martes, 20 de septiembre de 2016

Entre la economía deseante y la apuesta anhelante...

Dios o el dinero. La disyuntiva planteada en Lc 16,1-13 no es fácil. En primer lugar, porque hay una sutil trampa oculta en la lectura ordinaria de semejante contraposición –dejando de lado otras lecturas que a lo largo de la historia se han hecho con resultados no muy evangélicos. En algunos casos dicha afirmación de Jesús conduce a privilegiar las cosas de Dios por encima de las cosas económicas. Esto es, a ocuparse demasiado del cumplimiento de la normativa religiosa por querer servir a Dios (reduciendo el «servicio a Dios» al mero ámbito moral y litúrgico) y desentenderse de la vida económica (ya no sólo de buscar la justicia, combatir la desigualdad, sino de al menos entender un poco mejor cómo funciona la organización y políticas económicas para no ser simples víctimas de la ignorancia y de la tecnocracia especializada). En otros casos, la lectura es mucho más "espiritual" favorecer lo abstracto por encima de lo concreto (las cosas materiales no son lo que vale, lo importante es tener a Dios con uno,  es tener el corazón puro, etc.), es decir, privilegiar lo que no se ve ni se toca como más importante y más verdadero en detrimento de las cosas y realidades que sí se ven y se tocan o se constatan. De ahí la tendencia creciente a ocuparse más de mantener un discurso "políticamente correcto" –y creérselo– mientras las prácticas efectivas realizan lo opuesto (como decir "no soy xenófobo, pero soy activo en la lucha contra la posibilidad de que un migrante tenga acceso a derechos en mi país, pues sabemos que traen consigo delincuencia o nos quitan empleos" como si diciendo "no soy xenófobo" se enunciara una verdad interior más profunda y por ello se neutralizaran los terribles efectos políticos de mi acción). Sin negar el grado de validez que puedan tener dichas afirmaciones, ambas son criticadas por los textos de Amós y Lucas (Am 8,4-7 y Lc 16,1-13). En ambos pareciera que, de un modo u otro, Dios aparece muy interesado en lo que sucede tanto a nivel de la realidad económica como de los concretos. Ante tales situaciones ¿qué proponer? El evangelio no ofrece un modelo económico concreto ni una acción demasiado específica (por lo demás sería una ingenuidad esperar que el evangelio, que fue escrito en el siglo I d.C. y para una realidad socioeconómica y cultural muy distinta a la nuestra ofrezca una solución universal), pero lo que ofrece no deja de ser una alternativa que valdría la pena tomar en cuenta...

La fiesta: fábrica de deseos

El texto de Amós presenta una situación sumamente interesante. En la Antigüedad las fiestas fungían como paréntesis o suspensión de todo el dinamismo de la vida ordinaria. Dada su índole religiosa, con tal suspensión remarcaban la supremacía del orden de los dioses por encima de las realidades y poderes terrenales. A su vez, las fiestas eran el espacio para el exceso y la abundancia, para experimentar que lo divino irrumpía en la vida de lo profano, y por tanto, se trataba de un exceso permitido por los dioses. De ese modo, la fiesta liberaba el deseo humano pero bajo la guía de los dioses, ya que era en honor de ellos, de sus hazañas, y conforme a su voluntad, que la fiesta tenía lugar. La fiesta fungía como fábrica de deseos, pero de deseos regulados conforme a los dioses. No en vano, la hybris o desmesura, era castigada terriblemente por los dioses griegos. En síntesis: la producción y proliferación de los deseos era una forma de culto a los dioses (¿acaso el ser venerado u objeto de culto no es sino suscitar y despertar deseos en otros?). 
Ciertamente, la forma de dichos deseos estaba determinada por la divinidad específica que era ocasión de la fiesta. Así estaban, por un lado, el rito, o la práctica social estructurada por el deseo divino, y por otro, el mito, o el deseo socializado organizado por la práctica divina. Es decir, se actuaba la pasión divina –lo que ocurría "en" el dios o los dioses– y se pretendía experimentar los efectos –la abundancia, la euforia, etc-– de las hazañas divinas. 
Todo esto pudiera parecer ajeno a nosotros, pero nada más lejos de la realidad. Actualmente presenciamos una especie de fiesta continuada y a la vez vinculada a la vida ordinaria –como veremos más adelante. ¿No es acaso la propuesta neoliberal una especie de fiesta continuada, un producir y alentar la proliferación de deseos y de sueños? ¿No es acaso en cierto modo la promesa del neoliberalismo: sueña, desea, pues lo que desees y sueñes será posible? Cuando la vida es para gozar, cuando lo importante es tener metas y muchos sueños por cumplir (un conjunto de deseos), e incluso cuando parte importante de la vida de las personas, mucho más en el sector juvenil, gira en torno a las actividades de esparcimiento y relax (antros, disco, fiestas, etc.) ¿no se trata de una especie de perpetuación de la fiesta en el sentido señalado arriba? (tal vez no sabemos si el trabajo es una pausa en la fiesta, o si la fiesta es una pausa en el trabajo, pero en sí, esta indefinición es esencial a nuestro tiempo) ¿Qué divinidad es el objeto de este culto? El neoliberalismo que hace posible esas libertades y posibilidades. (Aclaro que esto no implica que tener sueños, salir por la noche con los amigos, etc., signifique un sometimiento a ese culto, pero tampoco podemos considerarnos del todo ajenos a él en la medida en que estamos en el mismo mundo y en que guste o no, ocupa un lugar significativo en lo que hoy llamamos vida).

