martes, 20 de septiembre de 2016

Entre la economía deseante y la apuesta anhelante...

Dios o el dinero. La disyuntiva planteada en Lc 16,1-13 no es fácil. En primer lugar, porque hay una sutil trampa oculta en la lectura ordinaria de semejante contraposición –dejando de lado otras lecturas que a lo largo de la historia se han hecho con resultados no muy evangélicos. En algunos casos dicha afirmación de Jesús conduce a privilegiar las cosas de Dios por encima de las cosas económicas. Esto es, a ocuparse demasiado del cumplimiento de la normativa religiosa por querer servir a Dios (reduciendo el «servicio a Dios» al mero ámbito moral y litúrgico) y desentenderse de la vida económica (ya no sólo de buscar la justicia, combatir la desigualdad, sino de al menos entender un poco mejor cómo funciona la organización y políticas económicas para no ser simples víctimas de la ignorancia y de la tecnocracia especializada). En otros casos, la lectura es mucho más "espiritual" favorecer lo abstracto por encima de lo concreto (las cosas materiales no son lo que vale, lo importante es tener a Dios con uno,  es tener el corazón puro, etc.), es decir, privilegiar lo que no se ve ni se toca como más importante y más verdadero en detrimento de las cosas y realidades que sí se ven y se tocan o se constatan. De ahí la tendencia creciente a ocuparse más de mantener un discurso "políticamente correcto" –y creérselo– mientras las prácticas efectivas realizan lo opuesto (como decir "no soy xenófobo, pero soy activo en la lucha contra la posibilidad de que un migrante tenga acceso a derechos en mi país, pues sabemos que traen consigo delincuencia o nos quitan empleos" como si diciendo "no soy xenófobo" se enunciara una verdad interior más profunda y por ello se neutralizaran los terribles efectos políticos de mi acción). Sin negar el grado de validez que puedan tener dichas afirmaciones, ambas son criticadas por los textos de Amós y Lucas (Am 8,4-7 y Lc 16,1-13). En ambos pareciera que, de un modo u otro, Dios aparece muy interesado en lo que sucede tanto a nivel de la realidad económica como de los concretos. Ante tales situaciones ¿qué proponer? El evangelio no ofrece un modelo económico concreto ni una acción demasiado específica (por lo demás sería una ingenuidad esperar que el evangelio, que fue escrito en el siglo I d.C. y para una realidad socioeconómica y cultural muy distinta a la nuestra ofrezca una solución universal), pero lo que ofrece no deja de ser una alternativa que valdría la pena tomar en cuenta...

La fiesta: fábrica de deseos

El texto de Amós presenta una situación sumamente interesante. En la Antigüedad las fiestas fungían como paréntesis o suspensión de todo el dinamismo de la vida ordinaria. Dada su índole religiosa, con tal suspensión remarcaban la supremacía del orden de los dioses por encima de las realidades y poderes terrenales. A su vez, las fiestas eran el espacio para el exceso y la abundancia, para experimentar que lo divino irrumpía en la vida de lo profano, y por tanto, se trataba de un exceso permitido por los dioses. De ese modo, la fiesta liberaba el deseo humano pero bajo la guía de los dioses, ya que era en honor de ellos, de sus hazañas, y conforme a su voluntad, que la fiesta tenía lugar. La fiesta fungía como fábrica de deseos, pero de deseos regulados conforme a los dioses. No en vano, la hybris o desmesura, era castigada terriblemente por los dioses griegos. En síntesis: la producción y proliferación de los deseos era una forma de culto a los dioses (¿acaso el ser venerado u objeto de culto no es sino suscitar y despertar deseos en otros?). 
Ciertamente, la forma de dichos deseos estaba determinada por la divinidad específica que era ocasión de la fiesta. Así estaban, por un lado, el rito, o la práctica social estructurada por el deseo divino, y por otro, el mito, o el deseo socializado organizado por la práctica divina. Es decir, se actuaba la pasión divina –lo que ocurría "en" el dios o los dioses– y se pretendía experimentar los efectos –la abundancia, la euforia, etc-– de las hazañas divinas. 
Todo esto pudiera parecer ajeno a nosotros, pero nada más lejos de la realidad. Actualmente presenciamos una especie de fiesta continuada y a la vez vinculada a la vida ordinaria –como veremos más adelante. ¿No es acaso la propuesta neoliberal una especie de fiesta continuada, un producir y alentar la proliferación de deseos y de sueños? ¿No es acaso en cierto modo la promesa del neoliberalismo: sueña, desea, pues lo que desees y sueñes será posible? Cuando la vida es para gozar, cuando lo importante es tener metas y muchos sueños por cumplir (un conjunto de deseos), e incluso cuando parte importante de la vida de las personas, mucho más en el sector juvenil, gira en torno a las actividades de esparcimiento y relax (antros, disco, fiestas, etc.) ¿no se trata de una especie de perpetuación de la fiesta en el sentido señalado arriba? (tal vez no sabemos si el trabajo es una pausa en la fiesta, o si la fiesta es una pausa en el trabajo, pero en sí, esta indefinición es esencial a nuestro tiempo) ¿Qué divinidad es el objeto de este culto? El neoliberalismo que hace posible esas libertades y posibilidades. (Aclaro que esto no implica que tener sueños, salir por la noche con los amigos, etc., signifique un sometimiento a ese culto, pero tampoco podemos considerarnos del todo ajenos a él en la medida en que estamos en el mismo mundo y en que guste o no, ocupa un lugar significativo en lo que hoy llamamos vida).

