Por James Alison
Traducción de Juan Manuel Escamilla
Quiero
compartirles una perspectiva de júbilo. Creo que ser católico es divertidísimo.
Un gran paseo en la montaña rusa de la realidad que Dios, quien nos resguarda,
impulsa; un viaje gestado por la amorosa entrega de Nuestro Señor en su
crucifixión, sonrientemente observado por su Santa Madre; creo que ser católico
es como la interpretación de la desconocida obra maestra de un virtuoso, traída
a la sinfonía del Ser por la intrépida seducción del Espíritu Santo.
Hoy por hoy una de las mejores perspectivas para
observar lo divertida que es esta aventura es mirar la incidencia de la
cuestión gay en la vida de la Iglesia.
Me gustaría compartirles una aproximación coherente
sobre este asunto. Empezaré por enfatizar que estamos en presencia de un descubrimiento.
Luego, quiero dirigir la mirada a la manera en que hoy nos relacionamos con
el mapamundi que existía antes que el descubrimiento se
hiciera. Porque los descubrimientos se convierten en fulcros,1 fulcros que nos permiten entender el tránsito de la
forma en que solíamos mirar las cosas hacia la forma en que las vemos ahora.
Con ello quiero identificar y ponderar la forma del vacío que
nos revela este descubrimiento, el hueco del que nada sabían quienes
confeccionaron el mapamundi previo, y lo que esto nos enseña.
Después, quiero empezar a sugerir, brevemente, algunas dimensiones de la vida
católica en la tensión entre este descubrimiento y ese vacío.
Descubrimiento
En los últimos más o menos 50 años hemos sido testigos
de un genuino descubrimiento humano, uno de los que como humanidad no hacemos a
menudo. Se trata de un auténtico descubrimiento antropológico cuya naturaleza
no pertenece a la moda o al capricho ni es el resultado de una decadencia de la
moral o del colapso de los valores familiares. Ahora sabemos algo objetivamente
verdadero sobre los seres humanos, algo que no sabíamos antes: que existe una
variante minoritaria de la condición humana cuya aparición es constante, no
patológica e independiente de la cultura, el entorno, la religión, la educación
o las costumbres, una variante que ahora designamos con la expresión “ser gay”.
Esta variante minoritaria se vive, sin embargo, desde las condiciones de una
cultura, un entorno, una religión, una educación y ciertas costumbres determinadas,
es decir: de una manera que está por completo cargada de cultura. Por ello, en
el pasado fue tan fácil tomarla, equivocadamente, por una mera variable de la
cultura, la psicología, la religión o la moral y creer que la homosexualidad
era algo que debía escandalizarnos y no algo que simplemente estaba ahí.
Todavía nos queda mucho por aprender sobre esta
variante minoritaria de la condición humana, cuya existencia es constante.
Comoquiera, sabemos de ella lo suficiente como para entender que al hablar de
la homosexualidad –o de la heterosexualidad– se utilizan categorías erróneas
como si habláramos de alternativas del deseo. Parece más acertado hablar de
ellas en términos de configuraciones particulares del deseo humano –una
configuración mayoritaria y otra minoritaria–. Sólo desde allí tiene sentido
hablar de distintas formas de vivir, de relacionarse y de amar que pueden o no
ser saludables o patológicas. Sólo desde allí también la cuestión ética se
coloca en otro plano: no en el de la configuración, sino, por un lado, en el de
“cómo” vivirla y, por otro, en el de los desafíos que toda minoría, al
enfrentar la incomprensión, la indiferencia y la hostilidad de la mayoría,
asume para realizar plenamente su potencial.
Nos parece fácil concebir el descubrimiento de
continentes desconocidos o especies animales de las que no sabíamos nada. Más
difícil es concebir un descubrimiento de orden antropológico, ya que las cosas
que pertenecen a esta esfera se nos manifiestan a través y desde patrones de
convivencia humana preexistentes. Esto, sin embargo, no hace que tal
descubrimiento sea menos real ni sus consecuencias menos sorprendentes.
No obstante, ¿han observado lo difícil que es ser
coherente con la verdad cuando se ha descubierto? Permítanme reflexionar un
momento sobre esto y llamar su atención sobre lo sorprendente de esta
situación. Parece, ante todo, que tendemos a relacionarnos con nuestros
descubrimientos en términos utilitarios, aprovechándonos de ellos en el corto
plazo y confiados, en cierta forma, en que con el tiempo acabarán imponiendo su
verdad y su significado.
