jueves, 27 de junio de 2013

A Dios no se le ve mucho por aquí…




Hay una tremenda ausencia, se le percibe en el ambiente. La lectura de Hechos de los Apóstoles que narra el acontecimiento de Pentecostés lo describe así: Jesús está ausente. Interesante modo de hablar: está sin estar. Se parece al modo de hablar de la Promesa: está sin estar… aún; y al modo como hablamos de las cosas importantes de la vida: el amor, la libertad, la felicidad, la verdad, la amistad, todas ellas en realidad siempre están ausentes, no se ven. Vemos gestos, rostros, mas no son lo mismo, y no obstante, es mejor ver eso que nada, aunque sepamos que un rostro no es el amor, a veces sólo a través de un rostro podemos percatarnos un poco de su presencia.
En nuestro mundo Dios está ausente, no se le ve. La soledad toca cada vez más, y con mayor profundidad más vidas. La humanidad está ausente también… hay muchas personas tiradas en las calles, en las recámaras, en los desiertos. Hay quien se pregunta ¿dónde está Dios? ¿dónde está el amor? ¿dónde están los seres humanos? Aunque pocos se atreven a preguntarse ¿dónde está tu hermano?
Las ausencias invaden y el miedo nos vuelve ausentes, escondidos detrás de la máscara, detrás del deseo de felicidad-con-el-mínimo-riesgo-posible, detrás del mí mismo aparentemente imposible de romper, debajo de los buenos deseos.
Es curioso, parece que el «Espíritu» es una forma de asumir la ausencia (no de evadirla, ni taparla, ni suavizarla, sino de asumirla). Definitivamente a Dios no se le ve mucho por aquí, pero sí se ven muchos rostros desconocidos y de desconocidos. En realidad, al hablar del Espíritu, se habla de una promesa capaz de romper toda atadura y temor, incluso la de no ser comprendidos: en Pentecostés, todos entienden, pero para ello tuvo que romperse la paz del encierro, de la propia tranquilidad. No es algo que se provoca, cae como del cielo, simplemente pasa, es una gracia (las personas o situaciones que nos tensan y “ponen a prueba” no son escogidas, sólo llegan).
Escuché a un hombre que vendía paletas en la calle que empezó a hablar de Dios con otra persona. ¿Se entendieron? No. Pero por un momento, ese hombre se comportó como testigo de algo mucho más grande que él… que su medio de ganarse la vida. Se rompió algo… él mismo. A través del Espíritu, esa “ausencia” de Dios que nos permite hablar de él con mayor apertura (se experimenta más comodidad al hablar del ausente) y responsabilidad (recae sobre mí lo que diga sobre él), todo ser humano se descubre atravesado por algo que supera su autoestima, sus proyectos, sus derechos. ¿Quién puede dar paz a otro? Nadie, excepto quien toca en carne propia su dolor sin temor, sin amenaza de resentimiento y venganza: “la paz esté con ustedes… y les mostró las manos y el costado”. Quien tiene el valor de mostrar sus heridas, sin esconderse, sin amenazas ni deseos de venganza, dando paz ¿de dónde sale? Ese ser está ausente, ¿mentira? No, ausencia… está por aparecer. La ausencia es hacer un  espacio en nuestro mundo. ¿Dios está ausente? Es hora de hacerle un lugar en el mundo, ¿la humanidad está ausente? Hagámosle un espacio en nuestro mundo. Lo propio del Espíritu no es el poder ni la victoria, sino hacer lugar, espacio a otros, hacerlo juntos, por eso es amor… y si no se le ve, es porque hay que hacerle un espacio. El Espíritu no está en el interior, sino en el espacio que hacemos a otros… en el espacio que creamos con otros.

domingo, 23 de junio de 2013

Violencias del decir...

