domingo, 28 de julio de 2013

La cuestión gay: una buena noticia para la Iglesia Católica


Por James Alison
Por James Alison
Traducción de Juan Manuel Escamilla

Quiero compartirles una perspectiva de júbilo. Creo que ser católico es divertidísimo. Un gran paseo en la montaña rusa de la realidad que Dios, quien nos resguarda, impulsa; un viaje gestado por la amorosa entrega de Nuestro Señor en su crucifixión, sonrientemente observado por su Santa Madre; creo que ser católico es como la interpretación de la desconocida obra maestra de un virtuoso, traída a la sinfonía del Ser por la intrépida seducción del Espíritu Santo.
Hoy por hoy una de las mejores perspectivas para observar lo divertida que es esta aventura es mirar la incidencia de la cuestión gay en la vida de la Iglesia.

Me gustaría compartirles una aproximación coherente sobre este asunto. Empezaré por enfatizar que estamos en presencia de un descubrimiento. Luego, quiero dirigir la mirada a la manera en que hoy nos relacionamos con el mapamundi que existía antes que el descubrimiento se hiciera. Porque los descubrimientos se convierten en fulcros,1 fulcros que nos permiten entender el tránsito de la forma en que solíamos mirar las cosas hacia la forma en que las vemos ahora. Con ello quiero identificar y ponderar la forma del vacío que nos revela este descubrimiento, el hueco del que nada sabían quienes confeccionaron el mapamundi previo, y lo que esto nos enseña. Después, quiero empezar a sugerir, brevemente, algunas dimensiones de la vida católica en la tensión entre este descubrimiento y ese vacío.


Descubrimiento
En los últimos más o menos 50 años hemos sido testigos de un genuino descubrimiento humano, uno de los que como humanidad no hacemos a menudo. Se trata de un auténtico descubrimiento antropológico cuya naturaleza no pertenece a la moda o al capricho ni es el resultado de una decadencia de la moral o del colapso de los valores familiares. Ahora sabemos algo objetivamente verdadero sobre los seres humanos, algo que no sabíamos antes: que existe una variante minoritaria de la condición humana cuya aparición es constante, no patológica e independiente de la cultura, el entorno, la religión, la educación o las costumbres, una variante que ahora designamos con la expresión “ser gay”. Esta variante minoritaria se vive, sin embargo, desde las condiciones de una cultura, un entorno, una religión, una educación y ciertas costumbres determinadas, es decir: de una manera que está por completo cargada de cultura. Por ello, en el pasado fue tan fácil tomarla, equivocadamente, por una mera variable de la cultura, la psicología, la religión o la moral y creer que la homosexualidad era algo que debía escandalizarnos y no algo que simplemente estaba ahí.

Todavía nos queda mucho por aprender sobre esta variante minoritaria de la condición humana, cuya existencia es constante. Comoquiera, sabemos de ella lo suficiente como para entender que al hablar de la homosexualidad –o de la heterosexualidad– se utilizan categorías erróneas como si habláramos de alternativas del deseo. Parece más acertado hablar de ellas en términos de configuraciones particulares del deseo humano –una configuración mayoritaria y otra minoritaria–. Sólo desde allí tiene sentido hablar de distintas formas de vivir, de relacionarse y de amar que pueden o no ser saludables o patológicas. Sólo desde allí también la cuestión ética se coloca en otro plano: no en el de la configuración, sino, por un lado, en el de “cómo” vivirla y, por otro, en el de los desafíos que toda minoría, al enfrentar la incomprensión, la indiferencia y la hostilidad de la mayoría, asume para realizar plenamente su potencial.

Nos parece fácil concebir el descubrimiento de continentes desconocidos o especies animales de las que no sabíamos nada. Más difícil es concebir un descubrimiento de orden antropológico, ya que las cosas que pertenecen a esta esfera se nos manifiestan a través y desde patrones de convivencia humana preexistentes. Esto, sin embargo, no hace que tal descubrimiento sea menos real ni sus consecuencias menos sorprendentes.

No obstante, ¿han observado lo difícil que es ser coherente con la verdad cuando se ha descubierto? Permítanme reflexionar un momento sobre esto y llamar su atención sobre lo sorprendente de esta situación. Parece, ante todo, que tendemos a relacionarnos con nuestros descubrimientos en términos utilitarios, aprovechándonos de ellos en el corto plazo y confiados, en cierta forma, en que con el tiempo acabarán imponiendo su verdad y su significado.

Pondré tres ejemplos. En 2009, el “bloguero” Mike Rogers hizo público que el vicegobernador de Carolina del Sur, André Brauer, era homosexual. Al parecer, Brauer es un político (¡uno de tantos!) que hace adeptos atacando públicamente lo que ama en privado. Al margen del impresionante rango de acierto que Rogers suele tener en este terreno, al margen también de que Brauer no haya rechazado del todo la acusación, zafándose con una “negación por la no negación”,2 lo que asombra es la rapidez con la que la discusión se deslizó de la pregunta “¿es verdad lo que dice Rogers?” a la pregunta “¿cómo podemos sacarle provecho a esta polémica?”. En efecto, muy pronto el asunto derivó en una acusación contra los seguidores del controvertido gobernador Stanford –quien también había tenido que enfrentar un escándalo a consecuencia de su “escalada a los Apalaches”–.3 Se alegaba que quienes esperaban la reelección del gobernador se habían rebajado a desprestigiar a su potencial contendiente. El razonamiento de todo este embrollo era el siguiente: ¡qué más da si Brauer es homosexual: lo que importa es que en ello hay algo que puede usarse en una disputa preexistente!

El siguiente ejemplo tiene consecuencias más graves. Sabemos bastante sobre las reuniones que tuvieron lugar en la Casa Blanca inmediatamente después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, como para darnos cuenta de la asombrosa velocidad con la que las prioridades se movieron de la pregunta “¿qué ha pasado y por qué?” a la pregunta “¿cómo podemos usar lo que sucedió en favor de nuestros planes de guerra contra Irak?”. Allí, en un asunto cuyo significado quedaría claro con el tiempo, volvió a surgir esa inmediata habilidad para obtener ventajas de lo que se sabe.

