ni marginando, empobreciendo o excluyendo a otros. No se trata de salvar un sistema económico o un estilo de vida idealizado por una clase social, sino de seres humanos y del planeta en el que cohabitan. Más que nunca, la seguridad no puede ser considerada como tema obvio o neutro, pero del mismo modo, mucho menos la misericordia puede dejar de lado su intrínseca dimensión sociopolítica. Hablar cristianamente de misericordia significa también un modo muy concreto de contener la violencia de unos a otros, y por tanto, que nos exige abrir otros modos de afrontar nuestras tensiones y diferencias sin privar a otros ni de su dignidad, derechos, subsistencia o existencia. Todo esto no se da sin cierta pérdida. Como la que unos pueden temer y como la que otros pueden no estar dispuestos a aceptar (hablando del miedo y placer ya mencionados). En ese sentido hablamos del «terrorismo de la misericordia.»

A la luz del evangelio, posiblemente la misericordia sea la forma de amor que hace fiesta por la existencia digna del otro, al cual hemos podido ver como amenaza o enemigo, que hace posible esa existencia digna tanto en lo personal como en lo social, político y económico. Toda misericordia que no se involucre en esto, podrá ser loada y bien aceptada socialmente, pero puede no ser sino un medio más para mantener el estado de las cosas tal como está pero con la conciencia "contenta".

Mucho se ha hablado de la misericordia, mas me parece que en realidad, dadas las trabas y peros que ponemos y las difíciles preguntas a nivel práctico que nos plantea, sigue siendo un desafío a asumir con seriedad, ya que seguirá amenazando nuestras cómodas construcciones de modos de vivir que opriman, empobrezcan, marginen a otros... mientras que seguirá abriendo también posibilidades de una vida que festejar entre todos y todas...


"Mientras que el otro siempre es para nosotros amenaza de muerte, el creyente, en un movimiento irracional, también espera de él la vida. Dar lugar al prójimo será ceder el sitio –en mayor o menor grado, morir– y vivir. Eso no es pasividad sino combate para dar lugar a otros, en el discurso, en la colaboración colectiva, etc. Ese trabajo de hospitalidad respecto del extranjero es la forma misma del lenguaje cristiano. […] Al rehusarse a tomar el lugar de la verdad, así pueden [los cristianos] confesar su fe en lo que nos atrevemos a llamar Dios; Dios, indisociable para nosotros de la experiencia que torna a los hombres irreductibles y necesarios a la vez unos a otros." (M. De Certeau)






domingo, 4 de septiembre de 2016

Del placer de consumir al gozo de darse...

"El capitalismo ha consistido en la reducción en última instancia de todas las relaciones a relaciones de producción. […] El derrocamiento del capitalismo vendrá de aquellos que consigan crear las condiciones para otro tipo de relaciones." –Tiqqun
De entre la amplia de gama de textos evangélicos que podrían resultar desafiantes y hasta amenazantes, y tal vez incluso más que los apocalípticos, resaltan los que relatan la llamada al seguimiento de Jesús. No sólo su alta exigencia sino incluso su aparente inviabilidad universal –pareciera que no todos pueden vivir una forma de vida así– hacen de dichos textos objeto de continuas acrobacias de interpretación para hacerlos "accesibles" y, por lo general, terminan en una especie de estado disposición del ánimo que, dentro de lo que cabe, hace el bien a otros, relativiza esa "irracional" o "anacrónica" propuesta de vida –a veces con una culpa que permanece pese a todo: "está muy difícil, no puedo vivir así"– y deja intacto el mundo.

