domingo, 29 de septiembre de 2013

El Evangelio no presenta a un rico "malo", sino a uno que no hizo nada.

26 Domingo Ordinario / 29 de Septiembre de 2013
Lc 16, 19-31

No se trata de un rico "malo". El hecho de que al final de la parábola, el rico se preocupe por sus cinco hermanos, habla de que tenía esa capacidad de pensar en otros -aunque sean de su núcleo más inmediato-. No se dice tampoco que el rico tratara mal a Lázaro, ni que se burlara de él... ni siquiera dice que Lázaro fuera pobre por su culpa. El Evangelio no presenta a un rico "malo", sino a un rico que no hizo nada. 

Además, se habla de un "abismo inmenso" que separa al rico de Lázaro. Leyendo el texto, podríamos deducir que este abismo se trata de un "castigo" hacia el rico y un "premio" hacia Lázaro. Pero bastante tiempo nos ha tomado el deshacernos del Dios de los premios y castigos, para abrirnos al Padre respetuoso de la libertad humana, el Padre siempre dispuesto a permanecer y rescatar. Por lo tanto, la parábola no podría ser, sin más, un relato de premios y castigos, sino una historia para ser asumida, construida, reconstruida. Se trata de una historia de posibilidades nuevas, donde la indiferencia no tendría lugar, donde la compasión sea el motor de todo sistema económico y político. 

El abismo no es algo que se dió cuando ambos murieron, sino que es la extensión de lo que ambos vivieron. El rico no estaba cerca de Lázaro, ni teniéndolo en su propia puerta. Ese abismo, hoy, es la indiferencia de la que hablaba Boff: «cuando juzguen nuestro tiempo las generaciones futuras, nos tacharán de bárbaros, inhumanos y despiadados por nuestra enorme insensibilidad frente a los padecimientos de nuestros propios hermanos y hermanas».

Pero la parábola no se contenta con hablar de la indiferencia; se clava, además, en el corazón, el clamor del profeta Amós: que la única religión válida es, no la que «canturrea al son del arpa», sino la que se vive desde la «preocupación por las desgracias» de los seres humanos. 

Se trata de un cristianismo desbordado: los bordes no son barreras, sino camino, senda, posbilidad de caminar, posibilidad de salvación en el Dios que «hace justicia al oprimido, que da pan a los hambrientos y libera al cautivo» (Salmo 145) 

domingo, 22 de septiembre de 2013

“Padre, no podemos entender el catecismo con la panza vacía”

25 Domingo Ordinario
Lc 16, 1-13

Perdida, casi imperceptible como suele ser la intervención de Dios en la historia humana, a un lado de las vías del tren, una construcción a medio terminar es lugar de encuentro y de hospitalidad. Se trata de un cuarto sencillo, humilde —si por humildad recuperamos la etimología latina humus que significa tierra, al decir un cuarto humilde nos referimos a un lugar que está en la tierra, bien enraizado a lo terrenal como comer— que sirve de desayunador a muchos niños que viven en los bordes, allá por las vías del tren en el Maclovio

Se trata de los not-wanted, de los que sobran en la ciudad, de cuyas vidas se puede prescindir y hacer como si no existieran. Nos decían que un niño, le dijo al sacerdote misionero oblato de María Inmaculada que atiende esta comunidad: “Padre, no podemos entender el catecismo con la panza vacía”  ¿Cómo hablarles de Dios a los arrojados a los bordes? ¿Qué teología, qué sermón tiene sentido aquí?  ¿Qué chingados se puede decir sobre la justicia donde abunda la injusticia? Decir que la justicia es necesaria no es solamente un discurso vacío sino hasta insultante. Decir que Dios los ama con la panza vacía es la peor blasfemia. Como último recurso, el silencio. «Hablar de Cristo significa callar» (D. Bonhöeffer)

El silencio abrió la puerta al Evangelio.  Entendimos que evangelizar no es un asunto de recitar mecánicamente unos textos del Evangelio. Evangelizar a veces es callarse, mirar, conmoverse, reaccionar, volver a callar, hacer, recibir, amar.

Camino de regreso, pensábamos: «Imagínense que el obispo dijera: “Vamos a cerrar todas las parroquias bien ubicadas en las zonas y fraccionamientos ‘bien’ y vamos a abrir puras comunidades en las periferias. Si alguien quiere ir a misa, que vaya a los bordes, si no ¿pa qué ir?”» Reflexiones de jóvenes insensatos, imprudentes, revoltosos. Nos tomamos al pie de la letra eso que Francisco decía a los jóvenes argentinos en Río: «Espero líos en las diócesis».