El tercer ejemplo es más rico. Piensen en lo que sucedió cuando los europeos desembarcaron en América a finales del siglo xv. Tomó décadas, incluso siglos asumir la ilimitada alteridad de lo que habían encontrado al buscar una vía comercial rápida hacia Oriente. A la luz de la presencia geológica, antropológica, botánica, zoológica y cultural de algo que, por supuesto, había estado ahí desde siempre, pero de lo que los europeos no tenían ningún conocimiento previo, cada aspecto del modo en que ellos se concebían sufrió un radical cambio de perspectiva. Pero si ese cambio tomó siglos, lo que sucedió inmediatamente fue: “¿Dónde está el oro? ¿Cómo podemos usar este descubrimiento para el provecho de los intereses de la Corona Española, de la fe católica, de nuestras familias y amigos?”.

No quiero decir que, al margen del habitual “¿cómo podemos sacarle partido?”, no existieran algunos intentos por averiguar “¿qué había allí?”. Hubo, en medio del utilitarismo, un matiz autocrítico en la conquista española de América. Bartolomé de las Casas, Bernardino de Sahagún y algunos otros, menos célebres, llevaron a cabo lo que para las investigaciones modernas fue un recuento notablemente atinado, comprensivo y realista de las culturas que estaban desapareciendo a causa de la llegada de los españoles. Estos hombres tomaron el partido de los vulnerables contra la depredación de sus compatriotas. Semejantes elementos de autocrítica –ejercicios de genuino aprendizaje de una experiencia nueva– soportan la prueba del tiempo en su carácter de raros momentos de gloria en la historia del colonialismo europeo. Sin embargo, y a pesar de ello, en el abordaje de lo novedoso, verdadero y real que representó el descubrimiento de América, primaron los intereses y la capacidad de sacarle provecho a la oportunidad que se presentaba.

Lo mismo ocurre con la verdad antropológica de “la cuestión gay”. Para que asumamos sus verdaderas dimensiones y el estupor que provoca en nosotros, es preciso el paso del tiempo. Y, como siempre sucede con los descubrimientos, nuestras primeras reacciones se dirigen a sacarle provecho. Para algunos, el surgimiento del fenómeno gay es una maravillosa oportunidad para recaudar fondos a favor de las causas conservadoras, difundiendo miedo y manteniendo viva la interminable cultura de la guerra. Para otros, es una oportunidad de tener relaciones sexuales más fácilmente y más a menudo. Para otros más, de asegurarse votos cautivos y relativamente poco exigentes. Hay quienes encuentran en ello un buen pretexto para atacar a la religión organizada. Y así podríamos seguir indefinidamente con el elenco de aproximaciones utilitarias al descubrimiento de lo gay.

Haciendo de lado nuestra habitual tendencia al oportunismo, me gustaría detenerme e intentar elaborar el boceto de la forma que tiene este descubrimiento. Ojalá pueda hacerles ver que éste –como cualquier otro relativo a la verdad sobre el ser humano– es una buena noticia para la humanidad. Luego, me gustaría mostrar por qué esa buena noticia es particularmente buena para quienes somos católicos.

No me extenderé demasiado exponiendo las evidentes razones por las que este descubrimiento es una buena noticia para quienes son gay y lesbianas. Baste decir que el descubrimiento de que la homosexualidad no es un error o una broma cruel, representa una enorme diferencia para la cordura de quienes lo son. Saberlo provoca un gran alivio en aquellos que están acostumbrados a escuchar que sus sentimientos son erróneos, enfermos, distorsionados; en aquellos que, cada vez que han intentado decir la verdad sobre su vida, se han encontrado con un sinfín de mentiras y desengaños. Hallar la verdad sobre ser gay trae un alivio que retrata muy bien el famoso cuento de Hans Christian Andersen, El patito feo y encontrará una honda resonancia con las siguientes palabras de la encíclica del Papa Benedicto XVI, Caritas in Veritate: “Cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn 8, 32). Por tanto, defender la verdad, proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la vida son formas exigentes e insustituibles de caridad”.

Este descubrimiento también representa una buena noticia para los padres y las familias de quienes son gay o lesbianas, pues significa que pueden deshacerse de los falsos fardos de culpa que habían cargado. Su hijo no se volvió gay porque no se intervino cuando al pequeño le dio por jugar con una Barbie. No habría dejado de serlo si se le hubiera obligado a jugar, en cambio, con un muñeco que representara a Sandoval Iñiguez. No debería avergonzarnos que algún miembro de nuestra familia –hermano, hermana, madre o padre– sea gay. Descubrir que alguien de la familia –el hermano, la hermana, la madre o el padre–, es gay, no es algo de lo que tenemos que avergonzarnos, sino una oportunidad para descubrir en qué consiste la honra, en qué la forma de tu familia, etcétera.

He abordado algunas razones, más bien obvias, por las que esta cuestión es una buena noticia para quienes son gay o lesbianas y sus familias. Pero ahora quiero, más bien, atender a otra dimensión de esta buena noticia. Para ello, volvamos al ejemplo del descubrimiento de América. El encuentro entre Europa y América no sólo afectó a quienes hicieron el viaje y a los pobladores de la América prehispánica. Alteró también, y para siempre, todas las dimensiones de la vida de los que se quedaron en casa y de sus descendientes. Cambió la forma en que se concebían en el espacio, en el tiempo, en relación con otros seres humanos. Más allá de las plantas, los animales y los minerales que descubrieron, la existencia de un “afuera” previamente inimaginable para el mundo europeo significó que, a partir de ese instante, cada “desde” y cada “dentro” que los recibiera, serían vistos de manera distinta.

Del mismo modo, apenas ahora empezamos a entender algunas de las sorprendentes consecuencias de haber descubierto que lo que llamamos ser “buga”4 o “heterosexual” no es la condición humana normativa, sino una condición humana mayoritaria. Esto significa que si bien es cierto que la reproducción humana implica, intrínsecamente, a los dos sexos y que la vasta mayoría de los humanos tienen una orientación heterosexual, también es cierto que los humanos no son intrínsecamente heterosexuales. Esto tiene importantes consecuencias en la comprensión de la relación que existe entre la vida emocional, sexual y reproductiva de quienes son heterosexuales.

Porque la existencia de una minoría para la que, de forma no patológica y normal, las esferas sexual y emocional no están asociadas con la reproductiva, implica que la relación entre estas tres esferas, para quienes sí están ligadas a ellas, es muy distinta a la que habíamos imaginado. Lo que quiero decir es que surgió un continente que pertenece a la esfera de la libertad, de lo intencional y de lo deliberado al margen de lo mecánico y de lo que ocurre por necesidad y, en este sentido, cambió la relación entre lo que es meramente “biológico” y lo que es susceptible de ser humanizado.