No obstante, nada más lejos del evangelio que una conversión que deja todo igual. La propuesta es claramente desafiante. Por otra parte, es claro que Jesús no conoció el capitalismo y más que plausible afirmar que ni siquiera lo tenía en mente. A pesar de ello, creo no es descabellado lo que estoy por proponer como ejercicio de cristianismo tomando como base la realidad del contexto neoliberal en que vivimos. A partir del texto de Lc 14,25-33 hemos de seguir la línea marcada por Jesús en ese relato: cuestionar a través de la figura de la «posesión de bienes» una organización social, política y afectiva

La peculiar lógica de Jesús sugiere una relación estrecha entre seguimiento-discipulado, la cruz, la familia (vínculos socioafectivos), costo de una lucha/proyecto, y los bienes. No obstante, la conclusión del texto sugiere que lo referido a los bienes parece ser una especia de conclusión que incluye todo lo anterior: "así cualquiera que no renuncie a sus bienes no puede ser mi discípulo". La clave de lectura es, por tanto, la «posesión de bienes». ¿Qué está involucrado en el «despojarse de los bienes» exigido por Jesús? Para aclararlo mejor el alcance de esto presentaré algunos enfoques sobre el poseer desde nuestro contexto actual.

Poseer: la institución del placer

Poseer (bienes) es una práctica de placer hecha posible por un Derecho –es decir, permite usufructuar, la etimología remite a un disfrute. "Puedo disfrutar de esto o aquello porque me pertenece, puedo hacer de ello lo que quiera porque me pertenece." Lo importante aquí es que es una institución, una realidad externa (el Derecho, un Pacto o el Sentido común) lo que me permite y autoriza a poseer algo. Así, el derecho de propiedad no sólo posibilita el desarrollo económico, o social y "evita" el conflicto social asignando límites a cada uno, sino que constituye la base del placer en la sociedad, instituye un placer permitido, o mejor, "humanizado". Las continuas exigencias de tener algo propio (cuarto, teléfono, cama, territorio) como condición para disfrutar son muy notorias. Esto no niega a la transgresión como factor posible de placer, sin embargo, pudiera decirse que la raíz del éxito de una organización social o política radica no sólo en los males que evita sino en los placeres que procura (p.ej. el capitalismo). Mientras estos placeres forman parte de lo que mantiene unido a un grupo social, la transgresión implicaría una amenaza a la unidad y se procedería a la exclusión del transgresor. Así, el goce aparece como factor político.

Ahora bien ¿qué ocurre si los placeres procurados por un sistema aumentan de manera exponencial? ¿si lo que ofrecía cierta satisfacción se vuelve fugaz y lo único que se desea es el cambio de objeto de deseo por el puro placer de cambiarlo? (como cuando un objeto nuevo pierde su encanto al ser poseído, o una pareja deja de ser atractiva al momento de ser "alcanzada"). El placer de poseer se convierte en ejercicio de poder de destrucción: reemplazar un objeto por otro, un deseo por otro, sin cesar, cada vez más rápido, desechando el anterior. De ese modo, el placer de poseer se vuelve fin a sí mismo, gesto de continua destrucción.

Del poseer bienes al poseer como Bien

En el caso del capitalismo contemporáneo, éste no sólo ha favorecido la satisfacción y multiplicación de los deseos de sus clientes/usuarios, sino que ha llevado este elemento hedonista más allá de la estructura social y política, hasta colocarlo en el corazón mismo de los individuos. Mientras la Ley o Pacto social eran los garantes de la posesión, y por tanto, los que permitían el placer de forma libre y sin pena, en la actualidad es el sujeto mismo, su deseo, incluso lo divino o la naturaleza, los que garantizan ese permiso de gozar. "Vinimos a gozar" y es incuestionable desde esa perspectiva (muy capitalista). La (capacidad de) posesión de bienes se transforma en la designación del poseer como el Bien (tal vez absoluto) del individuo. El problema de esto es que deja fuera la esfera social y política, de modo que los otros dejan de ocupar un lugar constitutivo en la experiencia del placer. "Disfruto y gozo porque esa es la ley de mi existencia." Ya no es necesario garantizar el gozar a todos, pues el rol de éstos ya no es el de posibilitar mi placer como sujetos –de los que depende mi posibilidad de acceder al placer como "permiso"– sino como objetos –deben de estar ahí para que yo los posea, los goce. Los otros se vuelven objetos de deseo y, por eso, objetos a poseer. Sin algo deseable, los otros se vuelven insignificantes, invisibles.