La fiesta de Yahveh, una fiesta de justicia

Si los deseos producidos por la fiesta están configurados por la divinidad central de esa fiesta, en el caso de Yahveh se trataba de deseos muy distintos a los de otras divinidades: el rito de renovar la Alianza representaba de forma visible el deseo-pasión de Yahveh por Israel y su gesto de elegirlo como pueblo suyo y de ser su Dios; el mito o el acto de contar los gestos y acciones liberadoras de Yahveh para con Israel daba forma al deseo del pueblo como restitución de libertad para otros. De ahí que renovar la Alianza era una forma de creer en Yahveh, mientras que liberar a otros era un modo de hacer memoria de lo que Yahveh hizo por Israel. 
A partir de lo anterior queda más claro por qué las fiestas resultaban un estorbo para quienes buscaban obtener mayor provecho económico y, en especial, para quienes engañaban a sus clientes más desprotegidos. Su fiesta era otra. La oportunidad de liberar los deseos y de gozar del bienestar común no eran buenos para el negocio. Sin embargo, como en todo, una buena teoría no asegura una buena práctica. Es posible que las fiestas estuvieran cada vez más enfocadas en lo litúrgico, o en la realización puntual de la celebración y no en la perduración del deseo de Yahveh. En consecuencia, la crítica de Amós es dura y clara: no basta con realizar la fiesta si al acabar ésta se entra en una dinámica de injusticia, abuso y opresión. La producción y proliferación de deseos, aun cuando sea un acto de culto en honor a Yahveh, puede ser una traición a él si no conlleva la instauración de un orden social más justo
Con el tiempo, esa situación se agravó en la medida en que la astucia mercantil posterior logró hacer de las fiestas también un espacio para el negocio. En pocas palabras, la actividad económica logró dos cosas: 1) evitar la suspensión de tiempo y ritmo de la vida típicos de la visión religiosa para consolidarse como práctica de un verdadero culto permanente. En cualquier tiempo y lugar, la actividad que permanece ininterrumpida es la económica (esto es lo que W. Benjamin señala cuando escribe "El capitalismo como religión"). La fiesta se rige ahora por la dinámica de la vida ordinaria, la establecida por esta lógica económica que invade todos los ámbitos de la vida y es una práctica ininterrumpida, a tal grado, que todo deseo debe cumplir con lo establecido por la divinidad en turno:  2) hacer de la producción y proliferación de deseos –sueños, metas, etc.– su actividad primordial (esto es lo que sugiere D.-R. Dufour, y que se constata en que consumimos más lo que deseamos que lo que necesitamos... y "lo sabemos"), de modo que, conforme a lo dicho, tales deseos de producen en conformidad con la divinidad del capital. El capital, que sólo busca reproducirse a sí mismo, y que lo hace mediante la producción de deseos –o mejor, de «deseables»– es una forma de divinidad, que aparece como omnipotente (¿qué no requiere hoy en día de capital o dinero para ser posible o accesible? ¿qué está fuera de su alcance? ¿quién puede vivir fuera de su rango de poder?). Dicho en términos bíblicos, se consolidó el culto a Mamona (así presenta el NT la relación con el dinero a modo de culto religioso).
No obstante, la crítica de Amós sigue vigente: deseo sin justicia apunta a la destrucción del deseo  y del deseante mismo. En términos actuales, correr detrás del cumplimiento de sueños, metas y deseos sin un compromiso con la justicia, aun cuando parezca que proporciona una vida satisfecha y feliz, no es sino un atentado contra sí mismo y contra otros. Mientras unos desean más poder, más capital y en eso se les va la vida –y se juegan vida de otros–, otros anhelan justicia, dignidad, que la vida valga la pena ser vivida.