En otras palabras, ser “buga” se volvió mucho más interesante, variado, arduo y fácil. Más interesante, porque los clichés y los estereotipos acostumbrados pueden ser depuestos de manera más fácil. Más variado, porque hace posible el florecimiento de todo un elenco de estilos personales y de formas de relacionarse con los demás sin temor a que se sospeche que se es “uno de ellos” –ser gay se volvió algo que simplemente se es o no se es, y, en cualquier caso, cualquier estilo está perfectamente bien–. Más arduo, porque dejó de haber una forma natural de ser, de cortejar, de casarse, de tener hijos; es decir, dejó de haber una forma que constituye “el modo de ser de las cosas”, algo que todos deban simplemente seguir. Las cosas que creíamos “naturales” –supuestas por un mundo en el que la heterosexualidad se asumió como normativa–, ahora tienen que ser aprendidas, negociadas, y eso exige el desarrollo de ciertos hábitos y habilidades. La humanización del deseo es una tarea ardua de la que nadie está exento. Por último, ser “buga” se volvió más fácil porque la variedad de formas del amor entre personas del mismo sexo –una parte muy significativa de la vida de todo mundo–, dejó de ser una esfera de miedo y suspicacia. Hay, como suelen manifestarlo con mayor facilidad las mujeres, todo un rango de formas saludables y apasionadas de amor, cariño, amistad y trato físico entre personas del mismo sexo, independientes de la orientación sexual. Un “buga” que siente una infatuación por otro hombre no está, por ello, a punto de convertirse en gay. Simplemente es un hombre infatuado por otro hombre. Los afectos hacia personas del mismo sexo son bloques constitutivos de la convivencia humana normal. Incluso alguien podría sufrir una infatuación por una persona que sí es gay: ambas partes pueden estar al tanto, serenamente, de que eso no implica connotaciones eróticas. Estas dimensiones del amor requieren de cierta vigilancia para no derivar en la omertá5 o en dinámicas ideológicas y, por supuesto, en el peligro de los celos y de la rivalidad que siempre están al asecho en cualquier relación amorosa. Se trata de cosas que no tienen que ver exclusivamente con ser gay, y tranquiliza mucho que puedan ser expresadas y analizadas sin miedo a malas interpretaciones.

Como puede verse, nos encontramos en las primeras etapas del descubrimiento de las impactantes consecuencias que nuestro nuevo conocimiento tendrá y no pretendo predecir mucho más. Quiero dirigirme ahora a otra cuestión verdaderamente interesante: cómo este descubrimiento está afectando y afectará a la Iglesia. Veamos qué modificaciones está produciendo en el mapamundi.

Mapamundi

Había una vez en Roma, en un pasado no muy lejano, fuertes voces que le decían a la gente como nosotros que la única discusión aceptable y cualquier trabajo pastoral posible con quienes somos gay debían permanecer en estricto acuerdo con una verdad que ya estaba propiamente dispuesta en las enseñanzas de la Curia Romana, es decir, que “la particular inclinación de la persona homosexual, aunque no es en sí un pecado, constituye, sin embargo, una tendencia, más o menos fuerte, hacia un comportamiento intrínsecamente malo desde el punto de vista moral. Por este motivo la inclinación misma debe considerarse como objetivamente desordenada”.6

Si fuéramos relativistas, gente que no creyera en la existencia de una verdad auténtica, sino sólo en cosas que son “verdaderas” para cada persona, podríamos dejar las cosas así. Podríamos decir: “Muy bien, la definición actual de la Curia Romana es la verdad de la Iglesia. Si no te gusta, adhiérete a una Iglesia cuya verdad te siente mejor”. Pero, curiosamente, la misma Iglesia enseña en esta materia –con mucha fuerza, por cierto– que el relativismo es falso, que existe algo verdadero y que la verdad se nos impone por sí misma. En otras palabras, las mismas autoridades que nos dijeron que debemos seguir sus enseñanzas sobre las inclinaciones homosexuales, porque son verdaderas, son también, gracias a Dios, las que insisten en que la verdad sobre esta cuestión no depende de ellas y que sus enseñanzas están abiertas a descubrimientos objetivamente verdaderos, surjan de donde surjan.

Si fuéramos relativistas, entonces podríamos tomar la definición de la Curia Romana como una floritura retórica, es decir, podríamos decir que cuando define “la inclinación [homosexual] [...] como objetivamente desordenada”, la Curia no pretende postular una verdad capaz de incidir, aunque sea un poco, en lo que ahora sabemos sobre lo gay. Si fuéramos relativistas, dicha definición no podría ser falseada por ningún conocimiento científico sobre la naturaleza no-desordenada de la inclinación homosexual. Sería una mera anotación “filosófica”, una forma de subrayar tres veces con un marcador indeleble lo que en verdad desea hacer: denunciar todo comportamiento homosexual como intrínsecamente malvado.

Pero si somos fieles a las enseñanzas de la Iglesia y rechazamos el relativismo, entonces debemos leer la definición como si fuera objetivamente verdadera, como si sus pretensiones de verdad fueran tales que suscitaran la defensa de cierto orden subyacente. Después de todo, la pretensión de que algo es objetivamente desordenado sugiere que hay algo objetivamente ordenado que nos permite detectar un desorden. La pretendida verdad que subyace a esta definición es que todos los seres humanos, por el mero hecho de serlo, son intrínsecamente heterosexuales y que existe una única expresión propia del amor sexual: el matrimonio abierto a la posibilidad de la procreación. Sólo desde el supuesto de la heterosexualidad intrínseca de todos los seres humanos y la correspondiente bondad del amor sexual marital, puede deducirse propiamente que las inclinaciones homosexuales son objetivamente desordenadas, que son heterosexualidades malogradas y que cualquier relación sexual entre personas homosexuales debe juzgarse como una realidad que se queda corta frente a las que mantienen personas heterosexuales casadas.