No importa cuanto nos esmeremos en señalar que las personas no son objetos, el principio de gozar y/o disfrutar instalado como ley en el núcleo mismo de los individuos nos impone una relación con las cosas y con los demás que, mientras nos lleva a buscar obtener del otro lo que se desea –y desecharlo cuando se antoje– nos ata más tremendamente a ellos. Tal vez la forma más extrema sea la del "deseo de ser deseado". Lo que se quiere obtener del otro es su deseo, su aspecto más vital y a la vez expone al sujeto a su destrucción, pues al volverlo objeto de deseo, asume que pronto será sustituido por otro. No en vano se enfatiza cada vez más que la belleza no es lo exterior, pues se trata de volver cada vez más abstracto lo que se quiere, lo que cuenta, lo que vale (lo mismo que ocurre con el capital financiero) al grado tal que, lo que se ve se vuelve desechable mientras que lo deseado se nos escapa. De ahí el auge de una espiritualidad centrada en el alma, en la belleza interior, más que en la lucha por lo material, por dignificar lo sensible y visible. Sólo parece quedar la tristeza de saberse en proceso de ser obsoleto, como ser reemplazable, de validez fugaz, y por ello, "gozar el presente, pues es lo único seguro."

En apariencia, lo único que queda es explotarnos unos a otros porque nos es imperativo gozar, y somos nosotros mismos quienes nos damos el permiso. No hay nada más que buscar. Lo que antes era un placer humanizado, instituido sobre un modelo social-humano, ahora es el placer cosificado, sobre el modelo de las cosas. Ningún moralismo aquí, sólo un intento de constatación del por qué la satisfacción no sólo se ha vuelto objeto de primera necesidad sino también casi imposible (¿no estamos acaso en una sociedad que tiende frecuentemente a la depresión, a la insatisfacción?): así funciona la maquinaria capitalista, así funcionamos nosotros. La condición del placer de vivir es funcionar como una fábrica, o como una máquina de consumo.

La vida de las cosas es la vida del ser humano

La relación que el ser humano establece con lo que lo rodea determina no sólo lo que son las cosas para él, sino la organización y distribución del mundo, cosas, espacios, relaciones... y por ende, determina también al ser humano. En este sentido, poseer es ser poseído. No hay posesión que no remita a una fuerza, organización, ordenamiento que la legitime y/o decrete. La palabra "mío" expresa un acto de poder, de fuerza, pero es precisamente lo que da validez y fuerza a esa palabra lo que confiere validez y fuerza a lo que pretende ser quien dice "mío": un posesor, propietario. Lo que soy lo soy gracias a lo que me permite poseer. En este caso se habla de un Derecho, Pacto, un Estado, o cualquier institución que presupone cierta autoridad. "Yo lo encontré", "yo tengo la pistola", "me lo dio mi abuelo", "es la herencia de mis padres", todas estas expresiones remiten a una lógica que presupone tener la autoridad y poder para dar forma a las relaciones entre individuos y a sus relaciones con las cosas, e incluso a la identidad misma ("es mi nombre, mi historia"). La vida de las cosas es la vida del ser humano. Esto es algo de lo que Marx pone en evidencia con su teoría del fetichismo de la mercancía. Por un lado, el uso de las cosas modifica y altera las relaciones humanas, sus mismas capacidades, disminuye unas y potencia otras, y así la "vida de las cosas" (su uso, con qué se complementa, etc.) termina determinando dichas relaciones. Para entender esto piénsese en el uso de un automóvil, cómo va modificando no sólo nuestros hábitos, sino nuestras capacidades (para bien y para mal) y a la vez, cómo muchos de nuestros hábitos terminan siendo determinados por las "necesidades" del vehículo: ir a la gasolinera, al taller mecánico, llevarlo a lavar, etc. 