«De Dios decimos cosas que no nos atreveríamos a decir 
de una persona normal, mucho menos de un canalla»
Anthony De Mello

Hay una cierta violencia inherente al acto de decir. Pronunciarse sobre las cosas -cuanto más sobre las personas- es un acto de poder, o por lo menos de pretensión de poder. Pretender que lo dicho tenga que ver con el objeto, y que sea verdad del objeto, o que se pueda vincular al objeto implica cierto ejercicio de poder "violento". Sea que provenga del consenso colectivo -por el cual podemos entendernos, y que a la vez nos sustrae de una individualidad aislada, pues no existe un lenguaje individual- o de un acto de imposición por la fuerza -física, afectiva o racional- el hecho de decir algo sobre algo refleja cierta violencia, y cuanto más si es sobre una persona. La comunicación misma, aunque no pretendiera decir nada sobre nada más sino sobre sí mismo conlleva cierta violencia sobre sí mismo: limitarse, definirse, aunque sea parcialmente, mediante otro. A su vez, la posibilidad de que el otro comprenda lo que uno revela sobre sí está expuesto al malentendido, a la imposición de la propia percepción aunque sea sobre sí mismo. No hay comunicación sin irrupción de otro, sin que haya lugar en esa relación para otro. Por eso su presencia es también resistencia, de lo contrario, nuestro decir de él, sobre él, sería la violencia absoluta: su destrucción.

Es esta conciencia de la correlación entre discurso y violencia, entre lo dicho y la fuerza/ruptura que acontece en esa relación la que aparece, y parece dar cierto sentido, en el texto de Lc 9,18-24. 
La primera escena se refiere al decir: Jesús pregunta qué dice la gente sobre quién es él, para posteriormente preguntar quién dicen los discípulos que es él. La diferencia es sutil, la masa de la gente, la "opinión pública" hace sus conjeturas, pueden asociar a Jesús a muchísimas figuras sociales e históricas, pero siguen permaneciendo relativamente distantes a él. Los discípulos, lo que han compartido cierta intimidad, una relación más cercana han de ser capaces de decir algo más, o por lo menos diferente, de cuanto dice la "gente". La relación no puede ser igual. Lo que ellos digan sobre Jesús ha de tener un efecto diferente. 
Lo que la gente dice es un acto de presión y poder de la masa. Basta con ver lo que la opinión pública puede producir en la vida de adolescentes, famosos, etc., o incluso la violencia de sus reacciones ante quien no se dobla a sus expectativas para ver la fuerza violenta del "decir de la masa". Jesús acepta exponerse a ello, pero también a la violencia de lo dicho por sus discípulos. No es posible controlar lo que otros pueden decir sobre uno, aunque tampoco implica que todo lo que digan sea verdad… ni mentira. Abrir la puerta al decir de otros sobre Jesús es exponerlo a cierta violencia. La violencia que conlleva reclamo y negación ante la decepción o frustración, y la que implica exponerse a lo que pueda suceder en uno mismo por atreverse a pronunciarse. 

La segunda parte, la que desemboca con la paradójica lógica del seguimiento de Jesús, el que quiere "salvar" (aferrar, apropiarse) su vida, la pierde, y el que la pierde por causa suya la salva, es la que refiere a la violencia. Tres rasgos nos hablan de esa violencia:
1) La declaración de Pedro reconociendo a Jesús como Mesías de Dios. El Mesías no es sin más, en la tradición bíblica un portador de mensaje, es la irrupción misma de Dios en la historia, su entrada en escena. Irrumpir es desestabilizar, introducir cierta ruptura o subversión. En Jesús algo se rompe, se gira, algo sucede.
2) El anuncio de la Pasión como anuncio de una violencia que enmarca la misión de Jesús y del (anuncio del) discípulo. En efecto, se dice que es necesario que el hijo del hombre sufra, sea rechazado, etc., por los detentores del poder de la razón, del orden y de la historia. El evento mesiánico no se da en una ausencia de violencia, sino en un contexto cargado de ella pero en el que la violencia no aparece como última palabra. La resurrección aparece no como destrucción de la violencia, sino como una posibilidad de existencia en resistencia a ella. 
3) Las referencias al negarse a sí mismo y el tomar la cruz de cada día. Ambas acciones implican cierta violencia sobre sí mismo, no necesariamente como sufrimiento autoinfligido sino como condiciones de posibilidad del seguimiento. Negarse y tomar la cruz no significan aniquilarse o destruirse, sino estar expuesto libremente a cierta forma de violencia también.

