sábado, 15 de octubre de 2016

¿Una fe para tiempos descreídos? Anhelo de justicia (Jesús y Horkheimer)

"Cuando venga el Hijo del hombre, ¿hallará fe sobre la tierra?" (Lc 18,8). Así concluye lapidariamente la exhortación de Jesús a orar. Sin duda es desconcertante ya que no es una mera pregunta retórica. El texto original griego utiliza una partícula que clarifica muy bien la intención de plantear una interrogante y no queda claro si esperaba una respuesta positiva o negativa. Jesús no es un optimista ingenuo o empedernido como tampoco es un pesimista amargado... es un pesimista esperanzado.

Ante tal interrogante no pude evitar evocar el pensamiento de Max Horkheimer, un agnóstico declarado que hizo del anhelo de justicia –anhelo arraigado en el sufrimiento de las víctimas de la historia, no en un inane buen deseo o un voluntarioso optimismo– el fulcro de un pensamiento filosófico y social crítico y comprometido con los sufrientes y aplastados por el avance de una razón ciega, centrada en el dominio. Así como Jesús no sabe "si hallará fe", Horkheimer, como agnóstico, tampoco sabe si nos espera algo mejor o peor en el futuro –aunque lo peor parece llevar la de ganar– y, desde su pensamiento que busca un saber que no sea una forma de dominio, abre una puerta para la experiencia cristiana contemporánea.

Si existe la duda de si habrá fe sobre la tierra, conviene no olvidar que este planteamiento se hace después de haber expresado la fuerza del clamor de justicia en el ámbito de Dios. Si en la tierra el clamor de justicia de quien sufre la injusticia es terrible, en "el cielo" es aun más fuerte. Es una convicción clara y tremenda de Jesús. Tan intensa que ni el mismo Dios puede esperar. Ese clamor hace que Dios se desborde. Sin embargo, la realidad parece ser contratante. No se ve esa respuesta inmediata. Tal vez por ese motivo la pregunta conclusiva, porque la fe de Jesús va ligada indisociablemente de esa respuesta ante la injusticia que no la ignora ni tolera, al contrario, la reconoce y se mantiene inexorable frente al a exigencia de justicia. Claro que esta exigencia es muy distinta de la sed de venganza o la demanda de un castigo. La exigencia de justicia, o más aún, el anhelo de justicia, es algo que, aunque se diga que es cuestión de vida o muerte no implica decidir sobre la vida de otro, sino que más bien poniendo en juego a otro lo pone en juego todo. Si ese anhelo no se sostiene, posiblemente la fe menos.

Visto así orar no es simplemente pedir un deseo –aunque sí es un modo de orientar el deseo– sino mantener viva una tensión, una resistencia, o más aún, un anhelo. De otro modo, puede convertirse en pura evasión de la realidad, autoengaño, o cínico dejarse engañar. Y si la oración es fundamental en la experiencia religiosa, afecta también en el modo de creer. Dicho en otros términos, tal vez la dificultad de creer de nuestro tiempo se deba a que queremos mantener viva una manera de creer que ya no tiene ni la fuerza para nada –o nada que valga la pena– y que posiblemente tampoco sea digna de nuestro tiempo. Ante generaciones desencantadas, que se desenvuelven entre el cinismo y el derrotismo –aunque haya mucho positivismo u optimismo, muchas veces no es sino una forma de fomentar violencias peores de manera más sutil–, y que tienen que enfrentar la crisis de credibilidad de las instituciones –incluidas la Iglesia católica, la religión, la familia, y todo aquello que hasta hace un tiempo podía fungir como medio para mantener todas las piezas de la sociedad y de la existencia juntas– tal vez la forma de creer no sea ahora sino la del anhelo. Nos gustaría saber. Saber con seguridad que las cosas irán mejor. Que la realidad si cambia. Que la vida vale la pena. Pero lo que sabemos es contrastante. A veces nos puede animar, pero en el saber, por más que avancemos en la técnica y en la ciencia, no parece tener mucho que prometer. Correr detrás de "saberes" que prometen eficacia, bienestar, paz, no es un remedio más sano. En el fondo, ocurre lo que ya dijo Sartre –un ateo– en El ser y la nada: "Creer, es saber que uno cree, y saber que uno cree es ya no creer. Así, creer es ya no creer porque eso no es más que sólo creer." 