"Nada es gratis en este mundo", esta expresión cada vez más comúnmente escuchada y afirmada combinada con la de "vinimos al mundo a gozar" constituye una fuerte expresión del proceso de consolidación de la relación de propiedad/posesión como la "única posible". Estar en el mundo implica tener algo que otro desee, o morir. Asimismo, el poseer se caracteriza también por conferir dominio y autoridad total sobre algo, sobre su uso y existencia. En otros términos, poseer es, por un lado, el poder de decisión sobre la vida/muerte, existencia/destrucción de algo, y por otro, la pretensión de poder de extraer lo que se quiere, desea o necesita de algo de manera justificada ("tener permiso, autoridad para"). Sin la pretensión de estar justificados para extraer lo que se desea, y sin el poder decidir sobre la existencia o destrucción de algo no se hablaría de posesión sino de robo, abuso, de crimen. A partir de esto, se comprende cómo en la Antigüedad la mujer era posesión del varón, marido, padre, etc., y por tanto, este podía disponer de ella a su antojo, aunque también ciertas cláusulas ponían límites: había que preservar lo que la hacía valiosa para poder obtener mejor beneficio, su virginidad por ejemplo. Si pensamos en la actualidad, notamos cómo el abuso de los recursos naturales refleja claramente una mentalidad de posesión: podemos extraer lo que deseemos de la naturaleza, determinar su preservación o destrucción. Lo mismo ocurre con la gran cantidad de aparatos electrónicos, e incluso con las personas. La relación de posesión o de producción determina en buena parte los vínculos interpersonales contemporáneos, así como sus ideales y sus incesantes frustraciones. Vivir para mantener en circulación los objetos de consumo, para convertirse en objeto de consumo o en consumidor de otros. Consumir es la nueva forma de poseer, pues implica no sólo un cambio continuo sino también el disfrute y la destrucción de lo consumido. En continuo desecho de sí mismo y de otros, el reto del ser humano de nuestra época consiste en superar la ilusión de que la forma de relación típica del capitalismo, el consumo, es no sólo la forma relacional por excelencia sino la única viable. En este contexto, el evangelio propone un gozo que pasa por la transgresión, la subversión de lo instituido. Por ello permanece la validez y fuerza así como lo radical y provocador de la afirmación de Jesús:"así cualquiera que no renuncie a sus bienes no puede ser mi discípulo". 

¿Podremos establecer relaciones de otro tipo, no sólo a nivel interpersonal sino también social, político, económico? Ese es el desafío del evangelio...

En otros términos, se trata de emprender y hacer sostenibles con otros, y de forma organizada, otras formas de relación distintas a las de consumo, de posesión o propiedad. Tales relaciones no sólo implican reconfigurar las relaciones afectivas y el orden sociopolítico, sino también el coraje y osadía de atreverse a «no ser» y a conocer fuentes de placer y goce distintas, mediante un compromiso inteligente, compartido, arriesgado: el gozo de la gratuidad por ejemplo, el gozo de tomarse en serio como partícipes activos en la lucha del Reino, el gozo que va de unos a otros, que se hace posible con Otro... no como un gran sistema, sino como lo que se va construyendo en espacios limitados, compartidos... Pasar del placer de poseer al gozo de darse... o más aún, del placer del consumo al gozo de darse.








Nota: "La cuestión no es vivir con o sin dinero, robar o comprar, trabajar o no, sino utilizar el dinero que tenemos para acrecentar nuestra autonomía en relación a la esfera mercantil" –Tiqqun.



lunes, 29 de agosto de 2016

La libertad de empeorarse, fiesta para todos

¿Qué hace virtuosa y honorable a una persona?
El texto de Lucas (14,1.7-14) presenta una situación en la que las personas buscan ubicarse en los mejores lugares. Este gesto no es simple comodidad o practicidad, es reflejo de una comprensión del orden social en el que el mejor lugar está reservado para quien tiene mayor honra, jerarquía, y en contexto de la Antigüedad, mayor virtud. Dado que el objetivo de leer el evangelio no es repetir una realidad antigua, haré el intento de ponerlo en tensión con nuestra realidad actual, y ver qué resulta...