Decir algo sobre Jesús, sobre Dios, sobre otros, implica cierta violencia. Sin embargo, el plus cristiano consiste en hacer que esa violencia del decir pueda pasar de ser negación del otro a creación de espacio para otro. Abrir la oportunidad al decir del cristiano sobre Jesús, además de exponerlo a atribuirle cosas que jamás se dirían de nadie más, y tal vez hasta inapropiadas o contradictorias, es introducir al cristiano en esa lógica en la que decir produce un efecto en él: Se vuelve capaz de ser afectado por Jesús, por otro, y a la vez hace lugar a otro. Pronunciarse evidencia la relación que establecemos con el mundo, con los demás, y de ese modo, hace accesible una conciencia más profunda sobre el mundo que se construye, y sobre uno mismo. Resistirse a pronunciarse o a utilizar alguna palabra en específico como medio de no participar en la violencia del lenguaje o de cuanto esté asociado a él no cambia una realidad: lo que hacemos con nuestro lenguaje y acciones es aquello que nosotros mismos somos capaces de hacer. Descargar sobre las palabras o sobre el lenguaje la responsabilidad es sólo una expresión más de un fetichismo mediante el cual se pretender negar la propia realidad y responsabilidad. Los eufemismos y silencios pueden ser las violencias y complicidades más sutiles y destructivas, ya que es un intento de deslindarse de la humanidad que es capaz tanto de lo más sublime como de lo más terrible.
La alternativa de Jesús consiste no en tratar de mantenernos al margen, sino de ponernos en juego. La violencia del decir sobre otro es espacio de apertura, de responsabilidad y de nueva creación. No se trata sólo de decir, sino reconocer que ese "decir" ha de hacer espacio a otro -que puede responder a su vez- y tener un efecto en nosotros, cuanto mejor si ese efecto es la creación de un mundo más digno, fraterno y justo. Decir sobre Jesús algo es exponerse a que pueda irrumpir también en nosotros (con sus efectos de Reino) a menos que se opte por permanecer en la lógica del sometimiento y aniquilación del otro. Cristianamente, decir algo de Jesús es abrir la puerta a hermanos y hermanas rechazados y heridos, por su debilidad, orientación sexual, situación económica, condición social, salud, etc., y reconocerse con ellos como hermanos y hermanas. Decir algo sobre Jesús es anunciar y realizar el Reino… o la violencia se queda con la última palabra...




domingo, 16 de junio de 2013

Del poder a la condición de hijos...

Tres textos sobre el poder en su versión "patriarcal". 2 Sam 12,7-10.13; Gal 2,16-19.21 y Lc 7,36-8,3.
La resonancia de la crítica psicoanalítica freudiana y lacaniana de la relación con el padre resuena en los tres. El primer texto describe la "reprensión" de Yahveh para con David: éste no sólo cuenta con un tremendo poder que le ha sido dado, sino que se extralimita en su deseo y termina apropiándose de la mujer de otro hombre a la vez que ordena su muerte de forma encubierta, ya que se le manda al frente de guerra y luego se le abandona ahí… esas cosas "pasan" en la guerra. El texto se podría resumir en: "hay un límite". Del reconocimiento de ese límite viene la posibilidad del perdón.

El segundo texto incluye la crítica paulina a la pretensión de justificarse por el cumplimiento de la ley en vez de por la gracia recibida. El cumplimiento de la ley pertenece a los mecanismos de identificación con la autoridad, con el padre. Mientras más perfecto sea el cumplimiento, más es posible identificarse con ella hasta el grado de sustituir a la ley, al padre, es decir, volverse uno mismo la ley. El peligro de la justificación por la ley radica en el dinamismo de alienación por el que no sólo el sujeto se convierte en el detentor último de la ley, de cuanto determina la vida y a los demás, sino que en ese proceso él mismo se pierde, transformándose como decía Horkheimer, en un "ídolo sediento de sacrificios sangrientos". La justificación por la ley es la ilusión que conduce a la supresión del otro.

El texto del evangelio resume todo lo anterior en la figura del fariseo que, desde su condición de maestro de la Ley, se confiere la autoridad para definir quién es la mujer que aparece en escena (y que define como "pecadora") y quién es Jesús, a quien desconoce como profeta. Dicha situación refleja cómo la identificación con la ley pone al fariseo "fuera" de escena, en cuanto que a) no interactúa con nadie ni siente obligación alguna en los términos de la hospitalidad, y b) es incapaz de reconocer el deseo de la mujer, es decir mira sólo actos, pero no puede comprender nada. Es un administrador de conocimientos pero incapaz de comprender la vinculación de éstos con la vida. Su capacidad de razonar sobre casos funciona, mas no puede superar la separación entre ley y vida para poder captar su sentido.

