domingo, 9 de octubre de 2016

Sartre y el evangelio: no basta sanar...

Los textos evangélicos nos colocan con frecuencia frente a situaciones que, al menos en apariencia, nos resultan muy lejanas y posiblemente hasta difícilmente comprensibles. Al menos así parecería con el caso de los diez leprosos que son sanados y de los cuales sólo uno regresa a dar gracias. ¿Acaso Jesús esperaba un agradecimiento? Me atrevo a proponer que más bien se trataba de otra cosa mucho más significativa y a la vez arriesgada.

La lepra ¿una enfermedad sartriana?

En su obra de teatro de un solo acto, A puerta cerrada (Huis clos), el filósofo Jean-Paul Sartre presenta una visión del infierno que resalta no sólo por su simplicidad sino también por su cercanía a la experiencia humana. En ella aparece una afirmación que ha trascendido grandemente: "el infierno son los Otros", o tal vez con una traducción más literal, "el infierno es los Otros".
En el desarrollo de la obra se constata cómo la mirada de los otros frente al tentativo desesperado de salvar el ser deseable del ser humano constituye un infierno. No se trata sólo de los prejuicios, sino de lo que se piense efectivamente, sobre uno mismo. Cada uno de los protagonistas en el intento de evadir la razón de su presencia en el infierno va revelando su vida bajo la presión desconfiada de los otros y, una vez revelada su debilidad o maldad, su lado oscuro e inaceptable a la mirada de otros, terminan por entrar en un juego desesperado: pretender aislarse y someterse a los otros a cambio de ser mirados como deseables, como la ilusión que trataron de preservar de sí mismos. La mirada del otro es terrible.
Esto es lo que sucede precisamente con la lepra. Se trata de una enfermedad primordialmente visible. Sea en el formato de la pérdida gradual de la carne y la sensibilidad, sea como simple manifestación de afecciones de la piel, es algo visible. La exclusión del leproso del resto de la comunidad no es simple gesto voluntario. Es que no puede ocultarse de la mirada de los demás. Como enfermedad social –ya que tiene claras implicaciones sociales– podría ser leída como un tentativo de la sociedad de erradicar el síntoma de un mal cuyas causas no logra o no quiere identificar. Ante la mirada de los otros el leproso se va degradando mientras éste intenta preservar su ser a pesar de irse convirtiendo en una nada –social, existencial y físicamente hablando.
Dicho de otro modo, la lepra es el síntoma de un malestar de nuestra época: la imposibilidad de escapar del mundo y régimen de la percepción, el fracaso en el intento de preservar la integridad de sí –algunos dirían "interior"– ante la amenazante mirada del otro, la cual se busca eliminar o manipular. A medida que se radicaliza el proceso de neutralización o eliminación de la mirada/percepción del otro –bajo consignas como "no me importa lo que digan los demás", "así pienso yo, lo siento", o incluso con una aceptación acrítica de "máximas de sabiduría" del tipo de los Cuatro Acuerdos en los que la palabra del otro viene neutralizada– progresivamente se produce un desvanecimiento del yo, pues, ¿qué queda cuando ya no hay percepción de otro? El nihilismo contemporáneo lo sabe bien. Cuando todo es percepción no hay nada. Esto no significa que no haya que consolidar la personalidad mediante cierta autoafirmación, sino que ésta autoafirmación no implica de suyo la neutralización del otro sino su reconocimiento y –¿por qué no?– hasta su confrontación.
Deshechos por ser objeto de deseo, deseables, por mantener la ilusión que de nosotros mismos hemos creado, al constatar lo imposible y desgastante de la tarea o incluso el fracaso en ella, no sólo vamos perdiendo la "carne" que nos da consistencia, sino también eso que pretendemos preservar y que consideramos nuestro yo verdadero –si hay tal cosa. 