Lo que, sin embargo, se ha mostrado, más o menos a lo largo de los últimos 20 años, es que la pretensión que subyace a las enseñanzas de la Curia Romana en materia sexual, es falsa. No es verdad que todos los seres humanos sean intrínsecamente heterosexuales y que quienes son homosexuales sean, de hecho, heterosexuales malogrados. No existe evidencia científica de ninguna clase –psicológica, biológica, genética, médica o neurológica– que respalde esta pretensión. El descubrimiento del que he hablado antes, respaldado con abundantes evidencias, es que en todas las culturas hay una proporción pequeña, pero regular, de seres humanos –algo así como tres o cuatro por ciento– cuya condición estable es ser atraídos, principalmente, por miembros de su propio sexo. Aun más: no existe ninguna patología, psicológica, física u otra cualquiera, invariablemente asociada con esa determinación. No es un vicio ni una enfermedad. Es, simplemente, una variante regular, minoritaria, de la especie humana.

Para hacerle justicia a la Curia Romana es preciso decir que, al elaborar la definición que les referí, no hacían sino sancionar un estado de cosas con el que la vasta mayoría de las fuentes de la sabiduría humana a lo largo de los siglos estaba de acuerdo. Su definición no era más sorprendente que un mapamundi europeo elaborado en 1491 que mostrara el globo terráqueo sin nada más que algunas ballenas y monstruos marinos entre los confines más orientales de Europa y las orillas más extremas de Asia; un mapamundi que ignoraba la existencia de América y cuyos cartógrafos habrían acaso oído antiguos relatos de ciertos europeos del Norte que, ya fuera en barcazas o barcos vikingos, habían navegado hasta lo que hoy llamamos Canadá, mismos relatos que habrían descartado tomándolos por fanfarronadas de taberna imposibles de verificar.

Sin embargo, en 1526 –año en que la Corona Española fundó universidades en las ciudades de México y Lima–, un mapa donde América no apareciera habría sido extravagante: un signo de que alguien no se había enterado de lo ocurrido en los 35 años anteriores o de que alguien era lo bastante obstinado como para negar la realidad y privilegiar una privada. Las generaciones venideras estarán mejor situadas que nosotros para discernir si la definición de la Curia Romana que cité antes, escrita en 1986, se parece más a la concienzuda edición tardía de un mapa de 1941 o al intento mendaz de pretender que América no estaba ahí en 1526. Comoquiera, hoy, en 2011, tenemos bastante claridad: la vieja definición estaba equivocada. Intentar mantener vivo un error, mucho tiempo después de que se demostró su falsedad, es un signo de engaño o de mendacidad.

Si después de 1526 se hubiese creído seriamente que valía la pena navegar con un mapa de 1491, se habrían perdido muchas transformaciones en lo relativo a barcos, velas, corrientes, vientos, estrellas, distancias y demás, al grado de que hubiese sido mejor no alejarse demasiado de la orilla. Si entonces se hubiesen seguido mapas de 1491, los avances tecnológicos habrían hecho la navegación más peligrosa, ya que los barcos podían ir más lejos y los navegantes se hubiesen expuesto a las consecuencias de su ignorancia deliberada. No quiero decir con ello que a la luz de un mapa de 1526 haya que acusar a los cartógrafos de 1491 de ser mentirosos, estafadores o estúpidos. Digo simplemente que gracias al nuevo descubrimiento, el marco de referencias de lo que en ese momento existía y le era posible hacer a la gente, cambió por completo. El descubrimiento de algo nuevo trajo nuevas exigencias y se convirtió en un fulcro que puso en evidencia la insuficiencia de una serie de conocimientos. Se volvió posible el aprendizaje autocrítico de la navegación y de la cartografía, para fortalecimiento de ambas disciplinas.

El fulcro y el vacío

El nuevo descubrimiento de orden antropológico se ha convertido para nosotros en un fulcro que posibilita un aprendizaje enriquecedor en el ámbito de la fe. Nos permite profundizar en el conocimiento de cuáles son los elementos constitutivos de la identidad católica, porque nos permite describir un vacío en el mapamundi anterior.

Permítanme explicar este vacío.

Ya que todas las definiciones de la Iglesia católica en esta esfera se deducen de sus enseñanzas relativas al matrimonio –enseñanzas que se fundan, a su vez, en el supuesto de la heterosexualidad intrínseca de todos los seres humanos–, es bastante preciso el siguiente aserto: la Iglesia no tiene absolutamente nada que decir sobre una realidad que sus maestros ignoraban por completo. Estrictamente hablando, y en contra de lo que parece, la Iglesia católica no tiene ninguna enseñanza relativa a la homosexualidad.

Si esto parece improbable, permítanme ofrecerles una analogía que me ayudará a explicarme mejor: supongamos que los zoólogos del Norte saben, desde hace mucho, de la existencia de los caballos; saben también de su importancia y del valor de protegerlos. Supongamos que a sus oídos llegan ciertos relatos africanos sobre unos animales escurridizos muy semejantes a los caballos, pero con un cuerno en la frente. Su existencia, que parece mítica, los hace pronunciarse en contra de ellos y proclamar que los unicornios no existen y que cualquier animal que esté tentado a creerse unicornio deberá sobreponerse a semejante engaño y comportarse como un caballo. Supongamos que más tarde ciertos intrépidos exploradores descubren un gran mamífero de cuatro patas con un cuerno en la frente, es decir, descubren al rinoceronte. Los zoólogos que vivieron antes de que se hiciera este descubrimiento no tenían ninguna enseñanza relativa a los rinocerontes. Intentar meter a un rinoceronte en la categoría de los caballos a causa del unicornio, es poco menos impreciso que colocar en un mapamundi de 1491 monstruos marinos donde ahora está América.

Vean ahora lo divertido de todo esto: nos encontramos en los inicios del siglo xxi, y bien puede ser que, como lo apuntó el Papa Benedicto XVI al comienzo de su pontificado, nos encontremos todavía en las primeras etapas de la historia de la Iglesia y que el cristianismo sea todavía una religión joven. Sin embargo, en los mares de la antropología se descubrió un continente entero, inexplorado y desconocido para la Iglesia. Las enseñanzas sobre los unicornios que se derivan de la tradición de los caballos, por sólidas que puedan ser, nada nos dicen sobre los rinocerontes. Pero gracias al descubrimiento antropológico se nos ofrece una oportunidad espléndida y maravillosa de conocerlos. Podemos, entonces decir: “¡Yúju!, ¡a tiempo!”. Justo en el momento en que la visión oficial de la Iglesia sobre el ser humano ha entrado en crisis aparece un fulcro objetivo (y por objetivo quiero decir algo que simplemente está ahí, que es real, y que, una vez descubierto y difundido, no puede desecharse) que nos permite darnos a la tarea de averiguar en qué consista ser católico. Para ello, no podemos echar mano del método descendente de la teología que, para volver a nuestro ejemplo de la navegación, significaría, por ejemplo, el desarrollo paulatino de un equipo de navegación cada vez mejor, que permitiera a los marineros portugueses del siglo xv navegar con mayor seguridad más allá de las costas del Noreste africano, mientras permanecían en un universo sin América.