El dios Mamona hoy: La economía deseante

Aunque la acción realizada por el mal administrador parece estar orientada a "ganarse amigos" que lo reciban, me parece que puede ser válida una lectura de su estrategia en términos de la economía contemporánea. Esta lectura la hago a partir de algunas premisas. Respecto del personaje: él mismo reconoce que carece de fuerza para trabajar, por lo que carece de valor alguno ante otros posibles patrones. Al no tener fuerza de trabajo, la opción factible sería la mendicidad, sin embargo, no tiene el valor para llevar una existencia mendicante. La solución ideada podría ser lo que hoy se llama: crear valor, o bien, «volverse deseable». (Incluso puede sonar como un caso real: el de un empleado que será despedido y que dada su edad y características personales ya no es sujeto viable de empleo, aún así, la alternativa permanece: volverse deseable o morir).
Respecto de nuestra realidad: Vivimos en una economía deseante. Lo que confiere relevancia y valor a los objetos, a las personas mismas, ya no es nada que pertenezca propiamente al mundo objetivo. El valor depende de que algo sea deseado. Existir y valer es ser deseado.  El capital contemporáneo es ser deseable. "Mientras más deseado/deseable más te compran, te consumen, te idolatran" (y quien venda el cómo ser deseable o lo deseable, tiene poder sobre los otros). La política cada vez más común de «crear valor» no es sino la expresión técnica de dicha economía deseante. Más que la fuerza de trabajo, o los recursos "explotables" de un individuo o territorio o cosa, lo que es fuente de interés y valor es que dicho recurso, individuo o cosa sea deseado por el sistema que emplea, que explota y que produce. Se trata de algo abstracto más que concreto. El objeto de interés no es aprehensible, o no del todo (o bien se desea un cuerpo perfecto conforme a un canon estético, o bien se vuelve deseable un cuerpo "imperfecto", ambos son susceptibles de consumo). Viéndolo en términos radicales, la economía imperante desea únicamente aquello que ha puesto en el otro: su facultad de consumo, su poder de adquisición, esto es, de mantener en circulación el capital que ella misma le ha proporcionado. Quien es incapaz de participar en esa dinámica de circulación –tal vez porque es un cuerpo considerado incapaz de contener valor alguno– simplemente es indeseable
Una compañía contrata principalmente lo que desea encontrar en un sujeto, por ello hasta las reformas educativas están determinadas en buena parte por los intereses de la industria: los elementos empleables son aquellos que se adecuan a lo que la empresa "desea", a lo que ésta previamente ha ya puesto en sus candidatos a empleados. ¿No es acaso el mismo funcionamiento para los sitios que buscan pareja por internet? establecer los parámetros "deseados" y procurar que se cumplan, y mientras eso perdure, durará el "amor".
En última instancia, pareciera tratarse de una realidad semejante a la denunciada en el texto de Amós. Nadie compra a un "pobre" si no encuentra alguna utilidad (o deseabilidad en este caso) en él o en dicha compra. La cuestión es que hoy en día esta relación adquiere una forma de contrato, mientras unos jamás serán "comprados" –sea por su sentido de dignidad o porque no son capaces de contener el valor agregado o creado en ellos– otros entran en dicha relación de contrato: si son capaces de ser depositarios del deseo de la empresa, de los otros, de la economía deseante, serán deseados, y viceversa, a cambio de ser deseados, se vuelven materia disponible para ser portadores de lo que se desee en ellos. Aunque pudiera parecer una exageración, no es ningún secreto que para quien ha vivido la experiencia de ser deseado una de las torturas más intensas es la causada por el temor de perder aquello que lo ha hecho deseable (piénsese en el auge de la industria de la cirugía plástica para mantener la belleza y juventud, las luchas por puestos laborales, etc.), y perder con ello los beneficios que proporcionaba. Así como es vital ser deseado, este elemento puede convertirse en una cadena letal.