Por otra parte, es precisamente el anhelo de justicia lo que parece estar en proceso de extirpación en la humanidad contemporánea. No hablo de indignación, de políticas de derechos humanos, ni de "pago" a las víctimas. Hablo de la capacidad de anhelar justicia. Nuestra intolerancia y eficacia no aceptan la espera, la tensión, la insatisfacción, la finitud. Lo políticamente correcto nos engulle, generando nuevas formas de cinismo y burocracia lingüística. La impaciencia, el derrotismo, la desesperanza apuntan a eliminar todo vestigio ya no de voluntad sino del anhelo mismo de justicia. Pero el anhelo es vigilante, no da por concluido, no sabe del todo. El deseo mueve a actuar pero también ciega. El anhelo es el ojo que, adolorido, reconoce el dolor, no lo ve en todas partes, lo siente. No lo evita, se hace cargo de él. El anhelo está descentrado de sí mismo y reconoce sus límites, pero asimismo constata la irrealidad de la desesperación, pues abre una puerta, una fisura, donde y cuando pareciera ya no haber nada más.
El anhelo implica colocarse en un lugar muy específico, dejarse provocar y afectar en la sensibilidad, en el pensamiento. Se produce como ruptura de un presente, como memoria de un pasado, como provocación de un futuro, pero sobre todo como expresión de una solidaridad que hunde sus raíces en la finitud, en lo limitado de nuestra existencia. El anhelo resiste a caer bajo el encanto de cuanto niega nuestra finitud, y a la vez no cede ante lo que pretende ser absoluto al grado de no dejar más salidas. Tal vez, en el fondo, lo que la intuición cristiana ha entendido como alma sea eso: la irrupción de otro "que rompe nuestro aislamiento respetando nuestra soledad" (Panikkar).

Una fe cristiana en este tiempo tal vez deba tomar la forma más de anhelo de justicia, ser más humilde pero no menos pretensiosa –clamar por justicia tal vez sea mucho pedir, pero tampoco podemos pedir menos–; más concreta pero no menos abierta; más comprometedora pero no menos exigente; más humana pero no menos divina en cuanto nos abre y vincula a otro; más desgastante por cuanto implique de esfuerzo pero no menos arraigada en la solidaridad que fortalece; más "laica" pero no menos "religiosa" en tanto que sigue siendo una apuesta; más fraterna pero no menos filial ya que en cierto modo la justicia requiere reconocer un vínculo cuya fuente no se reduzca a uno mismo; más encarnada pero no menos espiritual, pues la justicia y el anhelo no son final sino comienzo; más atenta a las relaciones pero no menos profunda en tanto que nos revela una profundidad inusitada en y entre nosotros/as –y tal vez más necesaria que nunca–; más incierta pero no menos confiada; más mesurada en lo que afirma pero no menos arriesgada en su apuesta... en fin, más anhelo de justicia pero no menos amor, pues sólo el amor hace posible ese anhelo, lo alimenta y lo hace fecundo... 

No sé si haya fe "cuando regrese el Hijo del hombre", pero si hay anhelo de justicia, es posible que haya esperanza para la fe... y que la fe siga siendo espacio para la esperanza... es posible que haya humanos y que se vivan como hermanos y hermanas.
¿No es acaso la resurrección el anhelo de Dios de que la injusticia no sea la última palabra del (y en el) ser humano?

Sabiendo que el anhelo de justicia no es sólo indignación, ni sólo buen deseo, sino algo que compromete hasta el sentido de la propia existencia, cabe hacer un juego de palabras conforme a lo dicho: "y cuando regrese el Hijo del hombre ¿hallará anhelo de justicia sobre la tierra?, y más aún,  ¿hallará anhelo de justicia en los cristianos? ¿en la Iglesia?"


domingo, 9 de octubre de 2016

Sartre y el evangelio: no basta sanar...

Los textos evangélicos nos colocan con frecuencia frente a situaciones que, al menos en apariencia, nos resultan muy lejanas y posiblemente hasta difícilmente comprensibles. Al menos así parecería con el caso de los diez leprosos que son sanados y de los cuales sólo uno regresa a dar gracias. ¿Acaso Jesús esperaba un agradecimiento? Me atrevo a proponer que más bien se trataba de otra cosa mucho más significativa y a la vez arriesgada.

La lepra ¿una enfermedad sartriana?