Pondré tres ejemplos. En 2009, el “bloguero” Mike
Rogers hizo público que el vicegobernador de Carolina del Sur, André Brauer,
era homosexual. Al parecer, Brauer es un político (¡uno de tantos!) que hace
adeptos atacando públicamente lo que ama en privado. Al margen del
impresionante rango de acierto que Rogers suele tener en este terreno, al
margen también de que Brauer no haya rechazado del todo la acusación, zafándose
con una “negación por la no negación”,2 lo que
asombra es la rapidez con la que la discusión se deslizó de la pregunta “¿es
verdad lo que dice Rogers?” a la pregunta “¿cómo podemos sacarle provecho a
esta polémica?”. En efecto, muy pronto el asunto derivó en una acusación contra
los seguidores del controvertido gobernador Stanford –quien también había
tenido que enfrentar un escándalo a consecuencia de su “escalada a los
Apalaches”–.3 Se alegaba que quienes esperaban la reelección
del gobernador se habían rebajado a desprestigiar a su potencial contendiente.
El razonamiento de todo este embrollo era el siguiente: ¡qué más da si Brauer
es homosexual: lo que importa es que en ello hay algo que puede usarse en una
disputa preexistente!
El siguiente ejemplo tiene consecuencias más graves.
Sabemos bastante sobre las reuniones que tuvieron lugar en la Casa Blanca
inmediatamente después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, como para
darnos cuenta de la asombrosa velocidad con la que las prioridades se movieron
de la pregunta “¿qué ha pasado y por qué?” a la pregunta “¿cómo podemos usar lo
que sucedió en favor de nuestros planes de guerra contra Irak?”. Allí, en un
asunto cuyo significado quedaría claro con el tiempo, volvió a surgir esa
inmediata habilidad para obtener ventajas de lo que se sabe.
El tercer ejemplo es más rico. Piensen en lo que
sucedió cuando los europeos desembarcaron en América a finales del siglo xv.
Tomó décadas, incluso siglos asumir la ilimitada alteridad de lo que habían
encontrado al buscar una vía comercial rápida hacia Oriente. A la luz de la
presencia geológica, antropológica, botánica, zoológica y cultural de algo que,
por supuesto, había estado ahí desde siempre, pero de lo que los europeos no
tenían ningún conocimiento previo, cada aspecto del modo en que ellos se
concebían sufrió un radical cambio de perspectiva. Pero si ese cambio tomó
siglos, lo que sucedió inmediatamente fue: “¿Dónde está el oro? ¿Cómo podemos
usar este descubrimiento para el provecho de los intereses de la Corona
Española, de la fe católica, de nuestras familias y amigos?”.
No quiero decir que, al margen del habitual “¿cómo
podemos sacarle partido?”, no existieran algunos intentos por averiguar “¿qué
había allí?”. Hubo, en medio del utilitarismo, un matiz autocrítico en la
conquista española de América. Bartolomé de las Casas, Bernardino de Sahagún y
algunos otros, menos célebres, llevaron a cabo lo que para las investigaciones
modernas fue un recuento notablemente atinado, comprensivo y realista de las
culturas que estaban desapareciendo a causa de la llegada de los españoles.
Estos hombres tomaron el partido de los vulnerables contra la depredación de
sus compatriotas. Semejantes elementos de autocrítica –ejercicios de genuino
aprendizaje de una experiencia nueva– soportan la prueba del tiempo en su
carácter de raros momentos de gloria en la historia del colonialismo europeo.
Sin embargo, y a pesar de ello, en el abordaje de lo novedoso, verdadero y real
que representó el descubrimiento de América, primaron los intereses y la
capacidad de sacarle provecho a la oportunidad que se presentaba.
Lo mismo ocurre con la verdad antropológica de “la
cuestión gay”. Para que asumamos sus verdaderas dimensiones y el estupor que
provoca en nosotros, es preciso el paso del tiempo. Y, como siempre sucede con
los descubrimientos, nuestras primeras reacciones se dirigen a sacarle
provecho. Para algunos, el surgimiento del fenómeno gay es una maravillosa
oportunidad para recaudar fondos a favor de las causas conservadoras,
difundiendo miedo y manteniendo viva la interminable cultura de la guerra. Para
otros, es una oportunidad de tener relaciones sexuales más fácilmente y más a
menudo. Para otros más, de asegurarse votos cautivos y relativamente poco
exigentes. Hay quienes encuentran en ello un buen pretexto para atacar a la
religión organizada. Y así podríamos seguir indefinidamente con el elenco de
aproximaciones utilitarias al descubrimiento de lo gay.