No, en lugar de eso, debemos enfrentarnos con el descubrimiento de algo objetivamente verdadero sobre el ser humano, algo que nos exige reescribir nuestros mapas de la misma forma en que el descubrimiento de América exigió nuevas explicaciones para las corrientes y los patrones climáticos de las costas atlánticas de África y Europa.

Lo divertido de todo esto reside en el reto que representa el descubrimiento que ha hecho la catolicidad a lo largo de este proceso de aprendizaje desde dentro. Más que imaginar a Dios como el creador de algo pequeño sobre cuyo caparazón, cada vez más frágil, debemos sostenernos si queremos beneficiarnos de Él, hay que confiarnos al descubrimiento de que en realidad Dios hizo y continúa haciendo algo enorme sobre cuyas olas, que continúan fluyendo de su creatividad, surfea.

Lo mejor de todo esto es que a pesar de que intentemos transformar ese descubrimiento en una zona de disputas, esa zona, en última instancia, está libre de rivalidad. Ninguna oposición hará la más mínima diferencia. No importa cuántas riñas ideológicas, movimientos estratégicos y enmiendas constitucionales orquesten los políticos mitrados que navegan en los mares políticos; no importa cuántos mapas de 1491 utilicen para salvar el matrimonio equino de la amenaza de los unicornios desobedientes, las cosas son como son y no conseguirán cambiarlas.

Quiero enfatizar con mucha firmeza lo siguiente: las posturas ideológicas –que a final de cuentas tratan de la autoridad y del prestigio de quien habla en favor de ellas– exigen que te involucres en debates y rivalidades para conseguir que prevalezca una u otra postura. Sin embargo, independientemente del prestigio o de la autoridad de quienes las esgrimen, la verdad, que no depende de nosotros y es maravillosamente liberadora, pone en evidencia que no vale la pena que entremos en rivalidades por ella.

Si no hubiéramos descubierto el carácter normal y no patológico de la homosexualidad, la oposición a la doctrina de las autoridades religiosas en relación con los matrimonios gay se reduciría a una disputa contra la autoridad de quienes la pronuncian. Pero ya que hemos descubierto que la homosexualidad sólo es una condición minoritaria y no inmoral, y que la verdad de este descubrimiento no depende de quién o cuándo la diga, podemos relacionarnos con la pretendida autoridad de ciertos púlpitos intimidantes de modo muy distinto. Esa verdad, en la claridad y libertad que nos otorga, nos libera de enzarzarnos en ciertas disputas. Quien se vale de su autoridad para enseñar algo falso o algo que está fundado en una falsedad, más que vulnerar a los otros se destruye a sí mismo y destruye su propia autoridad. Cada vez es más evidente para todos que la Curia se está comportando como si poseyera los derechos del Atlas Mundial de 1491: a la vez que intenta persuadirnos desesperadamente de algo que sólo promueve su propio prestigio, siente cómo ese prestigio decae desde que la gente descubrió que esos mapas ya no son adecuados. Si se atrevieran a afrontar la verdad, la única pregunta importante que deberían formularse sería: “Si vamos a ser fieles a nuestro mandato de hablar con autoridad y desde la verdad, ¿cómo vamos a ajustar nuestra posición con lo que se nos está manifestando como verdadero?”. Nadie enseña con autoridad si no ha sido capaz, él mismo, de dar testimonio de haber atravesado un proceso semejante.

Por ello, no debemos rivalizar con las autoridades eclesiásticas, sino mirarlas como personas que, frente a una verdad emergente, tienen un duro trabajo que realizar y ser comprensivos con ellas, sin seguir en sus falsedades. Después de todo, su vacío es muy real. Carecen de un mecanismo prefabricado para lidiar con un descubrimiento de esta clase, uno que altera su mundo y el nuestro. No poseen –y esto es bastante genuino– ninguna tradición firme de discusión o de enseñanza católica en torno al amor humano y a la pareja que no derive del supuesto de que la heterosexualidad y la bondad del matrimonio son universales. Habría, por lo tanto, que prestar atención a cualquier autoridad eclesiástica que decidiera abordar la cuestión gay reconociendo la bondad que puede emanar de ella, porque lo haría sin ningún soporte de las fuentes usuales –textos patrísticos, decretos conciliares, respaldo de obispos, pronunciamientos papales–. No hay precedente obvio. El fulcro de lo nuevo realmente revela el vacío de lo viejo.

La tensión

Nos enfrentamos, en consecuencia, a una situación para la que nuestras autoridades eclesiásticas no tienen precedentes ni categorías preconcebidas. Si podemos evitar la tentación de rivalizar con ellas y, más bien, las ayudamos, podremos entonces atender a lo divertido de ser católico. Es decir, atender a la advertencia de que serlo no consiste tanto –como nuestros representantes más asustados proclaman– en adherirse, contra viento y marea, a una serie de definiciones, cuanto en aprender una manera específicamente católica de navegar creativamente y explorar un mundo muy cambiante. El catolicismo es mucho más el “cómo” que el “qué”, una afirmación que la enseñanza del Papa Benedicto ha enfatizado recientemente en formas más o menos sutiles. Cuando, por ejemplo, en su encíclica Caritas in Veritate afirma la relación entre verdad y caridad,7 comprendemos que algo que pretende ser verdadero pero no es caritativo, no es realmente verdadero. Al mismo tiempo, algo que pretende ser amante, pero se funda en la falsedad, no es realmente amor. Así, el catolicismo se encuentra en la tensión entre la verdad y el amor, una tensión que nos conduce al descubrimiento simultáneo de lo que realmente es verdad y de lo que realmente es amar, una tensión que nos arrastra a convertirnos en algo más grande y más humano que nosotros mismos.

Otro aspecto de ese singular y específicamente católico “cómo” que Benedicto enfatiza con insistencia al hablar de la manera en que fe y razón se purifican una a otra implica que la fe, lejos de imponernos una lista de cosas que deben sostenerse como verdaderas, al margen de la realidad, nos permite evitar el miedo de haber sido traídos a un mundo más grande del que habíamos imaginado. La fe nos desafía a ejercitar nuestra razón porque nos permite confiar en que, con el tiempo, y a través del su uso, Dios nos mostrará la bondad que hay en la verdad. De hecho, Benedicto –más allá de lo que sus defensores y detractores permiten ver– parece estar silenciosamente persuadido de que su trabajo consiste en recordar a la gente que el catolicismo estriba en el estilo característico con que sobrellevamos juntos los cambios.