Una economía deseante se comporta como una divinidad egocéntrica y solipsista: ama, desea lo que ella misma ha puesto en el otro, en el fondo, el otro no es sino recipiente, es un espejo para mirarse a sí mismo. Tal vez ya no sea un ídolo que exige sacrificios sangrientos (Horkheimer) –es una economía que presenta un rostro más "humanista" en algunos casos–, pero los produce de cualquier modo, puesto que, en dicha divinidad, no queda espacio para el amor ni para el otro. Los seres humanos se vuelven sólo instrumentos, piezas de un mecanismo cuya única finalidad es mantener el flujo y funcionamiento de la economía (¿no giran de algún modo en torno a ello elementos como el plan de vida, el entretenimiento, los niveles de "madurez" –que sólo cambian el tipo y la cantidad de consumo–, etc., y que una vez que ya no se puede participar de ello se es desechado?). Por ponerlo en otras palabras, posiblemente lo más problemático de esta «economía deseante» es que se basa en una forma de deseo que suprime y somete al otro y que, inclusive, no sólo lo instrumentaliza sino que promueve que éste encuentre alegría y placer en el hecho de ser deseado aunque sea como instrumento.


La opción evangélica: la apuesta anhelante...

Ante una economía deseante, que propicia una especie de fiesta permanente, pero sólo para algunos, que amenaza con excluir a quien a perdido todo valor (a quien no es capaz de soportar el peso que implica «ser deseable») y que, no obstante no deja de hacer posibles muchos sueños y tiene muchas cosas buenas que ofrecer, Jesús presenta como alternativa una propuesta radical, subversiva y desafiante.
En primer lugar, optar por Dios y no por el dinero (Mamona). Esto implica hacer un uso distinto del capital. Es un hecho que nuestro mundo está construido de tal forma que hace cada vez más difícil considerar otra forma de vida que no sea la promovida por el neoliberalismo. Lo enervante de los sueños, cumplimiento de metas y deseos abundantes es altamente adictivo. Cuesta trabajo asumir una renuncia mínima, no se diga la pérdida. Jesús no es ningún iluso o ingenuo utopista, por eso propone un uso subversivo del dinero (tan lleno de injusticias) para la práctica de la justicia como expresión de que el deseo de su Padre se dirige también a los indeseables. El deseo de Dios por sus criaturas no es un peso sofocante que termina por excluir a quien no lo soporta, antes bien, sostiene a quien ya no puede con su existencia. Dicho de otra forma, el deseo de Dios es el anhelo que comparte con quienes ya no pueden con la vida...
Así, la fiesta no queda excluida de la vida, queda espacio para desear y soñar, salir con los amigos, gozar. No obstante, lo que hace posible la fiesta ya no es la lógica de la economía deseante, sino el cultivo de la justicia como expresión de amor al prójimo, efectivo y comprometedor. Cultivar la justicia no es expresión de un deseo sino de un anhelo, y el anhelo siempre nos rebasa. Por eso, la justicia es apertura del deseo, su liberación de su autoclausura mediante un ejercicio de libertad: reconocer los propios límites y a la vez comprometerse con algo distinto a lo propio ("creer que hay algo mejor que lo mío" decía Galeano). Esta búsqueda de la justicia no es una nueva ley o requerimiento para gozar o vivir, es su condición de posibilidad misma, pues sin ella, todo se va destruyendo. Sin el otro, el deseo se extingue, y se autodestruye.
Contra la lógica de Mamona, lo que sostiene y organiza la vida no se reduce al capital que se tiene –qué tan deseable se es–, pues el deseo de Dios incluye a los indeseables, revelándose así como un don gratuito, como un interés por lo concreto (por el ser humano concreto), y no como un medio de perpetuarse a sí mismo. El deseo de Dios perdura en esa capacidad humana de ir más allá del «valor», el cual puede terminar por sustituir a los seres humanos concretos, descuidando la práctica de la justicia y de la búsqueda de la coexistencia digna para todos. En la lógica de Mamona, más dependen los sueños, metas y anhelos de la posesión de dinero para su realización, más se es esclavo de él, y más difícilmente se sale de su lógica: cuando ya no se tiene dinero, se acaba "la vida". En la lógica de Jesús, a mayor gratuidad –y el compromiso mientras más gratuito más liberador– mayor es el riesgo, pero también es mayor la capacidad de hacer un uso distinto de los recursos, de aspirar a otros sueños, de no ser simplemente objeto de deseo sino también sujeto que desea con otros, o mejor, que anhela con otros. Así, el evangelio apuesta por descubrir que el ser humano puede ser no solamente objeto de deseo de otro, sino también ser sujeto anhelante con otros, que la vida en vez de ser un mero flujo de deseos que sustituyen a otros deseos –a veces pareciera que "eso" es la vida–, es más bien lo que desborda esos deseos, pues el anhelo nos saca de nosotros mismos, nos jalonea por aquello que aún no tenemos y tal vez no parece posible, y sobre todo, porque el anhelo siempre "pide que exista otro" reconociendo la carencia de cualquier poder sobre ese otro, llámese Dios, justicia, paz, hija desaparecida. etc. El anhelo nos abre...