Haciendo de lado nuestra habitual tendencia al
oportunismo, me gustaría detenerme e intentar elaborar el boceto de la forma
que tiene este descubrimiento. Ojalá pueda hacerles ver que éste –como
cualquier otro relativo a la verdad sobre el ser humano– es una buena noticia
para la humanidad. Luego, me gustaría mostrar por qué esa buena noticia es
particularmente buena para quienes somos católicos.
No me extenderé demasiado exponiendo las evidentes
razones por las que este descubrimiento es una buena noticia para quienes son
gay y lesbianas. Baste decir que el descubrimiento de que la homosexualidad no
es un error o una broma cruel, representa una enorme diferencia para la cordura
de quienes lo son. Saberlo provoca un gran alivio en aquellos que están
acostumbrados a escuchar que sus sentimientos son erróneos, enfermos,
distorsionados; en aquellos que, cada vez que han intentado decir la verdad
sobre su vida, se han encontrado con un sinfín de mentiras y desengaños. Hallar
la verdad sobre ser gay trae un alivio que retrata muy bien el famoso cuento de
Hans Christian Andersen, El patito feo y encontrará una honda
resonancia con las siguientes palabras de la encíclica del Papa Benedicto XVI, Caritas
in Veritate: “Cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que
Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho
proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn 8,
32). Por tanto, defender la verdad, proponerla con humildad y convicción y
testimoniarla en la vida son formas exigentes e insustituibles de caridad”.
Este descubrimiento también representa una buena
noticia para los padres y las familias de quienes son gay o lesbianas, pues
significa que pueden deshacerse de los falsos fardos de culpa que habían
cargado. Su hijo no se volvió gay porque no se intervino cuando al pequeño le
dio por jugar con una Barbie. No habría dejado de serlo si se le hubiera
obligado a jugar, en cambio, con un muñeco que representara a Sandoval Iñiguez.
No debería avergonzarnos que algún miembro de nuestra familia –hermano,
hermana, madre o padre– sea gay. Descubrir que alguien de la familia –el
hermano, la hermana, la madre o el padre–, es gay, no es algo de lo que tenemos
que avergonzarnos, sino una oportunidad para descubrir en qué consiste la
honra, en qué la forma de tu familia, etcétera.
He abordado algunas razones, más bien obvias, por las
que esta cuestión es una buena noticia para quienes son gay o lesbianas y sus
familias. Pero ahora quiero, más bien, atender a otra dimensión de esta buena
noticia. Para ello, volvamos al ejemplo del descubrimiento de América. El
encuentro entre Europa y América no sólo afectó a quienes hicieron el viaje y a
los pobladores de la América prehispánica. Alteró también, y para siempre,
todas las dimensiones de la vida de los que se quedaron en casa y de sus
descendientes. Cambió la forma en que se concebían en el espacio, en el tiempo,
en relación con otros seres humanos. Más allá de las plantas, los animales y los
minerales que descubrieron, la existencia de un “afuera” previamente
inimaginable para el mundo europeo significó que, a partir de ese instante,
cada “desde” y cada “dentro” que los recibiera, serían vistos de manera
distinta.
Del mismo modo, apenas ahora empezamos a entender
algunas de las sorprendentes consecuencias de haber descubierto que lo que
llamamos ser “buga”4 o “heterosexual” no es la condición humana normativa,
sino una condición humana mayoritaria. Esto significa que si bien es
cierto que la reproducción humana implica, intrínsecamente, a
los dos sexos y que la vasta mayoría de los humanos tienen una orientación
heterosexual, también es cierto que los humanos no son intrínsecamente
heterosexuales. Esto tiene importantes consecuencias en la comprensión de la
relación que existe entre la vida emocional, sexual y reproductiva de
quienes son heterosexuales.
Porque la existencia de una minoría para la que, de
forma no patológica y normal, las esferas sexual y emocional no están asociadas
con la reproductiva, implica que la relación entre estas tres esferas, para
quienes sí están ligadas a ellas, es muy distinta a la que habíamos
imaginado. Lo que quiero decir es que surgió un continente que pertenece a la
esfera de la libertad, de lo intencional y de lo deliberado al margen de lo
mecánico y de lo que ocurre por necesidad y, en este sentido, cambió la
relación entre lo que es meramente “biológico” y lo que es susceptible de ser
humanizado.