Este, creo, es el reto que tenemos ahora, un reto que, como a menudo digo, me parece divertido: ¿nos atreveremos a ser católicos, sin rivalizar con nuestras autoridades, agradecidos de que estén ahí, pendientes de sus limitaciones y a la vez encantados de que comiencen a hacerse cargo del nuevo descubrimiento que acompaña al término “gay”? ¿Nos daremos permiso de ponernos en condiciones de descubrir formas en las que Dios es mucho más para nosotros de lo que habíamos imaginado, de reconocer que Dios quiere que seamos realmente libres y felices, y que nos regocijemos en la verdad, mientras nos situamos entre los más débiles y los más vulnerables de nuestros hermanos y hermanas dondequiera que los encontremos? ¿Nos permitiremos descubrir, para el catolicismo, el potencial de riqueza que reluce en la pequeña palabra “gay”?


1    Punto que sirve de apoyo a una palanca para transmitir una fuerza y un desplazamiento. [N. del T.].
2    La expresión non-denial denial se acuñó para el escándalo de Watergate. Se refiere a una negación equívoca y se utiliza para designar la declaración oficial de un político que rechaza el reportaje de un periodista de tal forma que deja abierta la posibilidad de que el contenido del reportaje sea verdadero.
3    El gobernador de Carolina del Sur, Mark Sanford, desapareció durante cinco días a finales de junio de 2009. El caso era singular porque ni siquiera su esposa sabía dónde estaba. Su gabinete difundió que la ausencia del gobernador se debía a que había ido a practicar senderismo en los montes Apalaches. El propio gobernador, a su regreso, confesó haber hecho algo “más exótico”: había ido a visitar a su amante argentina en Buenos Aires. La “escalada de los Apalaches” le costó la presidencia de la Asociación de Gobernadores Republicanos.
4    Así se llama a las personas heterosexuales en el argot gay.
5    La ley del silencio o el código de honor siciliano que prohíbe informar sobre delitos considerados asuntos que incumben a las personas implicadas. [N. del T.].
6    Carta sobre la atención pastoral a las personas homosexuales. Homosexualitatis problema, Congregación para la Doctrina de la Fe, 1 de octubre de 1986, parágrafo n. 3.
7    Caritas in veritate, Benedicto XVI, § 2-4.


domingo, 14 de julio de 2013

Para llegar al centro hay que desviarse...

El relato del buen Samaritano es de una particular relevancia (Lc 10, 25-37). En él no sólo se aborda la cuestión central de la fe judeocristiana: la relación indisociable entre Dios y el ser humano, relación que en el cristianismo se vuelve de tres en el sentido de que sin dejar de ser relación personal, una especie de "Dios y yo", exige un giro más amplio que se traduce como "Dios, los otros y yo".
El texto es claro en cuanto que se trata de lo central. Lo dice el Maestro de la Ley y lo ratifica Jesús. Sin embargo, el relato incluye en su forma narrativa un elemento fundamental en la experiencia cristiana: el desvío.
De los tres personajes mencionados sólo uno es capaz de desviarse. Los dos primeros, representantes de la estructura religiosa (basada en un esquema de sacrificio) se mantienen sólo en la atención a "Dios", y por ende, parece sugerirse que lo pierden todo. Sólo el samaritano, quien movido por compasión se deja desviar por atender al herido del camino es quien llega al meollo de la vida, del Reino.
El desvío es un elemento fundamental de la experiencia cristiana. Al hablar de desvío se habla de un acto que implica cierta conciencia e intencionalidad: aceptar salirse del camino, modificar el itinerario. A la vez, evidencia el carácter limitado y no absoluto de las búsquedas humanas. Un desvío significa que hay otros caminos, que la distancia y el tiempo pueden ampliarse y reducirse, que el error es posible, pero más aun, que el orden de prioridades puede moverse. No es un alegato por una movilidad sin compromiso alguno, pues a final de cuentas, el samaritano es movido por la atención al sufrimiento humano, o más en concreto, por el herido que estaba no en el camino, sino AL LADO DEL CAMINO.
En una época de metas, proyectos y logros, del deseo de carrera o éxito, de políticas bien establecidas, parece todo un desafío la capacidad de desvío. Y sin embargo, sin desvíos no podemos llegar a la verdad.
No se trata pues de cualquier desvío, sino de uno que además es fruto de dejarse tocar, mover, de permitir que un clamor, gemido, grito, o sufrimiento rodeado de un silencio ensordecedor resuenen en uno mismo. La escena es silenciosa. No hay voces de dolor, ni de indignación, sólo pasos seguros con un rumbo fijo hacia una meta, un deber… y casi inesperadamente, un gesto de desviarse cargado de compasión y delicadeza humana.
Tal vez sea digno de retomarse consciente y seriamente este rasgo fundamental del corazón del cristianismo: el desvío y la capacidad de desviarse.
Si el centro de la fe cristiana está en la periferia, en los bordes, a un lado del camino, entonces sólo se llega a él a través de un acto de desvío…
Tal vez para la Iglesia, más que nunca, sea necesario recordar el valor de verdad de la compasión en su teología, sobre todo ante tantas situaciones que hoy en día nos exigen desviarnos so pena de mantener exclusiones, injusticias y marginaciones...

viernes, 12 de julio de 2013

Jesús, el "pero" de Dios y del hombre


«Sucedió que por el “mismo” camino bajaba un sacerdote, el cual lo vio y pasó de largo. De igual modo un levita que pasó por ahí, lo vio y siguió adelante. “Pero” un samaritano…» (Lc 10, 31-33)

El samaritano entra a la trama de la parábola —y de la humanidad— precedido por un “pero”… (¡Bendito “pero”!) y esto no es sólo un recurso redaccional. Es una realidad a la cual intentaremos acceder a través del lenguaje. La conjunción adversativa “pero” indica que lo que está a punto de suceder es lo contrario a lo que había venido sucediendo.  Y es que desde que la parábola del buen samaritano —que sería la posibiliad de actuar movidos por la compasión en forma de un relato— fue expuesta a la humanidad, la indiferencia ya no es una opción (al menos no para el cristiano); es antítesis del Reino de Dios.  