La fiesta de Yahveh, una fiesta de justicia

Si los deseos producidos por la fiesta están configurados por la divinidad central de esa fiesta, en el caso de Yahveh se trataba de deseos muy distintos a los de otras divinidades: el rito de renovar la Alianza representaba de forma visible el deseo-pasión de Yahveh por Israel y su gesto de elegirlo como pueblo suyo y de ser su Dios; el mito o el acto de contar los gestos y acciones liberadoras de Yahveh para con Israel daba forma al deseo del pueblo como restitución de libertad para otros. De ahí que renovar la Alianza era una forma de creer en Yahveh, mientras que liberar a otros era un modo de hacer memoria de lo que Yahveh hizo por Israel. 
A partir de lo anterior queda más claro por qué las fiestas resultaban un estorbo para quienes buscaban obtener mayor provecho económico y, en especial, para quienes engañaban a sus clientes más desprotegidos. Su fiesta era otra. La oportunidad de liberar los deseos y de gozar del bienestar común no eran buenos para el negocio. Sin embargo, como en todo, una buena teoría no asegura una buena práctica. Es posible que las fiestas estuvieran cada vez más enfocadas en lo litúrgico, o en la realización puntual de la celebración y no en la perduración del deseo de Yahveh. En consecuencia, la crítica de Amós es dura y clara: no basta con realizar la fiesta si al acabar ésta se entra en una dinámica de injusticia, abuso y opresión. La producción y proliferación de deseos, aun cuando sea un acto de culto en honor a Yahveh, puede ser una traición a él si no conlleva la instauración de un orden social más justo
Con el tiempo, esa situación se agravó en la medida en que la astucia mercantil posterior logró hacer de las fiestas también un espacio para el negocio. En pocas palabras, la actividad económica logró dos cosas: 1) evitar la suspensión de tiempo y ritmo de la vida típicos de la visión religiosa para consolidarse como práctica de un verdadero culto permanente. En cualquier tiempo y lugar, la actividad que permanece ininterrumpida es la económica (esto es lo que W. Benjamin señala cuando escribe "El capitalismo como religión"). La fiesta se rige ahora por la dinámica de la vida ordinaria, la establecida por esta lógica económica que invade todos los ámbitos de la vida y es una práctica ininterrumpida, a tal grado, que todo deseo debe cumplir con lo establecido por la divinidad en turno:  2) hacer de la producción y proliferación de deseos –sueños, metas, etc.– su actividad primordial (esto es lo que sugiere D.-R. Dufour, y que se constata en que consumimos más lo que deseamos que lo que necesitamos... y "lo sabemos"), de modo que, conforme a lo dicho, tales deseos de producen en conformidad con la divinidad del capital. El capital, que sólo busca reproducirse a sí mismo, y que lo hace mediante la producción de deseos –o mejor, de «deseables»– es una forma de divinidad, que aparece como omnipotente (¿qué no requiere hoy en día de capital o dinero para ser posible o accesible? ¿qué está fuera de su alcance? ¿quién puede vivir fuera de su rango de poder?). Dicho en términos bíblicos, se consolidó el culto a Mamona (así presenta el NT la relación con el dinero a modo de culto religioso).
No obstante, la crítica de Amós sigue vigente: deseo sin justicia apunta a la destrucción del deseo  y del deseante mismo. En términos actuales, correr detrás del cumplimiento de sueños, metas y deseos sin un compromiso con la justicia, aun cuando parezca que proporciona una vida satisfecha y feliz, no es sino un atentado contra sí mismo y contra otros. Mientras unos desean más poder, más capital y en eso se les va la vida –y se juegan vida de otros–, otros anhelan justicia, dignidad, que la vida valga la pena ser vivida.


