domingo, 11 de septiembre de 2016

El terrorismo de la misericordia

«Éste recibe a los pecadores y come con ellos»


Con frecuencia el uso del lenguaje religioso es un desafío. No sólo por la distancia temporal y espacial, sino porque se corre frecuentemente el riesgo de considerar a dicho lenguaje –junto con los gestos y acontecimientos que le dan contenido– como algo meramente "caído del cielo", sin ninguna clase de vínculo con su contexto histórico. Más aún, en algunos casos, como en el de la misericordia, se termina reduciendo el uso de ese lenguaje al ámbito de lo personal, con lo que se pierde la perspectiva de su original potencial subversivo y crítico, y a la vez creador .

Ciertamente, la misericordia del Nuevo Testamento no es ninguna novedad como tema con respecto del Antiguo. Ya se hablaba de ella como atributo divino mucho antes de que Jesús hubiera nacido. Sin embargo, las parábolas de la misericordia que aparecen en Lucas (Lc 15,1-32) parecen brindar una perspectiva desafiante típica de la propuesta de Jesús.

La ocasión de la presentación de las parábolas la propicia un gesto de Jesús: acogía a los pecadores y comía con ellos. Es dentro de este marco que conviene procurar leer las parábolas.

Las tres parábolas cuentan que algo pasa. Con la narración se ponen en evidencia y en juego una serie de lógicas que constituyen el corazón de lo que acontece –la lógica del lector, la del 'sentido común', la de algún protagonista de la parábola, la del Reino. Pasan cosas pues, y en eso, se da un conflicto de lógicas que permite reconocer que algo ha sucedido. En este caso, la lógica que genera contraste es la que corresponde a la misericordia. ¿Cuál es la lógica confrontada? En términos de la época, era la lógica de la Pureza. En téminos de nuestra época dicha lógica bien podría ser considerada como la lógica de la Seguridad.

El orden de la Pureza: políticas de Seguridad

Entre Pureza y Seguridad se da una analogía en términos de la función que desempeñaban. Por ejemplo, lo que en el libro del Éxodo aparece como idolatría, era una práctica considerada pecaminosa cuya consecuencia era algún tipo de castigo en forma de pérdida (de libertad, de salud, de territorio, de bienestar, de soberanía, etc.). Pecar no sólo era una traición a Yahveh, sino que ponía en riesgo la seguridad del pueblo. De hecho, continuamente en distintos pasajes del AT algún personaje preguntaba a algún otro «¿qué has hecho?» acompañando esta pregunta de algún temor por la seguridad y/o bienestar de sí mismo o del pueblo  (cuando Abram engaña al Faraón, cuando Jonás va en el barco evitando ir a Nínive, etc.). Evitar el pecado era una política de seguridad. En este contexto, en el que el sentido de lo comunitario o colectivo era mucho más fuerte hablar de seguridad no era sólo asunto personal, sino colectivo.
Por otra parte, los textos de Ex 32,7-11.13-14 y 1 Tim 1,12-17 son textos que presentan un tema común: la contención de la violencia. Mientras en Exodo Moisés "evita" que se desate la violencia (ira de Yahveh) contra Israel por su idolatría, en la Carta a Timoteo Pablo narra cómo dejó de ser perseguidor de los cristianos por misericordia de Dios. Cabe notar que son muy conocidos los textos del AT en que se evoca la misericordia de Yahveh para contener su ira (la cuestión de la ira de Yahveh no la trataré aquí). Concurren así los dos elementos de esta reflexión. Si contener la violencia es uno de los rasgos fundamentales del discurso securitario, bíblicamente la Misericordia es el medio por excelencia para contenerla, pues ¿qué violencia más amenazante y potente que la divina? No obstante, en la práctica se tenía una clara –y comprensible en términos prácticos– distinción en lo que respecta a políticas de seguridad: por un lado, la instancia política que era la Ley y que marginaba al individuo impuro, al portador del mal, del pecado, y por otro, la instancia teológica que era la misericordia de Yahveh, que siempre reaparecía cuando era necesario redimir la totalidad del pueblo. En otras palabras, la ley para los individuos, la misericordia para todo el pueblo.

Dado lo anterior, la práctica de Jesús de acoger a los pecadores y comer con ellos constituía un problema complejo: por un lado, era una imprudencia, un atentado contra la seguridad del pueblo. Por otro lado, al ejercer la misericordia recuperaba no sólo la dimensión teológica propia de la tradición bíblica, sino que su práctica iba más allá de la tradición, pues estaba orientada a redimir individuos concretos. Así, ante la práctica de Jesús, más allá de la cuestión moral entraba en escena una preocupación muy concreta y realista: ¿qué hay de la seguridad?