«No se puede servir a Dios y al dinero»… y nos encantaría añadirle: «excepto en…» La propuesta seduce, invita, pide una opción, «pero toda opción implica un enfrentamiento» (González Faus) La propuesta no es la compatibilidad, sino la opción por unos y el enfrentamiento con otros. 

Hacen falta varias cosas en el desayunador: un refrigerador, abanicos, una lona para identificarlo... hacen falta mesas plegables, es decir, falta un altar, una mesa fraterna. Yo no se a dónde vamos como Iglesia mientras que sigan existendo altares costosísimos en algunas parroquias, y no haya mesas plegables donde la Pastoral Social de la Capilla de San Martin de Porres pueda darles de desayunar a los niños. Qué razón tenía Arrupe: «Mientras siga habiendo hambre en el mundo, nuestras Eucaristías de alguna forma serán incompletas». El asunto no se resuelve donando unas cuantas mesas, sino cuando decidamos ir a los bordes, vivir el ser crisitiano y ser humano desde los bordes. Otro cristianismo me parece que sería ridículo; sólo tiene sentido aquel que, siguiendo a Jesús (a él, unicamente a él, centralmente a él, radicalmente a él, apasiondamente a él) sepa caminar en la dirección que el evangelio traza: los últimos, los excluidos. 


lunes, 9 de septiembre de 2013

Preferir al que prefiere a otros...

XXIII Domingo Ordinario
8 de Septiembre de 2013

El texto del Evangelio nos sitúa en uno de esos momentos en los que el mensaje de Jesús puede parecer chocante, irritante, y hasta contradictorio. Las paradojas cristianas son consecuencias de meter a Dios en nuestro lenguaje. Y al parecer, Jesús lo sabe, puesto que explica dos ejemplos para aclarar el panorama de su invitación a preferirlo a él. De entrada, un Dios que exige ser preferido por encima de «padre, madre, esposo (a), hijos (as), hermanos (as) más aún, por encima de sí mismo» se puede parecer a ese dios de Nietzsche: «No puedo creer en un Dios que quiera ser alabado todo el tiempo» Es decir, un Dios que lo único que tiene en mente es su gloria, el reconocimiento de su poder por parte de sus creaturas, se asemeja a ese dios que, egoístamente, nos pide preferirlo a él en lugar de aquellos a quienes amamos, so pena de que al no hacerlo, no podemos ser discípulos suyos.  

Por eso quizá sea necesario recordar que desde Jesús, preferir a Dios es en realidad preferir al hombre, especialmente al herido, al vulnerable, al excluido, pero desde una opción concreta: la del Reino de Dios.

Preferir a la familia –o aquello que represente lo válido– fuera del Reino de Dios es olvidarse de otros, es desentenderse del dolor ajeno, es negar ese dinamismo humano que nos hace capaces de la bondad, de la misericordia, de la justicia, de la solidaridad. Preferir a la familia al margen del Reino de Dios es reducir la perspectiva:  los hijos se vuelven objeto de consumo emocional (Z. Bauman), el amor esponsal se vuelve ensimismamiento compartido, la fraternidad se vive desde el costo-beneficio. Cuando hablamos de preferir “fuera” del Reino de Dios, no hablamos de la imposibilidad de preferir a Dios en el hombre herido al margen de la Iglesia, ya que, 1) el Reino de Dios no es la Iglesia, sino que ésta está al servicio de aquel y 2) porque desde hace algunos años, la teología se ha dejado afectar por aquella palabra de Jesús que dirigió a un hombre que entendió que se podía vivir al margen de la condena y el rechazo: «Tú no estás lejos del Reino de Dios» (Mc 12, 34)

Preferir a Dios es situarse en esa lógica –a veces ilógica– del Reino de Dios, que no busca estarle recordando a Dios su poder, sino que nos invita a darle preferencia a los que Dios prefiere. Se trata de una preferencia que configura la vida en su totalidad, no sólo en el ámbito religioso, sino también en el espacio personal y social, político y económico. Y es la opción más difícil, porque es la más romántica, la que se presta a suponer que se trata de una opción ideológica que no conlleva realización alguna fuera del pensar. Preferir no es sólo creer en algo, sino creer que Alguien –y algunos– pueden configurar su horario, su agenda y su corazón a amar y optar por los que han sido arrojados a los bordes. El cristianismo no es un asunto de creer que Dios resolverá el mundo, sino creer que es posible dar el salto de la idea a la realización concreta. El Reino de Dios, como acción dinámica, creativa, iniciada por ese “Dios-con-nosotros” e historizada por los hombres, se desvela como la posibilidad de hacer ese “otro mundo posible”.