El dios Mamona hoy: La economía deseante

Aunque la acción realizada por el mal administrador parece estar orientada a "ganarse amigos" que lo reciban, me parece que puede ser válida una lectura de su estrategia en términos de la economía contemporánea. Esta lectura la hago a partir de algunas premisas. Respecto del personaje: él mismo reconoce que carece de fuerza para trabajar, por lo que carece de valor alguno ante otros posibles patrones. Al no tener fuerza de trabajo, la opción factible sería la mendicidad, sin embargo, no tiene el valor para llevar una existencia mendicante. La solución ideada podría ser lo que hoy se llama: crear valor, o bien, «volverse deseable». (Incluso puede sonar como un caso real: el de un empleado que será despedido y que dada su edad y características personales ya no es sujeto viable de empleo, aún así, la alternativa permanece: volverse deseable o morir).
Respecto de nuestra realidad: Vivimos en una economía deseante. Lo que confiere relevancia y valor a los objetos, a las personas mismas, ya no es nada que pertenezca propiamente al mundo objetivo. El valor depende de que algo sea deseado. Existir y valer es ser deseado.  El capital contemporáneo es ser deseable. "Mientras más deseado/deseable más te compran, te consumen, te idolatran" (y quien venda el cómo ser deseable o lo deseable, tiene poder sobre los otros). La política cada vez más común de «crear valor» no es sino la expresión técnica de dicha economía deseante. Más que la fuerza de trabajo, o los recursos "explotables" de un individuo o territorio o cosa, lo que es fuente de interés y valor es que dicho recurso, individuo o cosa sea deseado por el sistema que emplea, que explota y que produce. Se trata de algo abstracto más que concreto. El objeto de interés no es aprehensible, o no del todo (o bien se desea un cuerpo perfecto conforme a un canon estético, o bien se vuelve deseable un cuerpo "imperfecto", ambos son susceptibles de consumo). Viéndolo en términos radicales, la economía imperante desea únicamente aquello que ha puesto en el otro: su facultad de consumo, su poder de adquisición, esto es, de mantener en circulación el capital que ella misma le ha proporcionado. Quien es incapaz de participar en esa dinámica de circulación –tal vez porque es un cuerpo considerado incapaz de contener valor alguno– simplemente es indeseable
Una compañía contrata principalmente lo que desea encontrar en un sujeto, por ello hasta las reformas educativas están determinadas en buena parte por los intereses de la industria: los elementos empleables son aquellos que se adecuan a lo que la empresa "desea", a lo que ésta previamente ha ya puesto en sus candidatos a empleados. ¿No es acaso el mismo funcionamiento para los sitios que buscan pareja por internet? establecer los parámetros "deseados" y procurar que se cumplan, y mientras eso perdure, durará el "amor".
En última instancia, pareciera tratarse de una realidad semejante a la denunciada en el texto de Amós. Nadie compra a un "pobre" si no encuentra alguna utilidad (o deseabilidad en este caso) en él o en dicha compra. La cuestión es que hoy en día esta relación adquiere una forma de contrato, mientras unos jamás serán "comprados" –sea por su sentido de dignidad o porque no son capaces de contener el valor agregado o creado en ellos– otros entran en dicha relación de contrato: si son capaces de ser depositarios del deseo de la empresa, de los otros, de la economía deseante, serán deseados, y viceversa, a cambio de ser deseados, se vuelven materia disponible para ser portadores de lo que se desee en ellos. Aunque pudiera parecer una exageración, no es ningún secreto que para quien ha vivido la experiencia de ser deseado una de las torturas más intensas es la causada por el temor de perder aquello que lo ha hecho deseable (piénsese en el auge de la industria de la cirugía plástica para mantener la belleza y juventud, las luchas por puestos laborales, etc.), y perder con ello los beneficios que proporcionaba. Así como es vital ser deseado, este elemento puede convertirse en una cadena letal.