El individuo peligroso: el terrorista

Para comprender mejor tanto este aspecto de la práctica de Jesús como su posible potencial crítico respecto de algunos elementos de nuestra vida actual, conviene recordar la crítica que hace M. Foucault sobre el «individuo peligroso»: la sociedad no tiene derecho sobre el individuo más que a partir de lo que éste hace, en concreto, de un acto definido como infracción a la ley y que puede dar lugar a una sanción. Sin embargo, en la medida en que se ha puesto más énfasis en el criminal como sujeto del acto (el que lo comete), y más aún, conforme se ha visto al individuo peligroso como virtualidad de actos (el que puede hacer actos criminales), se le da poder a la sociedad sobre el individuo ya no a partir de lo que éste hace sino de lo que es, atribuyéndole prácticamente una naturaleza peligrosa. La figura que encarna este proceso es el terrorista. Esto se constata en las políticas adoptadas respecto de los musulmanes en Estados Unidos y Europa, pero también se aplica –en distintas formas– con migrantes, refugiados, habitantes de zonas marginales –no cualquiera entra en una Plaza Comercial–, homosexuales, etc. Cada vez más la seguridad implica partir del ser para elaborar las políticas públicas, y esto se nota más en algunos grupos que en otros. Por ejemplo, hay quien rechaza a los migrantes porque los considera delincuentes, a los extranjeros como portadores de virus culturales –"van a destruir nuestra cultura"–, a los homosexuales como signo de una degeneración biológica y moral, a los musulmanes como terroristas. A partir de tales concepciones, se elaboran políticas, leyes, orientadas a "proteger" y garantizar la seguridad del pueblo y de los intereses de quienes "no representan una amenaza", o al menos no tan fuerte, o que incluso se perciben como miembros benéficos de la sociedad.
Es cierto que hay muchas razones y factores por los que se enfatiza tanto la seguridad que ha llegado incluso a desplazar el tema de la libertad. No obstante, el hecho es que hay al menos dos polos significativos: la creciente disposición a la restricción de libertades con tal de garantizar la seguridad, y la creciente difusión de un concepto de libertad asociado a cierto estilo de vida que pide ser garantizado y protegido. Uno por miedo y otro por placer, ambos sectores recurren y se someten a las políticas de seguridad. Aunque la seguridad aparezca también como derecho humano, pareciera que ésta no puede ser para todos.

Jesús ¿un terrorista?

El tema de la seguridad de un modo u otro nos atañe e interesa. Sin embargo, parece ser que Jesús no sólo expuso su seguridad (integridad física) con su práctica misericordiosa –hoy diríamos "es libre, que haga lo que quiera"– sino que también afectó así los cimientos de su sociedad, de su estilo de vida, ya que apelando a la misericordia que contenía la peor de las violencias terminó sufriendo los efectos del desatarse de la violencia de la sociedad contra él. Su muerte no fue un accidente ni un fallecimiento, fue una ejecución pública (por eso afirmo que fue contra los cimientos de su sociedad y no fue un simple y fortuito linchamiento, los evangelios se esmeran en dejar ver eso). No importó que se comportara como Yahveh –no en el atributo de juez sino de misericordia–, ni que hubiera acercado a otros al Reino de Dios, Jesús era un «individuo peligroso». Acercándose a los portadores del mal, de la impureza, Jesús reactivó el potencial peligro que esos individuos representaban para su sociedad. Aunque éstos siguieran presentes en la sociedad, los puros podrían aducir ante la amenaza de castigo que jamás estuvieron de acuerdo, pero al aparecer alguien que no sólo los convoca y acoge, sino que lo hace emulando a Dios, expone a su destrucción el mismo sistema sobre el que su estilo de vida se había construido: la separación, el privilegio, la marginación, y sobre todo, la expulsión de la inseguridad. Efectivamente, si cumplir la ley garantizaba la salvación, no había más incertidumbre: cumple y vivirás.  Es el mismo discurso que condiciona la libertad para mantener una situación injusta. Evitar el riesgo de perder, de padecer, aunque sea a costa de otro se presenta como el imperativo implícito en toda nuestra forma de vida. Pero el olvido del prójimo, y más aún, de la misericordia, no hacía sino mantener vivo y latente un Dios –un otro– temido más que amado. Jesús, con su misericordia, puso en evidencia ese temor que produce aferramientos y cerrazones más empecinados que la razón más convencida.
La misericordia del Reino desató la violencia de quién vio amenazado algo de su propia vida, de lo que mantenía organizada su sociedad, aunque implicara la marginación y sacrificio de algunos, mientras que por otra parte, protegió a otros de esa violencia que pendía permanentemente sobre sus cabezas. Interesante paradoja: la misericordia en Dios contiene la violencia sobre el ser humano, la misericordia en el ser humano desata la violencia contra otro ser humano. Esto contrasta con la visión de la misericordia como algo que funciona de suyo infaliblemente, como algo meramente emotivo. La misericordia es hondamente sociopolítica, y sus implicaciones también se dan en ese ámbito. La misericordia que contiene la violencia contra unos implica disponerse a (la posibilidad de) padecerla. ¿No ocurre lo mismo con el padre de la parábola de los dos hijos, quien vive la violencia de ambos en dos momentos distintos? No es lo mismo proteger que contener. Lo primero tiende a anticipar, lo segundo no sólo padece los efectos de su acción sino que tiene una fuerte carga de presente. Como contención, la primera violencia que es contenida es la propia, no es cuestión del mérito de otro. 
Tal vez haya que decirlo sin tapujos, la misericordia reactiva el potencial nocivo o "terrorífico" del otro (¿no oponemos frecuentemente "peros" al discurso misericordioso? ¡Y no sin razón! pero es de llamar la atención la constancia de ese discurso interesado en «desactivar el potencial de daño del otro»), y a su vez abre una puerta a la posibilidad de que el otro pueda ser ocasión de alegría. La misericordia no niega ni desactiva el potencial violento del otro, pero hace posible que esa violencia encuentre un límite, una contención, o más aún, una superación. No a través de más atadura o exclusiones sino de un vínculo de reconocimiento mutuo, del optar por un uso distinto de la propia violencia, del esfuerzo de pensar y esforzarse juntos por coexistir (pudiera servir de muestra la película "La bestia/Danny The Dog" de Jet Li y Morgan Freeman). Todo esto implica probablemente algo de política, debate, tensión, buscar formas de coexistir, pero también da lugar a la posibilidad de descubrir la alegría de vivir porque el otro también vive.
Tal vez por eso hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte: porque es la superación de la violencia del ser humano contra el ser humano, la cual no se da por tolerancia o reglamentación extrema de protocolos de convivencia, sino en ese combate arriesgado por hacer lugar a otros, en ese movimiento que va de unos a otros.

