lunes, 29 de agosto de 2016

La libertad de empeorarse, fiesta para todos

¿Qué hace virtuosa y honorable a una persona?
El texto de Lucas (14,1.7-14) presenta una situación en la que las personas buscan ubicarse en los mejores lugares. Este gesto no es simple comodidad o practicidad, es reflejo de una comprensión del orden social en el que el mejor lugar está reservado para quien tiene mayor honra, jerarquía, y en contexto de la Antigüedad, mayor virtud. Dado que el objetivo de leer el evangelio no es repetir una realidad antigua, haré el intento de ponerlo en tensión con nuestra realidad actual, y ver qué resulta...

Para cierta tendencia de espiritualidad/psicología que ha ido ganando fuerza en los últimos 20 años, la virtud o el honor no son sino expresiones del «éxito». Una persona virtuosa se reconoce por su éxito, por su espíritu y "actitud". Se da un lugar especial a quien tiene siempre algo positivo, a quien en vez de dar problemas, busca soluciones, etc. De hecho, el rendimiento y la responsabilidad personal de mantener siempre una visión y actitud positiva y, claro, ser humilde, son considerados virtudes. Ante esto, nadie negaría a los textos bíblicos autoridad, ya que, al enfatizar ser humildes, "todo el mundo" estaría de acuerdo. Se podría decir, inclusive, que la propuesta de Jesús de invitar a los pobres se parecería a la iniciativa de un patrón o propietario de empresa que, sin ser su obligación, organiza fiestas y eventos para sus empleados. Organizar una fiesta así sería expresión de gratitud y de generosidad. (Esto puede ocurrir, y claro, no creo que sea de lamentarse que las personas se vuelvan humildes y esforzadas ni que se organicen fiestas en el trabajo). No obstante, el evangelio no se reduce a un mero dictado de principios de comportamiento a modo de una programación o fórmula de éxito (o de asegurar la "vida eterna"). De hecho, la lógica de la virtud y honor apenas descritos son presentados a manera de mandatos o principios que han de ser observados y cumplidos si se quiere vivir una vida plena y cuya efectividad está garantizada. La desgracia y el éxito son responsabilidad directa de la persona –incluso así lo sugieren las "leyes de atracción"- y la situación política, social, económica, la organización de la empresa, de la sociedad, o de la empresa, poco tienen que ver, o no son cuestionadas. La virtud es la autosatisfacción (o una vida satisfecha), la autorrealización. El lugar que se tiene en la vida es el que cada uno se ha ganado... Todo esto es en buena parte expresión de una mentalidad empresarial, o mejor dicho, de un proceso de transformación de las personas en empresas, lo cual no sólo apunta a que éstas sean mejores empleados, sino a que encuentren mayor dificultad en cuestionar la lógica de la empresa dado que es la misma lógica con la que las personas entienden y organizan su vida, por lo que su "éxito" depende de esa lógica, "el éxito de la empresa es el éxito de la persona". Así, el círculo se cierra. No hay salida... porque no se requiere salida, se pretende que sea un "círculo virtuoso" y para ello se pretende eliminar la capacidad de reconocer lo negativo y lo estructural: todo ha de ser positivo, todo es cuestión de actitud. Lo negativo o es negado o es reducido a mero "obstáculo a superar". Al ser todo cuestión de actitud, el mundo, las instituciones, pueden permanecer igual, al fin y al cabo, la libertad sólo ha de funcionar en el terreno de las actitudes, jamás en el mundo que afecta a otros. En este sistema la única libertad válida es la que se limita a mejorarse a sí mismo (y cree que así mejora el mundo), a asegurar su lugar, o bien, a volverse pieza más útil, engrane más eficiente, creyente más obediente y bueno. «Confía en el sistema, y él te protegerá», es decir, sé humilde, ocupa tu lugar en él, aprende las reglas, y tendrás lugar. Esto aplica en ámbitos como la vida amorosa, la amistad, grupos religiosos, etc. En este contexto, la propuesta de Jesús de ocupar el último lugar, ¿no sería hoy acaso la provocación de una libertad que se atreve a desafiar una lógica que pretende imponerse hasta en el inconsciente como supuesto deseo de realización? Jesús rompe la lógica que posiciona: si mi deseo máximo ya no es el posicionarme, e incluso si me coloco en el último lugar, en el de los «desposicionados» ¿cuál sería el anhelo y perspectiva que guiarían mi libertad? En este sentido, la libertad del evangelio hace posible «empeorarse». Empeorarse por al menos en tres razones:

1) Porque expone la libertad a la posibilidad de conducir efectivamente a algún mal mayor, aún con buena voluntad. El discernimiento no elimina esa posibilidad. De otro modo, la libertad no sería sino la misma pantomima señalada antes, se vale ser libre "en apariencia". Esto no justifica ningún error o acción terrible cometida en nombre de la fe, sino que permite ser conscientes de que siempre es posible errar y también de que la libertad hace posibles males no deseados o planeados. Tal vez por eso el conservadurismo mira siempre con recelo a la libertad y es más afín a la ley. Curiosamente, tanto posturas conservadoras como liberales se benefician de este principio de libertad: esclavizar(se) libremente, exponer(se) libremente a los males que pueda producir.
2) Porque hacer posible que mejore la situación de otros (o más bien, de todos) puede implicar  alguna pérdida. Por más que los optimistas quieran decir que nunca se pierde, sí hay pérdidas objetivas y no se tiene garantía absoluta de que algo funcione como se planeó o deseó. Quien reduce sus ganancias para que otros vivan mejor no cuentan con la garantía de que lo que aporta a otros sea usado para bien siempre o completamente.
3) Porque es una apuesta por algo cuyo éxito no está asegurado ni se cuenta con certeza de que el resultado sea el esperado. Es una apuesta no por el resultado, sino por la acción misma. Aunque eso no obsta para hacer la crítica pertinente como lo hizo Pablo: si alguien da la vida para que seamos libres y empleamos esa libertad para volvernos a esclavizar o peor aún, para oprimir a otros, la opción no puede ser volver a atrás y quitarnos la libertad sino provocarla... Desafiar a una realidad, una lógica, un sistema, una institución o situación que oprime a algunos, a muchos o a todos, mientras me ofrece un lugar seguro sólo puede ser o un acto de locura o de libertad o de amor. Luchar por un mundo justo no tiene garantía de éxito, pero la esencia de esa lucha está en mantenerse como tal, como lucha... la esperanza es resistencia militante.
Ocupar el último lugar es esa libertad de «empeorarse».

De la pretensión de asegurarse un lugar deriva otro fenómeno relevante e inherente a la lógica empresarial neoliberal –por más que se quiera enfatizar el trabajo en equipo, o el rendimiento laboral como expresión de una realización existencial, o la responsabilidad social–: la competencia, o en otras palabras, la lucha por los lugares. ¿No es acaso un hecho que, como dice un científico francés (M. Lussault), hemos pasado de la lucha de clases a la lucha por los lugares (de la lutte des classes à la lutte des places)? No sólo por territorios, sino por ubicarnos en donde el potencial económico y relacional se maximice. Colocarse donde se gane más o por lo menos, no dejarse quitar el lugar. La lucha por los lugares es la ley en un contexto de precariedad laboral: asegurar un puesto de trabajo, y para ello hay que rendir, aguantar, ser mejor que otros, desconfiar de otros... y a veces ser más barato.  En un tiempo en el que la movilidad es fundamental (no sólo en sentido físico, sino también afectivo, laboral, existencial, pues la flexibilidad es altamente apreciada), la lucha por los lugares es más que actual. "No te quedes demasiado conforme con el lugar que tienes, pues puede llegar otro que lo ocupe con 'más derecho' que tú –porque rinde más... o porque pide menos que tú... o porque tiene 'algo más que tú'... o porque ofrece algo más o mejor que tú–, sé humilde, rinde más, produce tu valor para que te asciendan, para que te conserven, posiciónate". Así podría pretender leer el evangelio esta espiritualidad "empresarial" que hace de la virtud el valor creado por uno mismo para sí mismo, pero el evangelio propone algo que no enriquece ni "posiciona" a un individuo sino que, como testimonio de una realidad que irrumpe en nuestro mundo, anuncia un mundo que no se basa en el "valor" sino en el amor y la justicia, buena noticia para los des-validos y desposeídos, y por tanto para tod@s.