La crítica de Jesús: no basta sanar ni remover el síntoma

Si la lepra, este fracaso en querer liberarse del peso de la percepción de otros a fin de preservar un yo –ideal o al menos "deseable"–, es el síntoma entonces la enfermedad es (la percepción de) el otro. Sanar implicaría remover lo que se considera la causa de la enfermedad y que se identifica con el otro, con su mirada. Este pareciera ser el diagnóstico convencido de nuestra época. Para muestra, basta considerar el resurgimiento de las políticas nacionalistas antiinmigrantes, la homofobia –y probablemente las contrapartes manifiestas como movimientos de reacción extremos, etc.–, así como la cultura de un individualismo exacerbado y de la incapacidad de afrontar la crítica de otro. Aunque parece contradictorio que en la cultura de la imagen se hable de neutralización (de la percepción) del otro, bien puede ser que dicha cultura no sea sino una formación reactiva o incluso de compromiso –que en psicoanálisis corresponde a los síntomas que se forman para ocultar un conflicto afirmando su opuesto o bien para tratar de cumplir un deseo y a la vez protegerse de él, la complejidad de este proceso ilumina el por qué de muchos desórdenes depresivos en nuestra época: así no se puede vivir. Así, removido el otro –como el que mira el síntoma o lo hace visible– se acaba la enfermedad. ¿No es esto lo que sugiere el dicho popular "vergüenza es robar y que te cachen"?

Una de las formas como se manifiesta esta dinámica "leprosa" es la tendencia cada vez más popular a buscar "lo terapéutico". «Sanar» es el boom. Todo gira en torno a sanar y estar bien. Sin embargo, la proliferación de material terapéutico y libros de autoayuda más bien ayudan a remover síntomas, los malestares –pasando la gran mayoría de ellos por una reprogramación de la percepción que excluye la injerencia de otro– sin ir más lejos. "Quitado el otro, se acaba la rabia". 
Lo peligroso y problemático de esto, es que no sólo impide que cada sujeto se haga cargo de su síntoma y de los conflictos que están a la raíz, sino que refuerza la dependencia de una figura idealizada de sí al grado que puede llegar a vivir cómoda y felizmente en un infierno. Tal vez esto no debiera ser problema para nadie si se piensa a nivel meramente individual y subjetivo. Pero esta realidad no se da al margen de una situación social, económica y política que de un modo u otro es la que sostiene dicho modo de vivir. En otras palabras "mientras yo esté feliz, que el mundo ruede". Y es que a mayor grado de "bienestar" –especialmente emocional– más difícilmente se estará dispuesto a ponerlo en juego, a involucrarse en lo que pudiera afectar y romper dicha armonía. El infierno, como bien sugiere Sartre, tiene siempre que ver con otros, conmigo, aunque no necesariamente implica que sea yo quien sufre.
Es por esto que desde el evangelio se ve cómo no basta con sanar, especialmente si hay una situación injusta, si la "sanación" implica eliminar lo feo del mundo de manera superficial: como limpiar las calles de pordioseros, levantar muros para alejar a los indeseables, establecer guardias que tengan a raya lo pobre y desagradable del mundo, o incluso barreras psicológicas que permiten neutralizar toda palabra que provenga del otro. Lo terapéutico sin justicia no es sino un narcótico que mantiene toda situación injusta como está.
Esto sucedió con nueve leprosos: sólo querían "sanar", y no había lugar para otro. La enfermedad pues, no es el otro, sino la relación de sometimiento a él/ella/eso o de él/ella/eso y de su exclusión


La fe como acogida del otro

Finalmente, sólo un leproso regresó. Su movimiento de retorno venía marcado por gritos de acción de gracias, por un gesto de reconocimiento hacia Jesús. En última instancia, a diferencia de los otros nueve que sólo querían sanar, en este exleproso sí hubo reconocimiento del otro. Todas las acciones que realiza lo denotan. Proveniente de una situación de exclusión y marginación, este individuo no encontró sino acogida, aun cuando Jesús era tan humano como todos los que habían determinado su expulsión de la sociedad. La mirada del otro seguía ahí, pero la libertad experimentada le permitió acoger a otro –a Dios, a Jesús– y a la vez descubrirse acogido. Tanto este leproso como los otros fueron liberados de un peso, pero mientras los primeros lograron "bienestar", el samaritano se atrevió a ir más lejos. La diferencia entre la libertad ante lo que los demás digan/perciban y la fe radica en que ésta va más lejos, pues se arriesga a acoger y tomar en serio al otro. Esto la vuelve vulnerable, pero también la hace capaz de afrontar la injusticia del mundo, pues la justicia sin el otro no es sino mera aplicación fría e inmisericorde de leyes. La sanación no es todavía salvación, pues la salvación abre también a otros, a otro modo de vivir con otros sin sometimiento ni exclusión, de lo contrario, «el infierno es los Otros». Para el cristianismo no basta sanar sino salvar –pasar del "sálvese quien pueda" al "amémonos unos a otros", siendo este último el gesto más radical de la libertad. La gratuidad que abraza la nada.




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