Servir a Dios o al dinero. Esta disyuntiva puede ser más clara ahora: hay una forma de vivir, un lifestyle, que no es sino una forma de culto y que no sólo implica injusticia, sino que despreocupa de ella encerrando en el ciclo del «ser deseado». Dejar de consumir o no comprar ciertos productos no es una respuesta suficiente. La globalización visibiliza el hecho de que el dinero, de un modo u otro, pasa por "negocios sucios", por variadas formas de explotación. Desvincularse no es sino una reacción primaria que evita la complicidad en la culpa y, en el fondo, es un modo de mantenerse deseable. 
La alternativa evangélica consiste en asumir el riesgo de contaminarse, ocuparse menos de mantenerse puro y deseable y atender más a los indeseables (indeseables desde la perspectiva de la economía deseante). El hecho es que ciertas políticas económicas, de pensiones, de empleo e incluso de popularidad siguen vigentes y causando estragos en vidas concretas, por ello es que la alternativa implica esforzarse más en hacer más justo el orden y organización del mundo. La atención a los indeseables, lo mismo que el riesgo de "contaminarse" de "indeseabilidad" es la invitación a entablar otra clase de vínculos. Unos en los que «ser deseable» no sea la última palabra

Por tanto, nada de salirse del mundo, ni tampoco una existencia cínica ("de todos modos gente jodida y/o explotada siempre la habrá"). Ante todo, una mirada atenta y crítica, pues la lógica del capital –de la economía deseante– nos rodea y está por todas partes. En verdad parecería que no hay salida, y es ahí donde el deseo de la economía deseante nos encierra, pero es ahí donde el anhelo de la apuesta anhelante nos abre una puerta. El riesgo de contaminarse vinculándose con los indeseables es otro modo de decir anhelar con ellos, pues desde ahí es posible anhelar la justicia, y no sólo desearla. Cuando la realidad toca la carne, los rostros, lo concreto, sólo el anhelo parece suficiente, puesto que a diferencia del deseo, el anhelo no acepta apagarse. Anhelar con otros no se da desde la distancia, sino desde el vínculo, desde el compartir aquello que nos destruye como lo que nos mantiene vivos. La apuesta anhelante es la que es consciente de que no hay nada que asegure que funcionará o que tendrá éxito, ningún proceso natural ni evolutivo ni espiritual garantizan llegar... negar esto es renunciar al anhelo y dejarlo todo a la mecánica de un proceso sin nosotros. En este sentido, es pura gracia, pues nos implica hacer don de nosotros mismos también. La tarea nos excede pero no nos arredra ni nos disuade de seguir anhelando juntos de forma efectiva y vital.
Apostar por anhelar con otros otro modo de vivir, de coexistir no es fruto de un mero razonamiento ni de voluntad, implica también cercanía con otros, el aceptar otra forma de vida, para que, compartiendo el anhelo de justicia, de dignidad, de que la vida valga la pena ser vivida, nuestra apuesta, pese a todo, nos mantenga en la lucha y, para que otros y otras, puedan volver a apostar por ello... Quedarse en medio, tibio, en esa lucha, es autodestruirse, pues, como decía Gramsci, "vivir es tomar partido".