En otras palabras, ser “buga” se volvió mucho más
interesante, variado, arduo y fácil. Más interesante, porque los clichés y los
estereotipos acostumbrados pueden ser depuestos de manera más fácil. Más
variado, porque hace posible el florecimiento de todo un elenco de estilos
personales y de formas de relacionarse con los demás sin temor a que se
sospeche que se es “uno de ellos” –ser gay se volvió algo que simplemente se es
o no se es, y, en cualquier caso, cualquier estilo está perfectamente bien–.
Más arduo, porque dejó de haber una forma natural de ser, de cortejar, de
casarse, de tener hijos; es decir, dejó de haber una forma que constituye “el
modo de ser de las cosas”, algo que todos deban simplemente seguir. Las cosas
que creíamos “naturales” –supuestas por un mundo en el que la heterosexualidad
se asumió como normativa–, ahora tienen que ser aprendidas, negociadas, y eso
exige el desarrollo de ciertos hábitos y habilidades. La humanización del deseo
es una tarea ardua de la que nadie está exento. Por último, ser “buga” se
volvió más fácil porque la variedad de formas del amor entre personas del mismo
sexo –una parte muy significativa de la vida de todo mundo–, dejó de ser una
esfera de miedo y suspicacia. Hay, como suelen manifestarlo con mayor facilidad
las mujeres, todo un rango de formas saludables y apasionadas de amor, cariño,
amistad y trato físico entre personas del mismo sexo, independientes de la
orientación sexual. Un “buga” que siente una infatuación por otro hombre no
está, por ello, a punto de convertirse en gay. Simplemente es un hombre
infatuado por otro hombre. Los afectos hacia personas del mismo sexo son
bloques constitutivos de la convivencia humana normal. Incluso alguien podría
sufrir una infatuación por una persona que sí es gay: ambas partes
pueden estar al tanto, serenamente, de que eso no implica connotaciones
eróticas. Estas dimensiones del amor requieren de cierta vigilancia para no
derivar en la omertá5 o en dinámicas
ideológicas y, por supuesto, en el peligro de los celos y de la
rivalidad que siempre están al asecho en cualquier relación amorosa. Se trata
de cosas que no tienen que ver exclusivamente con ser gay, y tranquiliza mucho
que puedan ser expresadas y analizadas sin miedo a malas interpretaciones.
Como puede verse, nos encontramos en las primeras
etapas del descubrimiento de las impactantes consecuencias que nuestro nuevo
conocimiento tendrá y no pretendo predecir mucho más. Quiero dirigirme ahora a
otra cuestión verdaderamente interesante: cómo este descubrimiento está
afectando y afectará a la Iglesia. Veamos qué modificaciones está produciendo
en el mapamundi.
Mapamundi
Había una vez en Roma, en un pasado no muy lejano,
fuertes voces que le decían a la gente como nosotros que la única discusión
aceptable y cualquier trabajo pastoral posible con quienes somos gay debían
permanecer en estricto acuerdo con una verdad que ya estaba propiamente
dispuesta en las enseñanzas de la Curia Romana, es decir, que “la particular
inclinación de la persona homosexual, aunque no es en sí un pecado, constituye,
sin embargo, una tendencia, más o menos fuerte, hacia un comportamiento
intrínsecamente malo desde el punto de vista moral. Por este motivo la
inclinación misma debe considerarse como objetivamente desordenada”.6
Si fuéramos relativistas, gente que no creyera en la
existencia de una verdad auténtica, sino sólo en cosas que son “verdaderas”
para cada persona, podríamos dejar las cosas así. Podríamos decir: “Muy bien,
la definición actual de la Curia Romana es la verdad de la Iglesia.
Si no te gusta, adhiérete a una Iglesia cuya verdad te siente mejor”. Pero,
curiosamente, la misma Iglesia enseña en esta materia –con mucha fuerza, por
cierto– que el relativismo es falso, que existe algo verdadero y que la verdad
se nos impone por sí misma. En otras palabras, las mismas autoridades que nos
dijeron que debemos seguir sus enseñanzas sobre las inclinaciones homosexuales,
porque son verdaderas, son también, gracias a Dios, las que insisten en que la
verdad sobre esta cuestión no depende de ellas y que sus enseñanzas están abiertas
a descubrimientos objetivamente verdaderos, surjan de donde surjan.
