sábado, 15 de octubre de 2016

¿Una fe para tiempos descreídos? Anhelo de justicia (Jesús y Horkheimer)

"Cuando venga el Hijo del hombre, ¿hallará fe sobre la tierra?" (Lc 18,8). Así concluye lapidariamente la exhortación de Jesús a orar. Sin duda es desconcertante ya que no es una mera pregunta retórica. El texto original griego utiliza una partícula que clarifica muy bien la intención de plantear una interrogante y no queda claro si esperaba una respuesta positiva o negativa. Jesús no es un optimista ingenuo o empedernido como tampoco es un pesimista amargado... es un pesimista esperanzado.

Ante tal interrogante no pude evitar evocar el pensamiento de Max Horkheimer, un agnóstico declarado que hizo del anhelo de justicia –anhelo arraigado en el sufrimiento de las víctimas de la historia, no en un inane buen deseo o un voluntarioso optimismo– el fulcro de un pensamiento filosófico y social crítico y comprometido con los sufrientes y aplastados por el avance de una razón ciega, centrada en el dominio. Así como Jesús no sabe "si hallará fe", Horkheimer, como agnóstico, tampoco sabe si nos espera algo mejor o peor en el futuro –aunque lo peor parece llevar la de ganar– y, desde su pensamiento que busca un saber que no sea una forma de dominio, abre una puerta para la experiencia cristiana contemporánea.

Si existe la duda de si habrá fe sobre la tierra, conviene no olvidar que este planteamiento se hace después de haber expresado la fuerza del clamor de justicia en el ámbito de Dios. Si en la tierra el clamor de justicia de quien sufre la injusticia es terrible, en "el cielo" es aun más fuerte. Es una convicción clara y tremenda de Jesús. Tan intensa que ni el mismo Dios puede esperar. Ese clamor hace que Dios se desborde. Sin embargo, la realidad parece ser contratante. No se ve esa respuesta inmediata. Tal vez por ese motivo la pregunta conclusiva, porque la fe de Jesús va ligada indisociablemente de esa respuesta ante la injusticia que no la ignora ni tolera, al contrario, la reconoce y se mantiene inexorable frente al a exigencia de justicia. Claro que esta exigencia es muy distinta de la sed de venganza o la demanda de un castigo. La exigencia de justicia, o más aún, el anhelo de justicia, es algo que, aunque se diga que es cuestión de vida o muerte no implica decidir sobre la vida de otro, sino que más bien poniendo en juego a otro lo pone en juego todo. Si ese anhelo no se sostiene, posiblemente la fe menos.

Visto así orar no es simplemente pedir un deseo –aunque sí es un modo de orientar el deseo– sino mantener viva una tensión, una resistencia, o más aún, un anhelo. De otro modo, puede convertirse en pura evasión de la realidad, autoengaño, o cínico dejarse engañar. Y si la oración es fundamental en la experiencia religiosa, afecta también en el modo de creer. Dicho en otros términos, tal vez la dificultad de creer de nuestro tiempo se deba a que queremos mantener viva una manera de creer que ya no tiene ni la fuerza para nada –o nada que valga la pena– y que posiblemente tampoco sea digna de nuestro tiempo. Ante generaciones desencantadas, que se desenvuelven entre el cinismo y el derrotismo –aunque haya mucho positivismo u optimismo, muchas veces no es sino una forma de fomentar violencias peores de manera más sutil–, y que tienen que enfrentar la crisis de credibilidad de las instituciones –incluidas la Iglesia católica, la religión, la familia, y todo aquello que hasta hace un tiempo podía fungir como medio para mantener todas las piezas de la sociedad y de la existencia juntas– tal vez la forma de creer no sea ahora sino la del anhelo. Nos gustaría saber. Saber con seguridad que las cosas irán mejor. Que la realidad si cambia. Que la vida vale la pena. Pero lo que sabemos es contrastante. A veces nos puede animar, pero en el saber, por más que avancemos en la técnica y en la ciencia, no parece tener mucho que prometer. Correr detrás de "saberes" que prometen eficacia, bienestar, paz, no es un remedio más sano. En el fondo, ocurre lo que ya dijo Sartre –un ateo– en El ser y la nada: "Creer, es saber que uno cree, y saber que uno cree es ya no creer. Así, creer es ya no creer porque eso no es más que sólo creer." 