Jesús, el "pero" de Dios

Necesitábamos un "pero" de Dios. Nos habíamos acostumbrado al dios que bendice a unos y maldice a otros. Da salud a unos y enfermedad a otros. Se "lleva a su lado" a los que queremos y deja de nuestro lado a los que no queremos tanto o a quienes nos hemos acostumbrado. Se nos metió en la cabeza ese dios que nunca se enfada de ser "alabado" y que tras infinidad de rosarios y plegarias voltea a hacernos caso. Era por lo tanto, un dios inalcanzable, lejano, indiferente. Necesitábamos que alguien que nos dijera: dios, pero... Y eso hizo Jesús: él mismo, es el "pero" de Dios, pues su vida y su acción solidaria es lo opuesto a ese dios indiferente, inalcanzable, lejano. Es decir, sin compasión, con minúscula: dios. Movido a compasión, con mayúscula: Dios. Sin compasión: padre. Movido a compasión: Padre y Madre. 

 Jesús, el "pero" del hombre

Y también es el "pero" del hombre, porque sin Jesús llevamos la historia por los caminos de la indiferencia. Y la compasión de Jesús revierte, subvierte y lanza la historia en otra dirección (I. Ellacuría). El “pero” supone el fin de la indiferencia e inaugura la posibilidad de una compasión no sólo reservada a la gente de religión, sino sobre todo al alcance de todos (Cf. Primera Lectura Dt 30, 10-14) Y es que la compasión no puede entrar a la trama sin dejar bien en claro que es, ante todo, algo radicalmente distinto... pero al alcance. Aunque sea diametralmente opuesto a como solíamos reaccionar frente al hombre herido del camino:  la lástima ya no será suficiente, las limosnas y colectas ya no bastarán, las marchas por la paz o por cualquier otro motivo social serán estériles si no mueven a bajarse de la cabalgadura ante el hombre herido. La compasión —desde su irrupción— ya no es un asunto de sentir nada más, sino un asunto de sentir-con-el-otro, sentir-para-el-otro, sentir-en-el-otro; solo así podremos reaccionar —momento práxico— a favor del otro, desde lo que es necesario en realidad, no desde lo que uno cree que es necesario.

Y de nuevo, necesitábamos ese “pero”: estábamos acostumbrados a sentir compasión desde nosotros y para nosotros –sea para ganar la vida eterna o cualquier otra recompensa– y, de nuevo, ese “pero” indica que la compasión ha de vivirse en otra dirección: para-otros, con-otros, en-otros.

Dos tipos de compasión

Podríamos distinguirlas cada una: 1) compasión desde y hacia mí y 2) compasión desde mí, hacia otro. Mi teoría es que sabemos que estamos en la primera, es decir, buscamos sentir compasión desde y hacia mí 1) cuando ésta supone un beneficio inmediato —desde la exención de impuestos hasta  ganarme la vida eterna, salvarme o salvar mi alma— y por lo tanto, 2) cuando la compasión se mueve dentro de mis propios círculos —cuando nuestro interés es convencer a otros de mi manera de ver las cosas, de mi partido político, de mi equipo de fútbol, de mi fe católica o mi ateísmo, de ganar adeptos para la Iglesia—.

La compasión desde mí hacia otro, supone un punto de partida y un punto de llegada concretísimos: mi propia humanidad, la humanidad del otro; o quizá la humanidad de la que todos somos parte, inclusive Dios en su Hijo Jesús kai ho logos sarx egéneto” (Y el Verbo se hizo carne) Jn 1, 14. La compasión desde mí supone un punto fijo, como un compás, que requiere puntear y perforar el papel para no moverse; pero que se abre y se ensancha para lograr dibujar la misericordia en horizontes nunca imaginados.

La compasión desde mí hacia el otro rompe, siguiendo la reflexión del “pero”, la idea del prójimo a la que estábamos acostumbrados a respetar: el otro es el que es de los míos, de mi familia, de mi Iglesia… El “pero” también supone el fin de una compasión hermética al dolor de los que están fuera de mi círculo. En el fondo, esa compasión solo hacia los míos es una compasión indiferente. Jesús, el "pero" de Dios y del hombre, rompe, fractura y hace obsoleta esa manera de reaccionar sólo hacia quienes me representan un valor objetivo y cualitativo.


La compasión desde el centro no tiene futuro

O al menos un futuro esperanzador. Toda vez que a nuestro deseo de cambiar al mundo sin cambiarnos del centro a los bordes le pongamos la etiqueta de “compasión”, el futuro no puede prometer nada. Y no se trata de tradicionalistas ni progresistas. No se trata de la religión, se trata de la Buena Noticia del Reino de Dios. Los bordes, ya sabemos, no sólo son los que no vienen a la Iglesia — ¡bueno fuera que sólo fuera eso!— sino ahí donde el ser humano es arrojado. Y además, donde se le indica que puede volver sólo si se ha convertido al reino del consumismo: si se bautiza, confirma, comulga y se casa con el afán de creer que será alguien si tiene dinero. Mientras esto no suceda son “los nadie” (E. Galeano) que irían al limbo del capitalismo.

Por eso, una compasión movida desde este centro, será siempre una versión barata y distorsionada de la compasión que Jesús introduce en la historia. Será una compasión ultrajada y expuesta en los espectaculares bajo premisas como: ¿Tiene problemas de crédito? ¡Nosotros lo ayudamos! Una pseudo-compasión… porque es hacia los bordes nada más, no desde los bordes. 

La del Reino, la de Jesús, es una compasión desde los bordes, desde las periferias: la trama del hombre no sucede en Jerusalén, sino en el camino a Jericó…Y es ahí, en el movimiento, donde la compasión —y la indiferencia— se mete a la trama de la parábola y de la humanidad. Por alguna razón la compasión y la indiferencia tienen lugar donde hay gente caminando: el que hace carrera —el evangelio habla de un sacerdote y de un levita indiferente, pero ya sabemos que no se limita sólo a lo clerical o religioso—para su propio beneficio, enriquecimiento  y empoderamiento de alguna manera está caminando. Pero también, caminar hacia los bordes y, además, desde los bordes, posibilita la compasión insólita a la que hoy se nos invita en esa consecuencia de un “pero” pronunciado en el momento adecuado, en el lugar adecuado, hacia el oyente dispuesto: «Anda y haz tú lo mismo» 

martes, 2 de julio de 2013

¿Entretenerse con la libertad?