Si fuéramos relativistas, entonces podríamos tomar la
definición de la Curia Romana como una floritura retórica, es decir, podríamos
decir que cuando define “la inclinación [homosexual] [...] como objetivamente
desordenada”, la Curia no pretende postular una verdad capaz de incidir, aunque
sea un poco, en lo que ahora sabemos sobre lo gay. Si fuéramos relativistas,
dicha definición no podría ser falseada por ningún conocimiento científico
sobre la naturaleza no-desordenada de la inclinación homosexual. Sería una mera
anotación “filosófica”, una forma de subrayar tres veces con un marcador
indeleble lo que en verdad desea hacer: denunciar todo comportamiento
homosexual como intrínsecamente malvado.
Pero si somos fieles a las enseñanzas de la Iglesia
y rechazamos el relativismo, entonces debemos leer la
definición como si fuera objetivamente verdadera, como si sus pretensiones de
verdad fueran tales que suscitaran la defensa de cierto orden subyacente.
Después de todo, la pretensión de que algo es objetivamente desordenado
sugiere que hay algo objetivamente ordenado que nos permite
detectar un desorden. La pretendida verdad que subyace a esta definición es que
todos los seres humanos, por el mero hecho de serlo, son intrínsecamente
heterosexuales y que existe una única expresión propia del amor sexual: el
matrimonio abierto a la posibilidad de la procreación. Sólo desde el supuesto
de la heterosexualidad intrínseca de todos los seres humanos y la
correspondiente bondad del amor sexual marital, puede deducirse propiamente que
las inclinaciones homosexuales son objetivamente desordenadas, que son
heterosexualidades malogradas y que cualquier relación sexual entre personas
homosexuales debe juzgarse como una realidad que se queda corta frente a las
que mantienen personas heterosexuales casadas.
Lo que, sin embargo, se ha mostrado, más o menos a lo
largo de los últimos 20 años, es que la pretensión que subyace a las enseñanzas
de la Curia Romana en materia sexual, es falsa. No es verdad que todos los
seres humanos sean intrínsecamente heterosexuales y que quienes son
homosexuales sean, de hecho, heterosexuales malogrados. No existe evidencia
científica de ninguna clase –psicológica, biológica, genética, médica o
neurológica– que respalde esta pretensión. El descubrimiento del que he hablado
antes, respaldado con abundantes evidencias, es que en todas las culturas hay
una proporción pequeña, pero regular, de seres humanos –algo así como tres o
cuatro por ciento– cuya condición estable es ser atraídos, principalmente, por
miembros de su propio sexo. Aun más: no existe ninguna patología, psicológica,
física u otra cualquiera, invariablemente asociada con esa determinación. No es
un vicio ni una enfermedad. Es, simplemente, una variante regular, minoritaria,
de la especie humana.
Para hacerle justicia a la Curia Romana es preciso
decir que, al elaborar la definición que les referí, no hacían sino sancionar
un estado de cosas con el que la vasta mayoría de las fuentes de la sabiduría
humana a lo largo de los siglos estaba de acuerdo. Su definición no era más
sorprendente que un mapamundi europeo elaborado en 1491 que
mostrara el globo terráqueo sin nada más que algunas ballenas y monstruos
marinos entre los confines más orientales de Europa y las orillas más extremas
de Asia; un mapamundi que ignoraba la existencia de América y
cuyos cartógrafos habrían acaso oído antiguos relatos de ciertos europeos del
Norte que, ya fuera en barcazas o barcos vikingos, habían navegado hasta lo que
hoy llamamos Canadá, mismos relatos que habrían descartado tomándolos por
fanfarronadas de taberna imposibles de verificar.
Sin embargo, en 1526 –año en que la Corona Española
fundó universidades en las ciudades de México y Lima–, un mapa donde América no
apareciera habría sido extravagante: un signo de que alguien no se había
enterado de lo ocurrido en los 35 años anteriores o de que alguien era lo
bastante obstinado como para negar la realidad y privilegiar una privada. Las
generaciones venideras estarán mejor situadas que nosotros para discernir si la
definición de la Curia Romana que cité antes, escrita en 1986, se parece más a
la concienzuda edición tardía de un mapa de 1941 o al intento mendaz de pretender
que América no estaba ahí en 1526. Comoquiera, hoy, en 2011, tenemos bastante
claridad: la vieja definición estaba equivocada. Intentar mantener vivo un
error, mucho tiempo después de que se demostró su falsedad, es un signo de
engaño o de mendacidad.