Para cierta tendencia de espiritualidad/psicología que ha ido ganando fuerza en los últimos 20 años, la virtud o el honor no son sino expresiones del «éxito». Una persona virtuosa se reconoce por su éxito, por su espíritu y "actitud". Se da un lugar especial a quien tiene siempre algo positivo, a quien en vez de dar problemas, busca soluciones, etc. De hecho, el rendimiento y la responsabilidad personal de mantener siempre una visión y actitud positiva y, claro, ser humilde, son considerados virtudes. Ante esto, nadie negaría a los textos bíblicos autoridad, ya que, al enfatizar ser humildes, "todo el mundo" estaría de acuerdo. Se podría decir, inclusive, que la propuesta de Jesús de invitar a los pobres se parecería a la iniciativa de un patrón o propietario de empresa que, sin ser su obligación, organiza fiestas y eventos para sus empleados. Organizar una fiesta así sería expresión de gratitud y de generosidad. (Esto puede ocurrir, y claro, no creo que sea de lamentarse que las personas se vuelvan humildes y esforzadas ni que se organicen fiestas en el trabajo). No obstante, el evangelio no se reduce a un mero dictado de principios de comportamiento a modo de una programación o fórmula de éxito (o de asegurar la "vida eterna"). De hecho, la lógica de la virtud y honor apenas descritos son presentados a manera de mandatos o principios que han de ser observados y cumplidos si se quiere vivir una vida plena y cuya efectividad está garantizada. La desgracia y el éxito son responsabilidad directa de la persona –incluso así lo sugieren las "leyes de atracción"- y la situación política, social, económica, la organización de la empresa, de la sociedad, o de la empresa, poco tienen que ver, o no son cuestionadas. La virtud es la autosatisfacción (o una vida satisfecha), la autorrealización. El lugar que se tiene en la vida es el que cada uno se ha ganado... Todo esto es en buena parte expresión de una mentalidad empresarial, o mejor dicho, de un proceso de transformación de las personas en empresas, lo cual no sólo apunta a que éstas sean mejores empleados, sino a que encuentren mayor dificultad en cuestionar la lógica de la empresa dado que es la misma lógica con la que las personas entienden y organizan su vida, por lo que su "éxito" depende de esa lógica, "el éxito de la empresa es el éxito de la persona". Así, el círculo se cierra. No hay salida... porque no se requiere salida, se pretende que sea un "círculo virtuoso" y para ello se pretende eliminar la capacidad de reconocer lo negativo y lo estructural: todo ha de ser positivo, todo es cuestión de actitud. Lo negativo o es negado o es reducido a mero "obstáculo a superar". Al ser todo cuestión de actitud, el mundo, las instituciones, pueden permanecer igual, al fin y al cabo, la libertad sólo ha de funcionar en el terreno de las actitudes, jamás en el mundo que afecta a otros. En este sistema la única libertad válida es la que se limita a mejorarse a sí mismo (y cree que así mejora el mundo), a asegurar su lugar, o bien, a volverse pieza más útil, engrane más eficiente, creyente más obediente y bueno. «Confía en el sistema, y él te protegerá», es decir, sé humilde, ocupa tu lugar en él, aprende las reglas, y tendrás lugar. Esto aplica en ámbitos como la vida amorosa, la amistad, grupos religiosos, etc. En este contexto, la propuesta de Jesús de ocupar el último lugar, ¿no sería hoy acaso la provocación de una libertad que se atreve a desafiar una lógica que pretende imponerse hasta en el inconsciente como supuesto deseo de realización? Jesús rompe la lógica que posiciona: si mi deseo máximo ya no es el posicionarme, e incluso si me coloco en el último lugar, en el de los «desposicionados» ¿cuál sería el anhelo y perspectiva que guiarían mi libertad? En este sentido, la libertad del evangelio hace posible «empeorarse». Empeorarse por al menos en tres razones:

1) Porque expone la libertad a la posibilidad de conducir efectivamente a algún mal mayor, aún con buena voluntad. El discernimiento no elimina esa posibilidad. De otro modo, la libertad no sería sino la misma pantomima señalada antes, se vale ser libre "en apariencia". Esto no justifica ningún error o acción terrible cometida en nombre de la fe, sino que permite ser conscientes de que siempre es posible errar y también de que la libertad hace posibles males no deseados o planeados. Tal vez por eso el conservadurismo mira siempre con recelo a la libertad y es más afín a la ley. Curiosamente, tanto posturas conservadoras como liberales se benefician de este principio de libertad: esclavizar(se) libremente, exponer(se) libremente a los males que pueda producir.
2) Porque hacer posible que mejore la situación de otros (o más bien, de todos) puede implicar  alguna pérdida. Por más que los optimistas quieran decir que nunca se pierde, sí hay pérdidas objetivas y no se tiene garantía absoluta de que algo funcione como se planeó o deseó. Quien reduce sus ganancias para que otros vivan mejor no cuentan con la garantía de que lo que aporta a otros sea usado para bien siempre o completamente.
3) Porque es una apuesta por algo cuyo éxito no está asegurado ni se cuenta con certeza de que el resultado sea el esperado. Es una apuesta no por el resultado, sino por la acción misma. Aunque eso no obsta para hacer la crítica pertinente como lo hizo Pablo: si alguien da la vida para que seamos libres y empleamos esa libertad para volvernos a esclavizar o peor aún, para oprimir a otros, la opción no puede ser volver a atrás y quitarnos la libertad sino provocarla... Desafiar a una realidad, una lógica, un sistema, una institución o situación que oprime a algunos, a muchos o a todos, mientras me ofrece un lugar seguro sólo puede ser o un acto de locura o de libertad o de amor. Luchar por un mundo justo no tiene garantía de éxito, pero la esencia de esa lucha está en mantenerse como tal, como lucha... la esperanza es resistencia militante.
Ocupar el último lugar es esa libertad de «empeorarse».

De la pretensión de asegurarse un lugar deriva otro fenómeno relevante e inherente a la lógica empresarial neoliberal –por más que se quiera enfatizar el trabajo en equipo, o el rendimiento laboral como expresión de una realización existencial, o la responsabilidad social–: la competencia, o en otras palabras, la lucha por los lugares. ¿No es acaso un hecho que, como dice un científico francés (M. Lussault), hemos pasado de la lucha de clases a la lucha por los lugares (de la lutte des classes à la lutte des places)? No sólo por territorios, sino por ubicarnos en donde el potencial económico y relacional se maximice. Colocarse donde se gane más o por lo menos, no dejarse quitar el lugar. La lucha por los lugares es la ley en un contexto de precariedad laboral: asegurar un puesto de trabajo, y para ello hay que rendir, aguantar, ser mejor que otros, desconfiar de otros... y a veces ser más barato.  En un tiempo en el que la movilidad es fundamental (no sólo en sentido físico, sino también afectivo, laboral, existencial, pues la flexibilidad es altamente apreciada), la lucha por los lugares es más que actual. "No te quedes demasiado conforme con el lugar que tienes, pues puede llegar otro que lo ocupe con 'más derecho' que tú –porque rinde más... o porque pide menos que tú... o porque tiene 'algo más que tú'... o porque ofrece algo más o mejor que tú–, sé humilde, rinde más, produce tu valor para que te asciendan, para que te conserven, posiciónate". Así podría pretender leer el evangelio esta espiritualidad "empresarial" que hace de la virtud el valor creado por uno mismo para sí mismo, pero el evangelio propone algo que no enriquece ni "posiciona" a un individuo sino que, como testimonio de una realidad que irrumpe en nuestro mundo, anuncia un mundo que no se basa en el "valor" sino en el amor y la justicia, buena noticia para los des-validos y desposeídos, y por tanto para tod@s.

La lucha por los lugares, motivada por una espiritualidad de la excelencia, del rendimiento, de la autorrealización, aun cuando pretende dejar fuera la conflictividad con los demás, lleva implícita una violencia mayor: hay que crear el valor propio, posicionarse en el "mercado de la vida", pero resulta que lo que me da valor, me pone en contra de otros. La lógica que me asegura el ser y el vivir me implica ver como amenaza lo que esa misma lógica produce en otros, su valor para ser y vivir. En otras palabras, el ser humano se vuelve enemigo de sí mismo. Es la tortura perfecta: ser más humanista y considerado con los demás y a la vez mantenerlos a raya o fuera de la competencia. Esta paradoja insoportable hace enloquecer: Valorar al otro y odiarlo/temerlo por su valor. Valorarse y ser amado/odiado por ello. En última instancia, mientras el ser humano se vuelve dependiente de su «valor creado», de sus méritos, de su rendimiento y éxito lo que engendra es más violencia, sea porque no es reconocido, porque no es suficiente o porque al ser reconocido y suficiente se vuelve amenaza.