En su obra de teatro de un solo acto, A puerta cerrada (Huis clos), el filósofo Jean-Paul Sartre presenta una visión del infierno que resalta no sólo por su simplicidad sino también por su cercanía a la experiencia humana. En ella aparece una afirmación que ha trascendido grandemente: "el infierno son los Otros", o tal vez con una traducción más literal, "el infierno es los Otros".
En el desarrollo de la obra se constata cómo la mirada de los otros frente al tentativo desesperado de salvar el ser deseable del ser humano constituye un infierno. No se trata sólo de los prejuicios, sino de lo que se piense efectivamente, sobre uno mismo. Cada uno de los protagonistas en el intento de evadir la razón de su presencia en el infierno va revelando su vida bajo la presión desconfiada de los otros y, una vez revelada su debilidad o maldad, su lado oscuro e inaceptable a la mirada de otros, terminan por entrar en un juego desesperado: pretender aislarse y someterse a los otros a cambio de ser mirados como deseables, como la ilusión que trataron de preservar de sí mismos. La mirada del otro es terrible.
Esto es lo que sucede precisamente con la lepra. Se trata de una enfermedad primordialmente visible. Sea en el formato de la pérdida gradual de la carne y la sensibilidad, sea como simple manifestación de afecciones de la piel, es algo visible. La exclusión del leproso del resto de la comunidad no es simple gesto voluntario. Es que no puede ocultarse de la mirada de los demás. Como enfermedad social –ya que tiene claras implicaciones sociales– podría ser leída como un tentativo de la sociedad de erradicar el síntoma de un mal cuyas causas no logra o no quiere identificar. Ante la mirada de los otros el leproso se va degradando mientras éste intenta preservar su ser a pesar de irse convirtiendo en una nada –social, existencial y físicamente hablando.
Dicho de otro modo, la lepra es el síntoma de un malestar de nuestra época: la imposibilidad de escapar del mundo y régimen de la percepción, el fracaso en el intento de preservar la integridad de sí –algunos dirían "interior"– ante la amenazante mirada del otro, la cual se busca eliminar o manipular. A medida que se radicaliza el proceso de neutralización o eliminación de la mirada/percepción del otro –bajo consignas como "no me importa lo que digan los demás", "así pienso yo, lo siento", o incluso con una aceptación acrítica de "máximas de sabiduría" del tipo de los Cuatro Acuerdos en los que la palabra del otro viene neutralizada– progresivamente se produce un desvanecimiento del yo, pues, ¿qué queda cuando ya no hay percepción de otro? El nihilismo contemporáneo lo sabe bien. Cuando todo es percepción no hay nada. Esto no significa que no haya que consolidar la personalidad mediante cierta autoafirmación, sino que ésta autoafirmación no implica de suyo la neutralización del otro sino su reconocimiento y –¿por qué no?– hasta su confrontación.
Deshechos por ser objeto de deseo, deseables, por mantener la ilusión que de nosotros mismos hemos creado, al constatar lo imposible y desgastante de la tarea o incluso el fracaso en ella, no sólo vamos perdiendo la "carne" que nos da consistencia, sino también eso que pretendemos preservar y que consideramos nuestro yo verdadero –si hay tal cosa. 

La crítica de Jesús: no basta sanar ni remover el síntoma

Si la lepra, este fracaso en querer liberarse del peso de la percepción de otros a fin de preservar un yo –ideal o al menos "deseable"–, es el síntoma entonces la enfermedad es (la percepción de) el otro. Sanar implicaría remover lo que se considera la causa de la enfermedad y que se identifica con el otro, con su mirada. Este pareciera ser el diagnóstico convencido de nuestra época. Para muestra, basta considerar el resurgimiento de las políticas nacionalistas antiinmigrantes, la homofobia –y probablemente las contrapartes manifiestas como movimientos de reacción extremos, etc.–, así como la cultura de un individualismo exacerbado y de la incapacidad de afrontar la crítica de otro. Aunque parece contradictorio que en la cultura de la imagen se hable de neutralización (de la percepción) del otro, bien puede ser que dicha cultura no sea sino una formación reactiva o incluso de compromiso –que en psicoanálisis corresponde a los síntomas que se forman para ocultar un conflicto afirmando su opuesto o bien para tratar de cumplir un deseo y a la vez protegerse de él, la complejidad de este proceso ilumina el por qué de muchos desórdenes depresivos en nuestra época: así no se puede vivir. Así, removido el otro –como el que mira el síntoma o lo hace visible– se acaba la enfermedad. ¿No es esto lo que sugiere el dicho popular "vergüenza es robar y que te cachen"?

Una de las formas como se manifiesta esta dinámica "leprosa" es la tendencia cada vez más popular a buscar "lo terapéutico". «Sanar» es el boom. Todo gira en torno a sanar y estar bien. Sin embargo, la proliferación de material terapéutico y libros de autoayuda más bien ayudan a remover síntomas, los malestares –pasando la gran mayoría de ellos por una reprogramación de la percepción que excluye la injerencia de otro– sin ir más lejos. "Quitado el otro, se acaba la rabia". 
Lo peligroso y problemático de esto, es que no sólo impide que cada sujeto se haga cargo de su síntoma y de los conflictos que están a la raíz, sino que refuerza la dependencia de una figura idealizada de sí al grado que puede llegar a vivir cómoda y felizmente en un infierno. Tal vez esto no debiera ser problema para nadie si se piensa a nivel meramente individual y subjetivo. Pero esta realidad no se da al margen de una situación social, económica y política que de un modo u otro es la que sostiene dicho modo de vivir. En otras palabras "mientras yo esté feliz, que el mundo ruede". Y es que a mayor grado de "bienestar" –especialmente emocional– más difícilmente se estará dispuesto a ponerlo en juego, a involucrarse en lo que pudiera afectar y romper dicha armonía. El infierno, como bien sugiere Sartre, tiene siempre que ver con otros, conmigo, aunque no necesariamente implica que sea yo quien sufre.
Es por esto que desde el evangelio se ve cómo no basta con sanar, especialmente si hay una situación injusta, si la "sanación" implica eliminar lo feo del mundo de manera superficial: como limpiar las calles de pordioseros, levantar muros para alejar a los indeseables, establecer guardias que tengan a raya lo pobre y desagradable del mundo, o incluso barreras psicológicas que permiten neutralizar toda palabra que provenga del otro. Lo terapéutico sin justicia no es sino un narcótico que mantiene toda situación injusta como está.
Esto sucedió con nueve leprosos: sólo querían "sanar", y no había lugar para otro. La enfermedad pues, no es el otro, sino la relación de sometimiento a él/ella/eso o de él/ella/eso y de su exclusión