El «terrorismo» de la misericordia 

Esto implica que el esfuerzo cristiano en la práctica de la misericordia ha de afrontar el reto de repensar la seguridad y sus políticas (que no ha de ser dejada de lado) pero de modo que no termine suprimiendo ni la libertad ni marginando, empobreciendo o excluyendo a otros. No se trata de salvar un sistema económico o un estilo de vida idealizado por una clase social, sino de seres humanos y del planeta en el que cohabitan. Más que nunca, la seguridad no puede ser considerada como tema obvio o neutro, pero del mismo modo, mucho menos la misericordia puede dejar de lado su intrínseca dimensión sociopolítica. Hablar cristianamente de misericordia significa también un modo muy concreto de contener la violencia de unos a otros, y por tanto, que nos exige abrir otros modos de afrontar nuestras tensiones y diferencias sin privar a otros ni de su dignidad, derechos, subsistencia o existencia. Todo esto no se da sin cierta pérdida. Como la que unos pueden temer y como la que otros pueden no estar dispuestos a aceptar (hablando del miedo y placer ya mencionados). En ese sentido hablamos del «terrorismo de la misericordia.»

A la luz del evangelio, posiblemente la misericordia sea la forma de amor que hace fiesta por la existencia digna del otro, al cual hemos podido ver como amenaza o enemigo, que hace posible esa existencia digna tanto en lo personal como en lo social, político y económico. Toda misericordia que no se involucre en esto, podrá ser loada y bien aceptada socialmente, pero puede no ser sino un medio más para mantener el estado de las cosas tal como está pero con la conciencia "contenta".

Mucho se ha hablado de la misericordia, mas me parece que en realidad, dadas las trabas y peros que ponemos y las difíciles preguntas a nivel práctico que nos plantea, sigue siendo un desafío a asumir con seriedad, ya que seguirá amenazando nuestras cómodas construcciones de modos de vivir que opriman, empobrezcan, marginen a otros... mientras que seguirá abriendo también posibilidades de una vida que festejar entre todos y todas...


"Mientras que el otro siempre es para nosotros amenaza de muerte, el creyente, en un movimiento irracional, también espera de él la vida. Dar lugar al prójimo será ceder el sitio –en mayor o menor grado, morir– y vivir. Eso no es pasividad sino combate para dar lugar a otros, en el discurso, en la colaboración colectiva, etc. Ese trabajo de hospitalidad respecto del extranjero es la forma misma del lenguaje cristiano. […] Al rehusarse a tomar el lugar de la verdad, así pueden [los cristianos] confesar su fe en lo que nos atrevemos a llamar Dios; Dios, indisociable para nosotros de la experiencia que torna a los hombres irreductibles y necesarios a la vez unos a otros." (M. De Certeau)






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