Una economía deseante se comporta como una divinidad egocéntrica y solipsista: ama, desea lo que ella misma ha puesto en el otro, en el fondo, el otro no es sino recipiente, es un espejo para mirarse a sí mismo. Tal vez ya no sea un ídolo que exige sacrificios sangrientos (Horkheimer) –es una economía que presenta un rostro más "humanista" en algunos casos–, pero los produce de cualquier modo, puesto que, en dicha divinidad, no queda espacio para el amor ni para el otro. Los seres humanos se vuelven sólo instrumentos, piezas de un mecanismo cuya única finalidad es mantener el flujo y funcionamiento de la economía (¿no giran de algún modo en torno a ello elementos como el plan de vida, el entretenimiento, los niveles de "madurez" –que sólo cambian el tipo y la cantidad de consumo–, etc., y que una vez que ya no se puede participar de ello se es desechado?). Por ponerlo en otras palabras, posiblemente lo más problemático de esta «economía deseante» es que se basa en una forma de deseo que suprime y somete al otro y que, inclusive, no sólo lo instrumentaliza sino que promueve que éste encuentre alegría y placer en el hecho de ser deseado aunque sea como instrumento.


La opción evangélica: la apuesta anhelante...

Ante una economía deseante, que propicia una especie de fiesta permanente, pero sólo para algunos, que amenaza con excluir a quien a perdido todo valor (a quien no es capaz de soportar el peso que implica «ser deseable») y que, no obstante no deja de hacer posibles muchos sueños y tiene muchas cosas buenas que ofrecer, Jesús presenta como alternativa una propuesta radical, subversiva y desafiante.
En primer lugar, optar por Dios y no por el dinero (Mamona). Esto implica hacer un uso distinto del capital. Es un hecho que nuestro mundo está construido de tal forma que hace cada vez más difícil considerar otra forma de vida que no sea la promovida por el neoliberalismo. Lo enervante de los sueños, cumplimiento de metas y deseos abundantes es altamente adictivo. Cuesta trabajo asumir una renuncia mínima, no se diga la pérdida. Jesús no es ningún iluso o ingenuo utopista, por eso propone un uso subversivo del dinero (tan lleno de injusticias) para la práctica de la justicia como expresión de que el deseo de su Padre se dirige también a los indeseables. El deseo de Dios por sus criaturas no es un peso sofocante que termina por excluir a quien no lo soporta, antes bien, sostiene a quien ya no puede con su existencia. Dicho de otra forma, el deseo de Dios es el anhelo que comparte con quienes ya no pueden con la vida...
Así, la fiesta no queda excluida de la vida, queda espacio para desear y soñar, salir con los amigos, gozar. No obstante, lo que hace posible la fiesta ya no es la lógica de la economía deseante, sino el cultivo de la justicia como expresión de amor al prójimo, efectivo y comprometedor. Cultivar la justicia no es expresión de un deseo sino de un anhelo, y el anhelo siempre nos rebasa. Por eso, la justicia es apertura del deseo, su liberación de su autoclausura mediante un ejercicio de libertad: reconocer los propios límites y a la vez comprometerse con algo distinto a lo propio ("creer que hay algo mejor que lo mío" decía Galeano). Esta búsqueda de la justicia no es una nueva ley o requerimiento para gozar o vivir, es su condición de posibilidad misma, pues sin ella, todo se va destruyendo. Sin el otro, el deseo se extingue, y se autodestruye.
Contra la lógica de Mamona, lo que sostiene y organiza la vida no se reduce al capital que se tiene –qué tan deseable se es–, pues el deseo de Dios incluye a los indeseables, revelándose así como un don gratuito, como un interés por lo concreto (por el ser humano concreto), y no como un medio de perpetuarse a sí mismo. El deseo de Dios perdura en esa capacidad humana de ir más allá del «valor», el cual puede terminar por sustituir a los seres humanos concretos, descuidando la práctica de la justicia y de la búsqueda de la coexistencia digna para todos. En la lógica de Mamona, más dependen los sueños, metas y anhelos de la posesión de dinero para su realización, más se es esclavo de él, y más difícilmente se sale de su lógica: cuando ya no se tiene dinero, se acaba "la vida". En la lógica de Jesús, a mayor gratuidad –y el compromiso mientras más gratuito más liberador– mayor es el riesgo, pero también es mayor la capacidad de hacer un uso distinto de los recursos, de aspirar a otros sueños, de no ser simplemente objeto de deseo sino también sujeto que desea con otros, o mejor, que anhela con otros. Así, el evangelio apuesta por descubrir que el ser humano puede ser no solamente objeto de deseo de otro, sino también ser sujeto anhelante con otros, que la vida en vez de ser un mero flujo de deseos que sustituyen a otros deseos –a veces pareciera que "eso" es la vida–, es más bien lo que desborda esos deseos, pues el anhelo nos saca de nosotros mismos, nos jalonea por aquello que aún no tenemos y tal vez no parece posible, y sobre todo, porque el anhelo siempre "pide que exista otro" reconociendo la carencia de cualquier poder sobre ese otro, llámese Dios, justicia, paz, hija desaparecida. etc. El anhelo nos abre...