La fe como acogida del otro

Finalmente, sólo un leproso regresó. Su movimiento de retorno venía marcado por gritos de acción de gracias, por un gesto de reconocimiento hacia Jesús. En última instancia, a diferencia de los otros nueve que sólo querían sanar, en este exleproso sí hubo reconocimiento del otro. Todas las acciones que realiza lo denotan. Proveniente de una situación de exclusión y marginación, este individuo no encontró sino acogida, aun cuando Jesús era tan humano como todos los que habían determinado su expulsión de la sociedad. La mirada del otro seguía ahí, pero la libertad experimentada le permitió acoger a otro –a Dios, a Jesús– y a la vez descubrirse acogido. Tanto este leproso como los otros fueron liberados de un peso, pero mientras los primeros lograron "bienestar", el samaritano se atrevió a ir más lejos. La diferencia entre la libertad ante lo que los demás digan/perciban y la fe radica en que ésta va más lejos, pues se arriesga a acoger y tomar en serio al otro. Esto la vuelve vulnerable, pero también la hace capaz de afrontar la injusticia del mundo, pues la justicia sin el otro no es sino mera aplicación fría e inmisericorde de leyes. La sanación no es todavía salvación, pues la salvación abre también a otros, a otro modo de vivir con otros sin sometimiento ni exclusión, de lo contrario, «el infierno es los Otros». Para el cristianismo no basta sanar sino salvar –pasar del "sálvese quien pueda" al "amémonos unos a otros", siendo este último el gesto más radical de la libertad. La gratuidad que abraza la nada.




lunes, 3 de octubre de 2016

Ni todo poder ni todo saber...

No se requiere de mucho. Así lo plasma el evangelio. No se trata de poder, de fuerza, ni mucho menos de cantidad o calidad –curiosamente la tentación sería decir: con que sea "fe" de la buena, pero no, Jesús se mantiene en el ámbito del tamaño. "Como una semilla de mostaza" dice. Por otra parte, el contexto de la petición de aumento de fe es significativo: Jesús acaba de contar la historia de Lázaro y el rico –con su enigmática sentencia sobre los bienes y males en la vida–, ordenó no ser causa de tropiezo para los pequeños, la corrección fraterna y (la terquedad en) el perdón al ofensor. Todas ellas parecen plantearnos una perspectiva desalentadora y sumamente difícil de cumplir. Probablemente pedir un aumento de fe era lo más lógico ante dichas propuestas. Sin embargo, la respuesta a la petición de un aumento de fe no es ni sí ni no. Simplemente responde otra cosa. La fe no es un bien del que pueda hacerse tesoro –como intentaron algunos con el maná en el desierto y constataron como se echaba a perder. Su lógica es más bien de otro orden. No funciona como la acumulación de méritos ni como un medio infalible que da poder para obtener lo que se desea. 

Ahora bien, si no es cuestión de calidad, ni de poder. ¿De qué se trata? El conjunto de exigencias previas nos dan una luz: se trata algo que tiene que ver con otro. La fe de un modo u otro implica a un otro. Y he ahí su dificultad. Más allá de cuestiones prácticas como perdonar, confiar, etc., el reto está en creer. Creer es una práctica demasiado arriesgada para el cinismo contemporáneo, por eso se le ha pretendido sustituir con otras prácticas que, a pesar de su buena intención, no hacen sino dejar el mundo exactamente igual.

Para comprender mejor esto, puede ser de ayuda la expresión que hallamos en Habacuc: "el justo vivirá por la fe". La traducción más fiel sería "el justo vivirá por su fidelidad" (אמן), lo cual denota más que una simple acto individual o una realidad externa al individuo más bien una relación. No obstante, para fines prácticos, comenzaré por la reducción de la vida a subsistencia para luego proponerla como fidelidad.