Jesús no se arroga ningún poder por sí mismo, ni usurpa el lugar del padre ni elimina la ley. Él reconoce el deseo en la mujer y a la vez eso posibilita que él sea reconocido por ella. Ese mutuo reconocimiento liberador (que podríamos llamar fe) es el que habilita a Jesús y a la mujer para testimoniar un acontecimiento de perdón… fuera de los límites del poder la Ley.

La paternidad de Dios en Jesús no se asocia al uso de un poder inapelable, sino a la radicación profunda en la condición humana que se plasma como reconocimiento mutuo, como fraternidad. La limitación y finitud, la relación concreta y hecha real en el mundo social, son distintivas de la condición cristiana. La implicación de esta fraternidad, el duro y constante esfuerzo de referirse y reconocerse "unos a otros"… pues sólo lo gratuito, lo dado, recibido y realizado en gratuidad parece ofrecer un camino liberador… que en estos textos se le llamó perdón.
 

domingo, 9 de junio de 2013

Vidas «fuera de la ciudad»

Lc 7,11-17

Este pasaje enmarcado en una doble referencia -presentar a Jesús como profeta y la atención a la desgracia de los anawim o marginados, vulnerados y empobrecidos (la viuda y el huérfano en este caso)- nos presenta un aspecto fundamental del cristianismo: si en el amor Dios es primero (nos amó primero) en la compasión es segundo (responde, se conmueve… y mueve).

El paralelo aparece con cierta claridad, Jesús mira, se conmueve desde las entrañas, y responde. Asimismo, la aclamación del pueblo expresada con el verbo griego episcopéo refleja la misma dinámica, Dios pone su atención, su mirada, por ello visita a su pueblo y se refleja en que "el muerto habla", la pérdida radical de la viuda se vuelve en parte del acontecimiento profético. Lo maravilloso, antes que el hecho de que el muerto hable, parece haber sido el que Dios se haya "acordado", fijado, en estos, los últimos, los insignificantes cuyo destino es yacer «fuera de la ciudad».

En breve, compasión es resonancia responsiva y responsable. Implica que algo, un clamor, una realidad, resuene en nosotr@s, y desde ahí dejar que mueva nuestra responsividad o capacidad de responder, respuesta ofrecida libremente y asumiendo que también tendrá un efecto sobre nosotros mismos…

Sin ir muy lejos, habrá vidas que en nuestro propio contexto son "vidas" insignificantes, carentes de voz, insignificantes porque probablemente a nadie (o casi) interesa ni lo que tengan que decir o hacer. Son vidas «fuera de la ciudad», sin poder, sin sentido dentro del sistema y orden de nuestra sociedad, vidas de las cuales tal vez el mayor asombro no proviene de que Dios los visite, sino de contar con la atención de los seres humanos… la atención a la palabra indomable y tal vez desafiante e incomprensible desde nuestros propios esquemas que esas vidas son…

Así, el cristianismo no se reduce sólo a actitudes, las cuales sin duda son esenciales, sino que se extiende al ámbito sociopolítico, en donde su aporte, además de colaborar a construir "la ciudad" consiste también en cuestionar(se) acerca del modo cómo ésa es construida, de modo que sea posible que ser ciudadano entrañe no sólo una vida digna para sí sino también para otros… sin exclusión...

viernes, 7 de junio de 2013

ABC: "No llores"


X Domingo Ordinario
Lc 7, 11-17

Hace unos pocos días, hacíamos «memoria» de lo ocurrido hace cuatro años en la guardería ABC en Hermosillo, Son. En medio de las cenizas de aquel incendio que cobró la vida de cuarenta y nueve seres humanos, cada año no hace más que removerlas para avivar el clamor que aun espera “justicia”. Y esperamos no sólo la justicia humana, esa que creemos ir haciendo al margen del otro y que es hecha más bien a “nuestra imagen y semejanza”, según nuestros propios intereses, sino la justicia que brota de la compasión.