Servir a Dios o al dinero. Esta disyuntiva puede ser más clara ahora: hay una forma de vivir, un lifestyle, que no es sino una forma de culto y que no sólo implica injusticia, sino que despreocupa de ella encerrando en el ciclo del «ser deseado». Dejar de consumir o no comprar ciertos productos no es una respuesta suficiente. La globalización visibiliza el hecho de que el dinero, de un modo u otro, pasa por "negocios sucios", por variadas formas de explotación. Desvincularse no es sino una reacción primaria que evita la complicidad en la culpa y, en el fondo, es un modo de mantenerse deseable. 
La alternativa evangélica consiste en asumir el riesgo de contaminarse, ocuparse menos de mantenerse puro y deseable y atender más a los indeseables (indeseables desde la perspectiva de la economía deseante). El hecho es que ciertas políticas económicas, de pensiones, de empleo e incluso de popularidad siguen vigentes y causando estragos en vidas concretas, por ello es que la alternativa implica esforzarse más en hacer más justo el orden y organización del mundo. La atención a los indeseables, lo mismo que el riesgo de "contaminarse" de "indeseabilidad" es la invitación a entablar otra clase de vínculos. Unos en los que «ser deseable» no sea la última palabra

Por tanto, nada de salirse del mundo, ni tampoco una existencia cínica ("de todos modos gente jodida y/o explotada siempre la habrá"). Ante todo, una mirada atenta y crítica, pues la lógica del capital –de la economía deseante– nos rodea y está por todas partes. En verdad parecería que no hay salida, y es ahí donde el deseo de la economía deseante nos encierra, pero es ahí donde el anhelo de la apuesta anhelante nos abre una puerta. El riesgo de contaminarse vinculándose con los indeseables es otro modo de decir anhelar con ellos, pues desde ahí es posible anhelar la justicia, y no sólo desearla. Cuando la realidad toca la carne, los rostros, lo concreto, sólo el anhelo parece suficiente, puesto que a diferencia del deseo, el anhelo no acepta apagarse. Anhelar con otros no se da desde la distancia, sino desde el vínculo, desde el compartir aquello que nos destruye como lo que nos mantiene vivos. La apuesta anhelante es la que es consciente de que no hay nada que asegure que funcionará o que tendrá éxito, ningún proceso natural ni evolutivo ni espiritual garantizan llegar... negar esto es renunciar al anhelo y dejarlo todo a la mecánica de un proceso sin nosotros. En este sentido, es pura gracia, pues nos implica hacer don de nosotros mismos también. La tarea nos excede pero no nos arredra ni nos disuade de seguir anhelando juntos de forma efectiva y vital.
Apostar por anhelar con otros otro modo de vivir, de coexistir no es fruto de un mero razonamiento ni de voluntad, implica también cercanía con otros, el aceptar otra forma de vida, para que, compartiendo el anhelo de justicia, de dignidad, de que la vida valga la pena ser vivida, nuestra apuesta, pese a todo, nos mantenga en la lucha y, para que otros y otras, puedan volver a apostar por ello... Quedarse en medio, tibio, en esa lucha, es autodestruirse, pues, como decía Gramsci, "vivir es tomar partido".

Ante el agotamiento del deseo, recuperar la capacidad de anhelo...





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