La vida como subsistencia

 ¿De qué vive el ser humano? ¿de qué subsiste? de alimento, de bebida, de relaciones, de símbolos, de saber, de sueños, de deseos y anhelos. Todo esto puede no resultar suficiente cuando la realidad misma a enfrentar es desalentadora. ¿A quién le basta comer y beber en abundancia cuando experimenta su vida como un asco? A menos que se diga a sí mismo "hoy como y bebo y más tarde moriré", el puro subsistir no parece ser suficiente, e incluso puede ser una maldición mayor. Así lo expresa Primo Levi en Si esto es un hombre:
El mes pasado, uno de los crematorios de Birkenau ha sido hecho saltar por los aires. Ninguno de nosotros sabe (y tal vez no lo sepa nunca) cómo ha sido exactamente realizada la empresa: se habla del Sonderkommando del Kommando Especial adscrito a las cámaras de gas y a los hornos, el cual viene siendo periódicamente exterminado, y que es mantenido escrupulosamente segregado del resto del campo. Lo que es cierto es que en Birkenau un centenar de hombres, de esclavos inermes y débiles como nosotros, han sacado de sí mismos la fuerza necesaria para actuar, para madurar los frutos de su odio.

El hombre que va a morir hoy entre nosotros ha tomado parte de algún modo en la revuelta. Se dice que mantenía relaciones con los insurrectos de Birkenau, que ha llevado armas de nuestro campo, que estaba tramando un amotinamiento simultáneo también entre nosotros. Morirá hoy bajo nuestras miradas: y quizás los alemanes no comprendan que la muerte solitaria, la muerte de hombre que le ha sido reservada, le servirá de gloria y no de infamia.
Cuando terminó el discurso del alemán, que nadie pudo entender, de nuevo se elevó la primera voz ronca: Habt ihr verstanden? (¿Lo habéis entendido?)
¿Quién respondió, Jawohl? Todos y ninguno: fue como si nuestra maldita resignación tomase cuerpo de por sí, se hiciese voz colectivamente por encima de nuestras cabezas. Pero todos oyeron el grito del moribundo, éste traspasó las gruesas y antiguas barreras de inercia y de sumisión, golpeó el centro vivo del hombre en cada uno de nosotros:
Kamaraden, ich bin der Letze! (¡Compañeros, yo soy el último!)
Me gustaría poder contar que entre nosotros, rebaño abyecto, se hubiese levantado una voz, un murmullo, un signo de asentimiento. Pero no sucedió nada. Hemos continuado en pie, encorvados y grises, con la cabeza inclinada, y no nos hemos descubierto la cabeza más que cuando el alemán nos lo ha ordenado. El escotillón se ha abierto, el cuerpo se ha deslizado atrozmente; la banda ha vuelto a tocar, y nosotros, de nuevo formados en columna, hemos desfilado ante los últimos temblores del moribundo.
Al pie de la horca, los SS nos veían pasar con miradas indiferentes: su obra estaba realizada y bien realizada. Los rusos pueden venir ya: ya no quedan hombres fuertes entre nosotros, el último pende ahora sobre nuestras cabezas, y para los demás, pocos cabestros han bastado. Pueden venir los rusos: no nos encontrarán más que a los domados, a nosotros los acabados, dignos ahora de la muerte inerme que nos espera.
Destruir al hombre es difícil, casi tanto como crearlo: no ha sido fácil, no ha sido breve, pero lo habéis conseguido, alemanes. Henos aquí dóciles bajo vuestras miradas: de nuestra parte nada tenéis que temer: ni actos de rebeldía, ni palabras de desafío, ni siquiera una mirada que juzgue.

La situación descrita por Levi pareciera ser extrema, sin embargo, pareciera ser muy cercana a la realidad de muchos. Más que de fidelidades, en todo caso, hablamos de cosas que nos permiten subsistir, que nos mantienen ahí, en el mundo, en determinada situación, más o menos porque no nos queda otra alternativa, al menos en apariencia. 
De un modo u otro, lo que nos hace subsistir ha de ser algo que llene el vacío, que sature la falta de algo. ¿No es acaso más o menos lo que refleja la petición de los discípulos: llena la falta de fe que hay en nosotros? Y aunque para muchos la fe pueda ser lo que viene a llenar los vacíos –de explicaciones científicas, de afecto, de sentido, etc.– tal vez haya que decirlo de una buena vez: la fe no llena ningún vacío, antes bien introduce vacíos en la vida
Como se ve, la dinámica de la subsistencia nos mantiene en un constante ir detrás de otra cosa, pero de lo cual no se espera gran cosa, sino sólo lo suficiente para vivir y por lo cual no se estaría dispuesto a arriesgarse demasiado.

De la producción de vacíos a la dominación del ser humano

La perspicacia y espíritu emprendedor del ser humano al pasar los años comprendió la relevancia de saciar necesidades, y así,  cayó en la cuenta de que lo más rentable sería producir necesidades. Nace así la industria del vacío. Producir vacíos es un negocio fabuloso. Si desde pequeños constatamos cierta "falta constitutiva" –por la separación de la madre, la pérdida afectiva, carencia económica etc.– sobre la cual trabajamos para definir nuestra identidad, relaciones y presencia en el mundo, la producción de vacíos al consolidarse como poder establecido y reconocido, logró apropiarse de uno de los núcleos más íntimos del ser humano y, así, volverse fábrica de seres humanos. Quien domine los vacíos del ser humano, dominará a éste. No sólo se trata de quien o de lo que sacia los vacíos, sino de quien o lo que los produce. La adicción comienza como un tentativo de "llenado" de vacíos –aunque sea de experiencia– y termina convirtiéndose en un vacío insaciable que domina toda la vida del adicto. ¿No sucede lo mismo con cuanto promete saciar los vacíos? El terrible vínculo de la promesa, en sí mismo, es un vacío introducido en la vida.