La lucha por los lugares, motivada por una espiritualidad de la excelencia, del rendimiento, de la autorrealización, aun cuando pretende dejar fuera la conflictividad con los demás, lleva implícita una violencia mayor: hay que crear el valor propio, posicionarse en el "mercado de la vida", pero resulta que lo que me da valor, me pone en contra de otros. La lógica que me asegura el ser y el vivir me implica ver como amenaza lo que esa misma lógica produce en otros, su valor para ser y vivir. En otras palabras, el ser humano se vuelve enemigo de sí mismo. Es la tortura perfecta: ser más humanista y considerado con los demás y a la vez mantenerlos a raya o fuera de la competencia. Esta paradoja insoportable hace enloquecer: Valorar al otro y odiarlo/temerlo por su valor. Valorarse y ser amado/odiado por ello. En última instancia, mientras el ser humano se vuelve dependiente de su «valor creado», de sus méritos, de su rendimiento y éxito lo que engendra es más violencia, sea porque no es reconocido, porque no es suficiente o porque al ser reconocido y suficiente se vuelve amenaza.

Ante este panorama, la opción más realista y viable para vivir parece ser anteponer sobre el aprecio del otro la lucha por los lugares: el otro podrá ser valioso, pero primero hay que asegurar el propio lugar. Aparentemente, se trata de un mal imposible de superar, trágico, por tanto inevitable, "necesario"...

Ante ese pretendido realismo que propone instalarse en el mundo para gozarlo mientras dure, aunque sea a costa de otros, el evangelio propone algo más desafiante: la fiesta de los pobres. Organizar el vivir y más todavía, el gozo de vivir, no desde la perspectiva de la lucha por los lugares sino desde la precariedad común. Esto quiere decir, en primer lugar, pensar y organizar la realidad no desde las necesidades de una economía que desea crecer, o de una sociedad que quiere "lo mejor", sino desde la realidad de una humanidad que cada vez está más expuesta a la escasez de recursos, al desempleo, al aislamiento social y afectivo. ¿No es esto acaso organizar una fiesta con una perspectiva de poca retribución de los recursos invertidos? Nada de romanticismo sobre una fiesta de pobres. Tampoco un pesimismo que decreta "vivamos bien mientras podamos", sino el gesto desafiante de asumir la negatividad, la carencia y límites de nuestra situación para plantearse preguntas en común, para replantearse la vida y convivencia con libertad, pues la fiesta, desde la Antigüedad, es el espacio de la libertad, espacio en el que se suspendía el ritmo de la vida para que ésta pudiera ser vivible, orientada y reorganizada.

En segundo lugar, no pensar ni organizar la sociedad desde la perspectiva de las "necesidades" sino de la justicia. Esto permite cuestionar las necesidades creadas, lo mismo que cierto estilo de vida, desde una búsqueda común de justicia, de lo que haga posible la fiesta, la alegría de vivir, o en términos de W. Benjamin: del Bien que hace posibles todos los bienes –y que éstos sean "bienes" y no males– para todos. Que todo ser humano tenga lo digno y justo, para comer, habitar, existir, amar, no es asunto de necesidad sino de espiritualidad, he ahí la justicia del Reino, la justicia del amor, la que ama al ser humano.

Ciertamente, el evangelio no es recetario de propuestas o soluciones para nuestras problemáticas. Es el desafío de hacer entrar en nuestro mundo una perspectiva que no sólo pone en juego todo, sino que se ocupa de hacer posible y de hacer lugar a lo que no lo tiene, a lo que no se dará de forma "natural" sino desde la libertad comprometida, desde la hospitalidad de unos a otros: el amor que nos hace vivir y coexistir, pues amor y justicia se dan sólo en y como relación con otros.

Invitar a los pobres a la fiesta es repensar y reorganizar junto con otros, en especial con quienes son des-validos (tanto impedidos para su autonomía como despojados de valor y significado), nuestra vida, sociedad, y mundo, de modo que cohabitemos en justicia. ¿Por qué es fiesta? porque es espacio para que irrumpa en nuestra historia una alegría para todos, para los excluidos de ella; la alegría de apostar porque la injusticia no sea la última palabra, la alegría del amor que nos anima a esa apuesta, la alegría que va de unos a otros...

Me parece que esta lectura sociopolítico-espiritual traduce lo que plasma Hebreos (12,18-19.22-24) cuando afirma que nos hemos acercado al monte y ciudad del Dios viviente, a la asamblea de los justos, al Dios que es garante de la justicia, a Jesús el mediador de la Nueva Alianza... pues el Reino no es sólo un premio o un instructivo de virtudes, sino un mundo gestándose en este como promesa...







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