Si después de 1526 se hubiese creído seriamente que
valía la pena navegar con un mapa de 1491, se habrían perdido muchas
transformaciones en lo relativo a barcos, velas, corrientes, vientos,
estrellas, distancias y demás, al grado de que hubiese sido mejor no alejarse
demasiado de la orilla. Si entonces se hubiesen seguido mapas de 1491, los
avances tecnológicos habrían hecho la navegación más peligrosa, ya que los
barcos podían ir más lejos y los navegantes se hubiesen expuesto a las
consecuencias de su ignorancia deliberada. No quiero decir con ello que a la
luz de un mapa de 1526 haya que acusar a los cartógrafos de 1491 de ser
mentirosos, estafadores o estúpidos. Digo simplemente que gracias al nuevo
descubrimiento, el marco de referencias de lo que en ese momento existía y le
era posible hacer a la gente, cambió por completo. El descubrimiento de algo
nuevo trajo nuevas exigencias y se convirtió en un fulcro que
puso en evidencia la insuficiencia de una serie de conocimientos. Se volvió
posible el aprendizaje autocrítico de la navegación y de la cartografía, para
fortalecimiento de ambas disciplinas.
El fulcro y el vacío
El nuevo descubrimiento de orden antropológico se ha
convertido para nosotros en un fulcro que posibilita un
aprendizaje enriquecedor en el ámbito de la fe. Nos permite profundizar en el
conocimiento de cuáles son los elementos constitutivos de la identidad
católica, porque nos permite describir un vacío en el mapamundi anterior.
Permítanme explicar este vacío.
Ya que todas las definiciones de la Iglesia católica
en esta esfera se deducen de sus enseñanzas relativas al matrimonio –enseñanzas
que se fundan, a su vez, en el supuesto de la heterosexualidad intrínseca de
todos los seres humanos–, es bastante preciso el siguiente aserto: la Iglesia
no tiene absolutamente nada que decir sobre una realidad que sus maestros
ignoraban por completo. Estrictamente hablando, y en contra de lo que parece,
la Iglesia católica no tiene ninguna enseñanza relativa a la
homosexualidad.
Si esto parece improbable, permítanme ofrecerles una
analogía que me ayudará a explicarme mejor: supongamos que los zoólogos del
Norte saben, desde hace mucho, de la existencia de los caballos; saben también
de su importancia y del valor de protegerlos. Supongamos que a sus oídos llegan
ciertos relatos africanos sobre unos animales escurridizos muy semejantes a los
caballos, pero con un cuerno en la frente. Su existencia, que parece mítica,
los hace pronunciarse en contra de ellos y proclamar que los unicornios no
existen y que cualquier animal que esté tentado a creerse unicornio deberá
sobreponerse a semejante engaño y comportarse como un caballo. Supongamos que
más tarde ciertos intrépidos exploradores descubren un gran mamífero de cuatro
patas con un cuerno en la frente, es decir, descubren al rinoceronte. Los
zoólogos que vivieron antes de que se hiciera este descubrimiento no tenían
ninguna enseñanza relativa a los rinocerontes. Intentar meter a un rinoceronte
en la categoría de los caballos a causa del unicornio, es poco menos impreciso
que colocar en un mapamundi de 1491 monstruos marinos donde
ahora está América.
Vean ahora lo divertido de todo esto: nos encontramos
en los inicios del siglo xxi, y bien puede ser que, como lo apuntó el Papa
Benedicto XVI al comienzo de su pontificado, nos encontremos todavía en las
primeras etapas de la historia de la Iglesia y que el cristianismo sea todavía
una religión joven. Sin embargo, en los mares de la antropología se descubrió
un continente entero, inexplorado y desconocido para la Iglesia. Las enseñanzas
sobre los unicornios que se derivan de la tradición de los caballos, por
sólidas que puedan ser, nada nos dicen sobre los rinocerontes. Pero gracias al
descubrimiento antropológico se nos ofrece una oportunidad espléndida y
maravillosa de conocerlos. Podemos, entonces decir: “¡Yúju!, ¡a tiempo!”. Justo
en el momento en que la visión oficial de la Iglesia sobre el ser humano ha
entrado en crisis aparece un fulcro objetivo (y por objetivo
quiero decir algo que simplemente está ahí, que es real, y que, una vez
descubierto y difundido, no puede desecharse) que nos permite darnos a la tarea
de averiguar en qué consista ser católico. Para ello, no podemos echar mano
del método descendente de la teología que, para volver a
nuestro ejemplo de la navegación, significaría, por ejemplo, el desarrollo
paulatino de un equipo de navegación cada vez mejor, que permitiera a los
marineros portugueses del siglo xv navegar con mayor seguridad más allá de las costas
del Noreste africano, mientras permanecían en un universo sin América.