Uno de los efectos de esta producción del ser humano como un vacío con una promesa inscrita de satisfacción es el cinismo que da forma a nuestras relaciones. En muy distintos ámbitos ya no creemos que ciertas cosas funcionen o se realicen. No sólo vemos en la lejanía las situaciones planteadas por Hollywood, como un horizonte en retirada pero que miramos con cierta nostalgia, sino que también hay ya programas dedicados a demostrar la mentira de las hazañas que vemos en el espectáculo (mythbusters, etc.). Nuestro mundo desencantado, con todo lo bueno que tiene, también nos ha dejado desprotegidos frente a una realidad vacía –echemos un vistazo a las teorías de física cuántica y los intentos de volverla una forma de espiritualidad. El efecto producido es sumamente interesante: El fundamentalismo contemporáneo apela mucho más a la ciencia de cuanto lo haga una fe crítica –por ejemplo, en el caso de los negros, se buscaba demostrar su inferioridad en su anatomía, en datos objetivos; lo mismo ocurre con la homosexualidad; al opuesto, los nazis pretendían cierta superioridad biológica– pues a diferencia de la fe, el fundamentalismo, al igual que la ciencia, pretende saber. Ante el saber, no hay alternativa

Las formas de dominio se vuelven cada vez más sofisticadas, y a la vez, muestran sin recelo su aire cínico. Por ejemplo, asistimos a la difusión casi epidémica de una infinidad de "razones" para vivir que no tienen nada de razones: se trata de pequeñas alegrías, de detalles, de gestos, todos ellos de talante afectivo y de índole meramente emocional. Casi podríamos decir que se trata del teatro de las emociones: lo que nos decimos o dejamos sentir para no enfrentar la dureza de la realidad. Dichas formas de belleza no son para nada despreciables, pero así como son accesos a lo bello, también están marcadas por su carácter efímero y frágil. No por nada un imperativo de la época es darse el tiempo para buscar esos momentos o cosas "todos los días" (¿A quién no le han llegado infinidad de imágenes y mensajes con esa tónica?). No obstante, ¿no parece una lógica de subsistencia? El afán de recomenzar cada día con nuevos ánimos no cambia nada el hecho de que lo que resulta intolerable, lo seguirá siendo cada día más... a menos que se haga algo. En otros términos, este cinismo optimista realiza un intento de equiparar la fe con la actitud. "Una buena actitud lo cambia todo, igual que la fe". No obstante, esto no es así. En el fondo sabemos lo que sigue estando ahí. A fuerza de repetirse frases motivacionales no se hace sino evidenciar la tremenda necesidad de que haya otro que nos sostenga, nos desee o aprecie, que posea la verdad que nos permita experimentar que existir vale la pena. Si alguien necesita de algo de motivación, es comprensible, pero en el fondo, la motivación es insuficiente. La actitud, que entra en escena como un subrogado del deseo, termina por ser expresión de la pretensión de omnipotencia típica de un estadio infantil: "si me tapo la cara desapareceré de la vista de los adultos". Con esto no pretendo negar los beneficios de plantearse frente a las situaciones de modo que la persona pueda afrontarlas, sino señalar sus límites y peligros. Aunque muchos podrían decir "ya lo sé, la actitud no lo puede todo", en el fondo opera un mecanismo cínico que nos limita precisamente en el espacio en donde los cambios podrían ocurrir: afrontar una pérdida en mí y de mí al afrontar una situación que vuelve la vida invivible, y en consecuencia, continuamos con la actuación. "Yo hago como que el mundo es distinto" y mientras el mundo me guiña un ojo.
Antiguamente se pensaba que la mejor manera de mantener al ser humano esclavo es que no note sus cadenas, pero, como también lo deja entrever Primo Levi, tal vez con cierta tristeza hoy en día nos conformamos con embellecerlas. Incluso la depresión que provoca este saber es maquillada. Saber que no hay alternativa es impotencia. Así, lo que sabemos es que preferiríamos no saber ("Hasta el más valiente de nosotros pocas veces tiene el valor de enfrentarse con lo que realmente sabe" afirmó Nietzsche). El sujeto que sabe, tanto como el que no quiere saber, se hallan en una condición de impotencia, así lo muestra el texto citado de Primo Levi.
Subsistir, etimológicamente, es, entre otras acepciones, estar debajo de, detenerse, hacer un alto... el sujeto subsistente contemporáneo de detiene, controla sus pasiones para no salirse del orden, o bien, simplemente ya no tiene fuerzas para ello.