Ante el agotamiento del deseo, recuperar la capacidad de anhelo...





domingo, 11 de septiembre de 2016

El terrorismo de la misericordia

«Éste recibe a los pecadores y come con ellos»


Con frecuencia el uso del lenguaje religioso es un desafío. No sólo por la distancia temporal y espacial, sino porque se corre frecuentemente el riesgo de considerar a dicho lenguaje –junto con los gestos y acontecimientos que le dan contenido– como algo meramente "caído del cielo", sin ninguna clase de vínculo con su contexto histórico. Más aún, en algunos casos, como en el de la misericordia, se termina reduciendo el uso de ese lenguaje al ámbito de lo personal, con lo que se pierde la perspectiva de su original potencial subversivo y crítico, y a la vez creador .

Ciertamente, la misericordia del Nuevo Testamento no es ninguna novedad como tema con respecto del Antiguo. Ya se hablaba de ella como atributo divino mucho antes de que Jesús hubiera nacido. Sin embargo, las parábolas de la misericordia que aparecen en Lucas (Lc 15,1-32) parecen brindar una perspectiva desafiante típica de la propuesta de Jesús.

La ocasión de la presentación de las parábolas la propicia un gesto de Jesús: acogía a los pecadores y comía con ellos. Es dentro de este marco que conviene procurar leer las parábolas.

Las tres parábolas cuentan que algo pasa. Con la narración se ponen en evidencia y en juego una serie de lógicas que constituyen el corazón de lo que acontece –la lógica del lector, la del 'sentido común', la de algún protagonista de la parábola, la del Reino. Pasan cosas pues, y en eso, se da un conflicto de lógicas que permite reconocer que algo ha sucedido. En este caso, la lógica que genera contraste es la que corresponde a la misericordia. ¿Cuál es la lógica confrontada? En términos de la época, era la lógica de la Pureza. En téminos de nuestra época dicha lógica bien podría ser considerada como la lógica de la Seguridad.

El orden de la Pureza: políticas de Seguridad

Entre Pureza y Seguridad se da una analogía en términos de la función que desempeñaban. Por ejemplo, lo que en el libro del Éxodo aparece como idolatría, era una práctica considerada pecaminosa cuya consecuencia era algún tipo de castigo en forma de pérdida (de libertad, de salud, de territorio, de bienestar, de soberanía, etc.). Pecar no sólo era una traición a Yahveh, sino que ponía en riesgo la seguridad del pueblo. De hecho, continuamente en distintos pasajes del AT algún personaje preguntaba a algún otro «¿qué has hecho?» acompañando esta pregunta de algún temor por la seguridad y/o bienestar de sí mismo o del pueblo  (cuando Abram engaña al Faraón, cuando Jonás va en el barco evitando ir a Nínive, etc.). Evitar el pecado era una política de seguridad. En este contexto, en el que el sentido de lo comunitario o colectivo era mucho más fuerte hablar de seguridad no era sólo asunto personal, sino colectivo.
Por otra parte, los textos de Ex 32,7-11.13-14 y 1 Tim 1,12-17 son textos que presentan un tema común: la contención de la violencia. Mientras en Exodo Moisés "evita" que se desate la violencia (ira de Yahveh) contra Israel por su idolatría, en la Carta a Timoteo Pablo narra cómo dejó de ser perseguidor de los cristianos por misericordia de Dios. Cabe notar que son muy conocidos los textos del AT en que se evoca la misericordia de Yahveh para contener su ira (la cuestión de la ira de Yahveh no la trataré aquí). Concurren así los dos elementos de esta reflexión. Si contener la violencia es uno de los rasgos fundamentales del discurso securitario, bíblicamente la Misericordia es el medio por excelencia para contenerla, pues ¿qué violencia más amenazante y potente que la divina? No obstante, en la práctica se tenía una clara –y comprensible en términos prácticos– distinción en lo que respecta a políticas de seguridad: por un lado, la instancia política que era la Ley y que marginaba al individuo impuro, al portador del mal, del pecado, y por otro, la instancia teológica que era la misericordia de Yahveh, que siempre reaparecía cuando era necesario redimir la totalidad del pueblo. En otras palabras, la ley para los individuos, la misericordia para todo el pueblo.