"Para ser libres hemos sido liberados, así que no queramos volver a someternos a la esclavitud". Esta paráfrasis del texto paulino de Gal 5,1 no es una pura afirmación de una obviedad. Se trata de una afirmación que sin pretender definir la libertad mantiene cierta negatividad o carácter crítico que en cierto modo es condición fundamental para la libertad.
Dada por descontado, la libertad aparece como uno de los más importantes mitos de nuestra época. "Todos los seres humanos son libres". Esta afirmación se ve confrontada al menos por tres situaciones de la realidad contemporánea:
1) La reducción de la libertad al ámbito del entretenimiento. Los lugares de ejercicio de la libertad suelen ser ordinariamente los relativos a causas pequeñas: el berrinche del niño que no desea comer su sopa, la pelea del adolescente por obtener un permiso o desvelarse chateando, del joven que desea le den dinero para divertirse, el adulto que desea "su espacio", etc. Sobrecargados por las normas y restricciones de la vida cotidiana pareciera ser que los lugares por excelencia para el ejercicio de la libertad son cosas pequeñas que, o hacen más llevadera la dura realidad o simplemente ofrecen una satisfacción momentánea, cierta sensación de soberanía sobre uno mismo. La idea de la puesta en juego de la libertad (comprometerse) por causas de mayor empeño, riesgo, se muestra -al menos en apariencia- carente de capacidad de convocación. En otras palabras, pareciera que la libertad está más relacionada con el entretenimiento (satisfacciones momentáneas e individuales por lo general) que a la liberación de otros (cambio estructural, apuestas de mayores implicaciones). Puesto así, pareciera que la libertad lejos de liberar en un sentido fuerte, sólo posee una connotación de válvula de escape para reducir la presión o stress, o para calmar las ansias por medio de una sensación de satisfacción. La libertad pasa a formar parte de los medios (y funciones) de entretenimiento. Esta función no es despreciable, lo problemático es la reducción a sólo esta faceta de la libertad.

Y es que 2) la idea difusa de la igualdad en términos también de libertad puede ser un buen pretexto para la indiferencia. Al asumir que todos son libres, ignorando la situación de aquellos cuya situación de vida los coloca no sólo al borde de la humanidad sino prácticamente los expulsa hacia esa región de marginalidad en la que no es posible sobrevivir sin romper las "reglas del orden". En algunas situaciones humanas la libertad es una palabra que o no aparece casi -pues o carece de sentido en dicho contexto, o es una aspiración de difícil acceso-  o es la justificación empleada por otros para desentenderse de su pobreza y exclusión. El presupuesto de la igualdad en la libertad se puede usar para exigir responsabilidad acorde al "orden público" a aquellos que para sobrevivir sus únicas opciones son o la delincuencia o la infrahumanidad -aceptar ser menos que humanos.
No se niega que la afirmación de la igualdad de todos los seres humanos en referencia a la libertad es algo que tiene un carácter de "imperativo" (algo que debe ser), pero esto parece diluirse ante la falta de quien se descubra interpelado para llevar a cabo dicho "imperativo".

3) La libertad desde la gratuidad.
Ante la intensidad de la libertad como entretenimiento (dimensión afectiva de la libertad como calmante para la angustia) y la ambigüedad del presupuesto de la igualdad en la condición de libertad (dimensión ideológica de la libertad como neutralizador de culpa y/o responsabilidad) la posibilidad de una alternativa que pueda hacerles frente es todo un desafío. Es por eso que la propuesta del seguimiento de Jesús, p.ej. en el texto de Lc 9,51-62, constituye una fuerte llamada a darle este sentido fuerte a la libertad: poner todo en juego -incluso la libertad misma al comprometerse- por algo que va más allá de uno mismo.
Lejos de seguir a Jesús como efecto de una obligación o necesidad sin alternativa, el seguimiento aparece enmarcado como algo que bien podría no hacerse, pero que de ser acogido como opción de vida, se trata de una opción exigente, una liberación de la libertad mediante el compromiso con una práctica liberadora hecha gratuitamente. Precisamente al no haber ninguna obligación "de Ley" para aceptar, sin amenaza, ni castigo, la opción ha de ser realizada desde la gratuidad. Este planteamiento no pretende ser una opción irracional o basada en puro voluntarismo. Se trata de la condición de verdad de la libertad misma, no como una propiedad individual -especialmente al comparar que en la antigüedad ésa era una categoría o diferenciador social mientras que en la actualidad se pretende que sea igualador social independientemente de la clase social o nivel socioeconómico- sino como un acto de donación y compromiso. Los tres ejemplos en relación al seguimiento presentados por Lucas ponen claro esto: se trata de una apuesta con una buena dosis de incertidumbre, de no saber del todo las implicaciones; la opción del seguimiento implica la disposición a rupturas significativas; y finalmente implica un ponerse en juego en serio, cierta fidelidad a la causa con la que se compromete. ("no tener donde reposar la cabeza", "dejar que los muertos entierren a sus muertos" y "no poner la mano en el arado y mirar hacia atrás" respectivamente).

En síntesis, a través de la propuesta del seguimiento de Jesús el evangelio introduce una provocación de y a la libertad de tal modo que ésa pueda ser no sólo un potencial de decisión y o elección, sino también  potencial de verdad, potencial de verdad que no concluye en el puro individuo sino que pasando por la ruptura -incluso de la libertad misma- hace posible su verdad misma: liberar en vez de esclavizar o mantener esclavizados, apuesta responsable y comprometida en vez de puro cinismo o ingenuidad, entrega radical y gratuita antes que intercambio comercial. Si bien es cierto que Jesús elogia a quien es fiel en lo pequeño, eso no implica que la libertad en el contexto cristiano deba reducirse a pasar la vida con serenidad o a su experiencia como propiedad y bien privados, al contrario se le potencia para que haga posible algo más grande que sí misma… la libertad no es fin a sí misma, so pena de volverse esclavitud. Lo que sea que el Reino es, es una liberación de la libertad a través de una alianza o compromiso profundos, es por ello que no basta la actitud y capacidad de crítica si no que es necesaria la capacidad de ponerse en juego, de comprometerse con algo… con el Reino. "Entretenerse -demasiado- con la libertad" puede ser ocasión de su pérdida, o de la marginación de otros respecto de ella…