El vivir como fidelidad 

Al inicio decía que la fe tiene que ver con otro y que ésta más que llenar vacíos los introduce. Ambas afirmaciones van de la mano. En primer lugar, la fe se da como parte de una relación de fidelidad. Lo importante a notar aquí, es que no se trata simplemente de un contrato, sino de una relación que introduce tiempo–incluso es explícito en el texto de Habacuc. Sin el factor tiempo que difiere la respuesta lo que tendríamos sería un mecanismo automatizado. El tiempo es el otro. Por algo tal vez ha sido el tiempo lo primero en sufrir un proceso de destrucción (desde el "no tener tiempo" hasta la impaciencia creciente en relación a la espera de respuesta, pasando por el aumento de la velocidad de producción). Mientras hay tiempo, hay otro. Políticamente hablando, el tiempo vivido en la Antigüedad confería cierta autoridad al adulto sobre el joven, hoy en día, esa distinción tiende a desaparecer –para bien o para mal. Obtener lo deseado de manera inmediata, la satisfacción total de manera permanente, la plenitud al máximo, no sólo son objetivos de vida, sino que su lógica implica llenar el vacío, el espacio donde cabría otro. La destrucción del tiempo es la realización del ideal de inmortalidad y omnipotencia que sintetiza el dominio sobre todo y sobre todos (aquí resuena la tentación del libro del Génesis: si comes de ese fruto, no morirás). De algún modo la experiencia de querer "vivir", de "vivir al máximo", de aprovechar toda oportunidad y tiempo, ¿no es una forma de exprimir el tiempo, o más aún de extirpar el vacío? 
Si la fe tiene que ver con otro, es porque nos expone a la impotencia: a la incertidumbre del cuándo de una respuesta, o incluso, de la respuesta misma. Por eso introduce un vacío, ese que no es sino el espacio para otro. A diferencia de la industria del vacío, la fe cristiana no pretender dominar al ser humano –aunque podría hacerlo si se usa la promesa de respuesta como medio para someter– sino introducir un espacio de no dominio. En efecto, Levinas define a la fe como «saber sin dominio». En este sentido, ante el saber del fundamentalista, que no sólo elimina toda alternativa sino que deriva en una especie de tragedia depresiva –saber y no querer saber como formas de la impotencia–, la fe aparece como una alternativa que parte de ese saber pero no como palabra última, sino como provocación para una ruptura. En el texto de Habacuc el grito del profeta denuncia la violencia, el estar al límite de lo insoportable. El profeta se sabe en el límite, en ese punto donde sólo quedará la destrucción del otro, y por ende, del ser humano (Primo Levi) o la posición de otro, como anhelo, como vacío, aún a costa de una parte de sí. Después de todo, cuantos apuestan por la justicia –que brilla por su ausencia– ¿no lo hacen a costa de sí, para que a través de ellos sea posible que ésa entre en el mundo? La fe introduce un vacío hospitalario en la existencia humana, un vacío de apertura y receptividad, pero que también exige apuesta y riesgo. La apuesta no tiene el rasgo del cinismo optimista, pues como fe, sabe que no tiene dominio sobre el otro. Lo único que tiene, es el espacio que puede hacer en sí mismo, para que el otro-justicia, otro-amor, otro-coexistencia, puedan hallar sitio en el mundo
Tal vez ya sabemos cómo funcionan las cosas en el mundo y cuál es nuestra situación. Tener fe como un granito de mostaza es acoger un vacío, dejar que en la propia vida habite una ruptura que haga frente a todo lo que ya se sabe. No porque eso signifique que se obtendrá el resultado esperado, sino porque es la relación de fidelidad la que hace que la vida no sólo sea subsistencia. Eso exige mantener la atención hacia ese vacío, hacia esa puerta que se espera un día se abra, pero es importante que el otro que se anhela sea uno que esté fuera del propio alcance. No como quien cree que si lo anhela lo suficiente lo obtendrá, pues eso nuevamente es dominio, sino como quien sabe que no lo obtendrá, o no del todo, sino como una gracia, un gesto que viene de otro. No sólo se vive de un vacío, sino que se es capaz de dar la vida en la apuesta por abrir ese vacío, por mantener abierta una puerta. Quien no pretende dominio no necesita mucha fe, ni mucha calidad, simplemente, es dejarse habitar por un vacío que engloba los anhelos de muchos, pues en términos bíblicos, la justicia no es, como el amor, sino un anhelo compartido. Así, la propuesta cristiana de vida, con sus tremendas apuestas, no es un acto de "fe ciega" e irracional, sino el gesto de quien sabe como está una situación y, aún así, se mantiene en fidelidad a eso que aún no tiene lugar en nuestro mundo. Sabe que no está en su poder, al menos no del todo, pero no por ello deja de amarlo. La vida, en términos cristianos, va de la mano de esa fidelidad al otro que está ausente o que no existe, a los nadies, a los que no-son. Nada de ilusiones banales o romanticismos pseudorevolucionarios, la fe es expresión de un saber muy real que, consciente de su poder y de su impotencia, es capaz de amar algo que lo excede aunque esto no sea sino del tamaño de una semilla de mostaza... Una resistencia de ese tamaño basta para evitar que cuanto oprime al mundo tenga la última palabra. Más que consumidor de deseos e ilusiones, o un crédulo ingenuo, el creyente cristiano tiene una experiencia muy lúcida y terrena de la situación, y así, de donde muchos esperan sólo la muerte, el cristiano se atreve a esperar la vida. Pues sólo alguien así puede atreverse a amar a su prójimo en vez de destruirlo o simplemente mantenerlo a raya mediante normas y leyes.
Aquello a lo que aspira el creyente cristiano implica siempre a otro, por eso ha de comenzar por hacer en sí mismo ese espacio para que pueda también a través de él, habitar nuestra historia y mundo, sin pretender dominarlo ni contenerlo. La fe «rompe»y desborda a quien la acoge, aunque sea por un instante pequeño como un grano de mostaza. Pero en esa ruptura, lo que entra en el mundo ya no sale fácilmente. No es posible vivir igual. La fidelidad a ese instante, a esa ruptura, a ese mundo nuevo que entró es lo que define la existencia. Bajo esa lógica no cabe la idea de heroísmo, la cual resulta bastante baja en comparación con la de fidelidad, pues mientras el héroe se mira a sí mismo, la fidelidad mira hacia el otro, o más aún, hacia eso otro que ha irrumpido y no cesa de alterar el mundo. No en vano tomarse en serio a Jesús es meterse en dificultades.
Sea que la vida tenga o no sentido, que sea o no un camino de la nada hacia la nada, la fe afronta sin temor ese saber y abre espacio a otro, a un exceso que sobrepasa ese saber. Así, la fe abre el camino para el amor mientras mantiene vigilante en la espera de su venida, y plasma esa espera como búsqueda con otros, búsqueda que puede tomar forma de justicia, de dignidad, de paz, de pan, en fin, de Reino de Dios.