No, en lugar de eso, debemos enfrentarnos con el
descubrimiento de algo objetivamente verdadero sobre el ser humano, algo que
nos exige reescribir nuestros mapas de la misma forma en que el descubrimiento
de América exigió nuevas explicaciones para las corrientes y los patrones
climáticos de las costas atlánticas de África y Europa.
Lo divertido de todo esto reside en el reto que
representa el descubrimiento que ha hecho la catolicidad a lo largo de este
proceso de aprendizaje desde dentro. Más que imaginar a Dios como
el creador de algo pequeño sobre cuyo caparazón, cada vez más frágil, debemos
sostenernos si queremos beneficiarnos de Él, hay que confiarnos al
descubrimiento de que en realidad Dios hizo y continúa haciendo algo enorme
sobre cuyas olas, que continúan fluyendo de su creatividad, surfea.
Lo mejor de todo esto es que a pesar de que intentemos
transformar ese descubrimiento en una zona de disputas, esa zona, en última
instancia, está libre de rivalidad. Ninguna oposición hará la más mínima
diferencia. No importa cuántas riñas ideológicas, movimientos estratégicos y
enmiendas constitucionales orquesten los políticos mitrados que navegan en los
mares políticos; no importa cuántos mapas de 1491 utilicen para salvar el
matrimonio equino de la amenaza de los unicornios desobedientes, las cosas son
como son y no conseguirán cambiarlas.
Quiero enfatizar con mucha firmeza lo siguiente: las
posturas ideológicas –que a final de cuentas tratan de la autoridad y del
prestigio de quien habla en favor de ellas– exigen que te involucres en debates
y rivalidades para conseguir que prevalezca una u otra postura. Sin embargo,
independientemente del prestigio o de la autoridad de quienes las esgrimen, la
verdad, que no depende de nosotros y es maravillosamente liberadora, pone en
evidencia que no vale la pena que entremos en rivalidades por ella.
Si no hubiéramos descubierto el carácter normal y no
patológico de la homosexualidad, la oposición a la doctrina de las autoridades
religiosas en relación con los matrimonios gay se reduciría a una disputa
contra la autoridad de quienes la pronuncian. Pero ya que hemos descubierto que
la homosexualidad sólo es una condición minoritaria y no inmoral, y que la
verdad de este descubrimiento no depende de quién o cuándo la diga, podemos
relacionarnos con la pretendida autoridad de ciertos púlpitos intimidantes de
modo muy distinto. Esa verdad, en la claridad y libertad que nos otorga, nos
libera de enzarzarnos en ciertas disputas. Quien se vale de su autoridad para
enseñar algo falso o algo que está fundado en una falsedad, más que vulnerar a
los otros se destruye a sí mismo y destruye
su propia autoridad. Cada vez es más evidente para todos que la Curia se está
comportando como si poseyera los derechos del Atlas Mundial de 1491: a la vez
que intenta persuadirnos desesperadamente de algo que sólo promueve su propio
prestigio, siente cómo ese prestigio decae desde que la gente descubrió que
esos mapas ya no son adecuados. Si se atrevieran a afrontar la verdad, la única
pregunta importante que deberían formularse sería: “Si vamos a ser fieles a
nuestro mandato de hablar con autoridad y desde la verdad, ¿cómo vamos a ajustar
nuestra posición con lo que se nos está manifestando como verdadero?”. Nadie
enseña con autoridad si no ha sido capaz, él mismo, de dar testimonio de haber
atravesado un proceso semejante.
Por ello, no debemos rivalizar con las autoridades
eclesiásticas, sino mirarlas como personas que, frente a una verdad emergente,
tienen un duro trabajo que realizar y ser comprensivos con ellas, sin seguir en
sus falsedades. Después de todo, su vacío es muy real. Carecen de un mecanismo
prefabricado para lidiar con un descubrimiento de esta clase, uno que altera su
mundo y el nuestro. No poseen –y esto es bastante genuino– ninguna tradición
firme de discusión o de enseñanza católica en torno al amor humano y a la
pareja que no derive del supuesto de que la heterosexualidad y la bondad del
matrimonio son universales. Habría, por lo tanto, que prestar atención a
cualquier autoridad eclesiástica que decidiera abordar la cuestión gay
reconociendo la bondad que puede emanar de ella, porque lo haría sin ningún
soporte de las fuentes usuales –textos patrísticos, decretos conciliares,
respaldo de obispos, pronunciamientos papales–. No hay precedente obvio.
El fulcro de lo nuevo realmente revela el vacío de lo viejo.