Por otra parte, es precisamente el anhelo de justicia lo que parece estar en proceso de extirpación en la humanidad contemporánea. No hablo de indignación, de políticas de derechos humanos, ni de "pago" a las víctimas. Hablo de la capacidad de anhelar justicia. Nuestra intolerancia y eficacia no aceptan la espera, la tensión, la insatisfacción, la finitud. Lo políticamente correcto nos engulle, generando nuevas formas de cinismo y burocracia lingüística. La impaciencia, el derrotismo, la desesperanza apuntan a eliminar todo vestigio ya no de voluntad sino del anhelo mismo de justicia. Pero el anhelo es vigilante, no da por concluido, no sabe del todo. El deseo mueve a actuar pero también ciega. El anhelo es el ojo que, adolorido, reconoce el dolor, no lo ve en todas partes, lo siente. No lo evita, se hace cargo de él. El anhelo está descentrado de sí mismo y reconoce sus límites, pero asimismo constata la irrealidad de la desesperación, pues abre una puerta, una fisura, donde y cuando pareciera ya no haber nada más.
El anhelo implica colocarse en un lugar muy específico, dejarse provocar y afectar en la sensibilidad, en el pensamiento. Se produce como ruptura de un presente, como memoria de un pasado, como provocación de un futuro, pero sobre todo como expresión de una solidaridad que hunde sus raíces en la finitud, en lo limitado de nuestra existencia. El anhelo resiste a caer bajo el encanto de cuanto niega nuestra finitud, y a la vez no cede ante lo que pretende ser absoluto al grado de no dejar más salidas. Tal vez, en el fondo, lo que la intuición cristiana ha entendido como alma sea eso: la irrupción de otro "que rompe nuestro aislamiento respetando nuestra soledad" (Panikkar).

Una fe cristiana en este tiempo tal vez deba tomar la forma más de anhelo de justicia, ser más humilde pero no menos pretensiosa –clamar por justicia tal vez sea mucho pedir, pero tampoco podemos pedir menos–; más concreta pero no menos abierta; más comprometedora pero no menos exigente; más humana pero no menos divina en cuanto nos abre y vincula a otro; más desgastante por cuanto implique de esfuerzo pero no menos arraigada en la solidaridad que fortalece; más "laica" pero no menos "religiosa" en tanto que sigue siendo una apuesta; más fraterna pero no menos filial ya que en cierto modo la justicia requiere reconocer un vínculo cuya fuente no se reduzca a uno mismo; más encarnada pero no menos espiritual, pues la justicia y el anhelo no son final sino comienzo; más atenta a las relaciones pero no menos profunda en tanto que nos revela una profundidad inusitada en y entre nosotros/as –y tal vez más necesaria que nunca–; más incierta pero no menos confiada; más mesurada en lo que afirma pero no menos arriesgada en su apuesta... en fin, más anhelo de justicia pero no menos amor, pues sólo el amor hace posible ese anhelo, lo alimenta y lo hace fecundo... 

No sé si haya fe "cuando regrese el Hijo del hombre", pero si hay anhelo de justicia, es posible que haya esperanza para la fe... y que la fe siga siendo espacio para la esperanza... es posible que haya humanos y que se vivan como hermanos y hermanas.
¿No es acaso la resurrección el anhelo de Dios de que la injusticia no sea la última palabra del (y en el) ser humano?

Sabiendo que el anhelo de justicia no es sólo indignación, ni sólo buen deseo, sino algo que compromete hasta el sentido de la propia existencia, cabe hacer un juego de palabras conforme a lo dicho: "y cuando regrese el Hijo del hombre ¿hallará anhelo de justicia sobre la tierra?, y más aún,  ¿hallará anhelo de justicia en los cristianos? ¿en la Iglesia?"


No hay comentarios:

Publicar un comentario