domingo, 2 de octubre de 2016

La in-utilidad de la fe

Al inicio del capítulo 17, Lucas presenta a Jesús haciendo una petición un tanto extraña a los discípulos: "Si tu hermano peca, repréndolo y si se arrepiente, perdónalo. Y si peca siete veces al día contra ti, y otras tantas vuelve a ti, diciendo: «Me arrepiento», perdónalo»." (v. 3-4)  Frente a esta extraña petición, los Apóstoles contestan: "Señor, auméntanos la fe" (v.5) Pareciera como si la fe tuviera una relación directa con el perdón.  Una buena noticia: la fe cristiana, si es tal, es fuente de reconciliación auténtica. 

Jesús compara la fe con una semilla de mostaza, pequeña por naturaleza, aparentemente inútil, pero que lleva en sí misma, ahí en su inutilidad, una fuerza capaz de arrancar y plantar de nuevo. Continúa el relato lucano con un ejemplo que hace referencia al servicio de un siervo hacia su amo. Y concluye con una frase interesante:  «Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: "Somos siervos inútiles, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber"» (v. 10)

Resalta de nuevo la palabra "in-utilidad". Un servicio in-útil. Y lo es. El servicio que la Iglesia pueda dar en los bordes, si de verdad brota del evangelio, será siempre un servicio in-útil, es decir, que no produce utilidad ni para ella ni para un sistema creador de víctimas. Cuando represente una utilidad, un margen de ganancia, en ese momento deja de ser un servicio que brota de la gratuidad del Evangelio.

Quienes tienen la gracia de colaborar en el trabajo pastoral de los bordes, pueden constatar que en muchas ocasiones no hay utilidad, no hay ganancia, no hay remuneración ni económica ni afectiva en el servicio realizado. Por el contrario, puede haber mal interpretaciones, calumnias, rechazo. 

Esta es la in-utilidad de la fe: en los primeros versículos (3 al 15) la fe no produce ganancia personal sino liberación comunitaria. Frente a la exigencia del perdón,  los Apóstoles no piden fe para beneficio personal, sino para entrar en una dinámica de reconciliación comunitaria. Para quien la fe es un asunto de "salvación propia, salvación del alma propia", el evangelio le traza un nuevo horizonte: la fe es inútil porque no produce utilidad personal, sino que va germinando una nueva humanidad capaz de reconciliación. La in-utilidad de la fe también se manifiesta en el servicio pastoral, ahí cuando una persona experimenta que lo que hace no sirve de mucho, que no cambia estructuras, pero que es capaz de hacer aquello que le corresponde hacer, movido no por la utilidad, sino precisamente por la in-utilidad: la verdadera lógica del servicio y del perdón.