Ante este panorama, la opción más realista y viable para vivir parece ser anteponer sobre el aprecio del otro la lucha por los lugares: el otro podrá ser valioso, pero primero hay que asegurar el propio lugar. Aparentemente, se trata de un mal imposible de superar, trágico, por tanto inevitable, "necesario"...

Ante ese pretendido realismo que propone instalarse en el mundo para gozarlo mientras dure, aunque sea a costa de otros, el evangelio propone algo más desafiante: la fiesta de los pobres. Organizar el vivir y más todavía, el gozo de vivir, no desde la perspectiva de la lucha por los lugares sino desde la precariedad común. Esto quiere decir, en primer lugar, pensar y organizar la realidad no desde las necesidades de una economía que desea crecer, o de una sociedad que quiere "lo mejor", sino desde la realidad de una humanidad que cada vez está más expuesta a la escasez de recursos, al desempleo, al aislamiento social y afectivo. ¿No es esto acaso organizar una fiesta con una perspectiva de poca retribución de los recursos invertidos? Nada de romanticismo sobre una fiesta de pobres. Tampoco un pesimismo que decreta "vivamos bien mientras podamos", sino el gesto desafiante de asumir la negatividad, la carencia y límites de nuestra situación para plantearse preguntas en común, para replantearse la vida y convivencia con libertad, pues la fiesta, desde la Antigüedad, es el espacio de la libertad, espacio en el que se suspendía el ritmo de la vida para que ésta pudiera ser vivible, orientada y reorganizada.

En segundo lugar, no pensar ni organizar la sociedad desde la perspectiva de las "necesidades" sino de la justicia. Esto permite cuestionar las necesidades creadas, lo mismo que cierto estilo de vida, desde una búsqueda común de justicia, de lo que haga posible la fiesta, la alegría de vivir, o en términos de W. Benjamin: del Bien que hace posibles todos los bienes –y que éstos sean "bienes" y no males– para todos. Que todo ser humano tenga lo digno y justo, para comer, habitar, existir, amar, no es asunto de necesidad sino de espiritualidad, he ahí la justicia del Reino, la justicia del amor, la que ama al ser humano.

Ciertamente, el evangelio no es recetario de propuestas o soluciones para nuestras problemáticas. Es el desafío de hacer entrar en nuestro mundo una perspectiva que no sólo pone en juego todo, sino que se ocupa de hacer posible y de hacer lugar a lo que no lo tiene, a lo que no se dará de forma "natural" sino desde la libertad comprometida, desde la hospitalidad de unos a otros: el amor que nos hace vivir y coexistir, pues amor y justicia se dan sólo en y como relación con otros.

Invitar a los pobres a la fiesta es repensar y reorganizar junto con otros, en especial con quienes son des-validos (tanto impedidos para su autonomía como despojados de valor y significado), nuestra vida, sociedad, y mundo, de modo que cohabitemos en justicia. ¿Por qué es fiesta? porque es espacio para que irrumpa en nuestra historia una alegría para todos, para los excluidos de ella; la alegría de apostar porque la injusticia no sea la última palabra, la alegría del amor que nos anima a esa apuesta, la alegría que va de unos a otros...

Me parece que esta lectura sociopolítico-espiritual traduce lo que plasma Hebreos (12,18-19.22-24) cuando afirma que nos hemos acercado al monte y ciudad del Dios viviente, a la asamblea de los justos, al Dios que es garante de la justicia, a Jesús el mediador de la Nueva Alianza... pues el Reino no es sólo un premio o un instructivo de virtudes, sino un mundo gestándose en este como promesa...