A primera vista, el “No llores” (Lc 7,13), parece descontextualizado. Suena más bien como un Dios que en realidad no siente nada ante el dolor, como cuando en una funeraria, al dar el pésame, dijéramos: “No llores, ya está con Diosito”, porque ¿de alguna manera creemos que, ese estar con Diosito anula el dolor, el desgarro, el corazón abierto y herido de muerte? El “No llores” de Jesús viene precedido por un dejarse conmover: “Al verla, el Señor se conmovió y le dijo: «No llores»” (Lc 7,13) Solo desde la compasión se entiende el “No llores”, de otra manera, sería hueco y hasta insultante. El “No llores” de Jesús está como jaloneado de sus dos extremos por la compasión: en el inicio por la iniciativa compasiva de Dios que se acerca y en el fin por la reacción del hombre que acoge la compasión inicial y no hace otra cosa más que dejarla que suceda: que siga sucediendo lo que inicio Jesús.

Lucas hoy presenta, como en sintonía con nuestro clamor “ABC: no se olvida”, un cortejo fúnebre en una aldea perdida, Naím, como queriendo dar cuenta del dolor que acontece en las periferias, en las aldeas perdidas, en el anonimato. La viuda de Naím no es la única que ha existido. Sólo la fuerza subversiva del Evangelio saca del anonimato el dolor que no tenía eco, que no pro-vocaba nada. Solo ese Reino de Dios que Jesús mete a la historia puede hacer brotar, como ríos de agua viva, la justicia que nace de la compasión. 

Lucas da cuenta de una esperanza a punto de romperse, -si no rota ya- de quien lo ha perdido todo: una viuda a la cual se le ha arrebatado su único hijo. En rigor, la viuda no “pide explícitamente” que Jesús resucite a su hijo. Es Jesús el que ha “reaccionado” movido por algo que a veces esta muy ajeno a nuestra “justicia”: la compasión. Y es que, si Jesús invirtió tanto tiempo (90% de su tiempo, es decir 30 de los 33 años que se dice en los evangelios vivió Jesús en la tierra) en “aprender a hacerse hombre”, la reacción no pudo haber sido otra: conmoverse ante el dolor de la viuda. Hacerlo suyo, hacerlo propio, dejar que tuviera eco. 

Sólo desde la compasión real e historizada, se puede dar la orden de: “Joven, yo te lo mando, levántate”. No como una manifestación de poder, sino como fuerza que hace resurgir la esperanza rota, la alegría fracturada, la fe remendada. En todo caso,  hablaríamos mejor de “autoridad” en lugar de hablar de “poder”: la autoridad que nace de la compasión y que tiene por destinatarios primeros, aquellos que claman justicia. 

ABC no sólo evoca la tragedia del incendio, sino la tragedia de pasar inadvertidos ante el dolor anónimo de las periferias. Y el Jesús de Lucas “abre un camino nuevo”: el incendio no lo pudimos apagar, la justicia humana aun no la hemos podido realizar. Los cuarenta y nueve niños siguen vivos en nuestro mundo en tanto que podamos hacernos parte del relato de hoy, en tanto que podamos recorrer las aldeas perdidas, y reaccionar movidos por la compasión. El “nuevo camino” no será el de la indiferencia –ni mucho menos la que está “justificada” por Dios, como decir: no he tenido tiempo de ir a las aldeas periféricas o a los bordes, porque estoy muy ocupado (a) en la liturgia, en encontrar y señalar las aberraciones litúrgicas que se comenten y en “defender los intereses de Dios” –, sino el de la compasión que no puede desentenderse de la viuda de Naím ni de ninguna otra. La compasión que no se queda en la idea, sino que se hace historia concreta, gesto real, brazos abiertos, llanto compartido, pan partido, Dios-con-nosotros (ni siquiera “sobre-nosotros” ni mucho menos “contra-nosotros”): «Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo» (Lc 7, 16)

ABC: “No llores” no es consuelo barato, es optar por el Reino de Dios, pudiendo no hacerlo. No es acallar el llanto – ¡paradójicamente! – sino llorarlo también, como Jesús, movidos a compasión. Pudiéramos seguir organizando marchas (siempre necesarias para que el clamor pueda pro-vocar y evocar) pero, según hemos visto, han resultado no muy útiles para la procuración de justicia. O pudiéramos, darle voz a los que no tienen voz: «El muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre» (Lc 7, 15) Darle voz para que los cuarenta y nueve niños de ABC puedan “hablar” y entregarlos a sus madres, sería reaccionar movidos por la compasión, ante el dolor que no tiene eco en la procuración de justicia humana, pero que en la acústica del Reino de Dios, evoca y provoca.