La tensión
Nos enfrentamos, en consecuencia, a una situación para
la que nuestras autoridades eclesiásticas no tienen precedentes ni categorías
preconcebidas. Si podemos evitar la tentación de rivalizar con ellas y, más
bien, las ayudamos, podremos entonces atender a lo divertido de ser católico.
Es decir, atender a la advertencia de que serlo no consiste tanto –como
nuestros representantes más asustados proclaman– en adherirse, contra viento y
marea, a una serie de definiciones, cuanto en aprender una manera
específicamente católica de navegar creativamente y explorar un mundo muy
cambiante. El catolicismo es mucho más el “cómo” que el “qué”, una afirmación
que la enseñanza del Papa Benedicto ha enfatizado recientemente en formas más o
menos sutiles. Cuando, por ejemplo, en su encíclica Caritas in Veritate afirma
la relación entre verdad y caridad,7 comprendemos
que algo que pretende ser verdadero pero no es caritativo, no es
realmente verdadero. Al mismo tiempo, algo que pretende ser amante, pero se
funda en la falsedad, no es realmente amor. Así, el catolicismo se
encuentra en la tensión entre la verdad y el amor, una tensión que nos conduce
al descubrimiento simultáneo de lo que realmente es verdad y de lo que
realmente es amar, una tensión que nos arrastra a convertirnos en algo más
grande y más humano que nosotros mismos.
Otro aspecto de ese singular y específicamente
católico “cómo” que Benedicto enfatiza con insistencia al hablar de la manera
en que fe y razón se purifican una a otra implica que la fe, lejos de
imponernos una lista de cosas que deben sostenerse como verdaderas, al margen
de la realidad, nos permite evitar el miedo de haber sido traídos a un mundo
más grande del que habíamos imaginado. La fe nos desafía a ejercitar nuestra
razón porque nos permite confiar en que, con el tiempo, y a través del su uso,
Dios nos mostrará la bondad que hay en la verdad. De hecho, Benedicto –más allá
de lo que sus defensores y detractores permiten ver– parece estar
silenciosamente persuadido de que su trabajo consiste en recordar a la gente
que el catolicismo estriba en el estilo característico con que sobrellevamos
juntos los cambios.
Este, creo, es el reto que tenemos ahora, un reto que,
como a menudo digo, me parece divertido: ¿nos atreveremos a ser católicos, sin
rivalizar con nuestras autoridades, agradecidos de que estén ahí, pendientes de
sus limitaciones y a la vez encantados de que comiencen a hacerse cargo del
nuevo descubrimiento que acompaña al término “gay”? ¿Nos daremos permiso de
ponernos en condiciones de descubrir formas en las que Dios es mucho más para
nosotros de lo que habíamos imaginado, de reconocer que Dios quiere
que seamos realmente libres y felices, y que nos regocijemos en la verdad,
mientras nos situamos entre los más débiles y los más vulnerables de nuestros
hermanos y hermanas dondequiera que los encontremos? ¿Nos permitiremos
descubrir, para el catolicismo, el potencial de riqueza que reluce en la
pequeña palabra “gay”?
1 Punto que sirve de apoyo a
una palanca para transmitir una fuerza y un desplazamiento. [N. del T.].
2 La expresión non-denial
denial se acuñó para el escándalo de Watergate. Se refiere a una
negación equívoca y se utiliza para designar la declaración oficial de un
político que rechaza el reportaje de un periodista de tal forma que deja
abierta la posibilidad de que el contenido del reportaje sea verdadero.
3 El gobernador de Carolina
del Sur, Mark Sanford, desapareció durante cinco días a finales de junio de
2009. El caso era singular porque ni siquiera su esposa sabía dónde estaba. Su
gabinete difundió que la ausencia del gobernador se debía a que había ido a
practicar senderismo en los montes Apalaches. El propio gobernador, a su
regreso, confesó haber hecho algo “más exótico”: había ido a visitar a su
amante argentina en Buenos Aires. La “escalada de los Apalaches” le costó la
presidencia de la Asociación de Gobernadores Republicanos.
4 Así se llama a las
personas heterosexuales en el argot gay.
5 La ley del silencio o el
código de honor siciliano que prohíbe informar sobre delitos considerados asuntos
que incumben a las personas implicadas. [N. del T.].
6 Carta sobre la atención
pastoral a las personas homosexuales. Homosexualitatis problema,
Congregación para la Doctrina de la Fe, 1 de octubre de 1986, parágrafo n. 3.
7 Caritas in
veritate, Benedicto XVI, § 2-4.