Dado lo anterior, la práctica de Jesús de acoger a los pecadores y comer con ellos constituía un problema complejo: por un lado, era una imprudencia, un atentado contra la seguridad del pueblo. Por otro lado, al ejercer la misericordia recuperaba no sólo la dimensión teológica propia de la tradición bíblica, sino que su práctica iba más allá de la tradición, pues estaba orientada a redimir individuos concretos. Así, ante la práctica de Jesús, más allá de la cuestión moral entraba en escena una preocupación muy concreta y realista: ¿qué hay de la seguridad?


El individuo peligroso: el terrorista

Para comprender mejor tanto este aspecto de la práctica de Jesús como su posible potencial crítico respecto de algunos elementos de nuestra vida actual, conviene recordar la crítica que hace M. Foucault sobre el «individuo peligroso»: la sociedad no tiene derecho sobre el individuo más que a partir de lo que éste hace, en concreto, de un acto definido como infracción a la ley y que puede dar lugar a una sanción. Sin embargo, en la medida en que se ha puesto más énfasis en el criminal como sujeto del acto (el que lo comete), y más aún, conforme se ha visto al individuo peligroso como virtualidad de actos (el que puede hacer actos criminales), se le da poder a la sociedad sobre el individuo ya no a partir de lo que éste hace sino de lo que es, atribuyéndole prácticamente una naturaleza peligrosa. La figura que encarna este proceso es el terrorista. Esto se constata en las políticas adoptadas respecto de los musulmanes en Estados Unidos y Europa, pero también se aplica –en distintas formas– con migrantes, refugiados, habitantes de zonas marginales –no cualquiera entra en una Plaza Comercial–, homosexuales, etc. Cada vez más la seguridad implica partir del ser para elaborar las políticas públicas, y esto se nota más en algunos grupos que en otros. Por ejemplo, hay quien rechaza a los migrantes porque los considera delincuentes, a los extranjeros como portadores de virus culturales –"van a destruir nuestra cultura"–, a los homosexuales como signo de una degeneración biológica y moral, a los musulmanes como terroristas. A partir de tales concepciones, se elaboran políticas, leyes, orientadas a "proteger" y garantizar la seguridad del pueblo y de los intereses de quienes "no representan una amenaza", o al menos no tan fuerte, o que incluso se perciben como miembros benéficos de la sociedad.
Es cierto que hay muchas razones y factores por los que se enfatiza tanto la seguridad que ha llegado incluso a desplazar el tema de la libertad. No obstante, el hecho es que hay al menos dos polos significativos: la creciente disposición a la restricción de libertades con tal de garantizar la seguridad, y la creciente difusión de un concepto de libertad asociado a cierto estilo de vida que pide ser garantizado y protegido. Uno por miedo y otro por placer, ambos sectores recurren y se someten a las políticas de seguridad. Aunque la seguridad aparezca también como derecho humano, pareciera que ésta no puede ser para todos.

Jesús ¿un terrorista?

El tema de la seguridad de un modo u otro nos atañe e interesa. Sin embargo, parece ser que Jesús no sólo expuso su seguridad (integridad física) con su práctica misericordiosa –hoy diríamos "es libre, que haga lo que quiera"– sino que también afectó así los cimientos de su sociedad, de su estilo de vida, ya que apelando a la misericordia que contenía la peor de las violencias terminó sufriendo los efectos del desatarse de la violencia de la sociedad contra él. Su muerte no fue un accidente ni un fallecimiento, fue una ejecución pública (por eso afirmo que fue contra los cimientos de su sociedad y no fue un simple y fortuito linchamiento, los evangelios se esmeran en dejar ver eso). No importó que se comportara como Yahveh –no en el atributo de juez sino de misericordia–, ni que hubiera acercado a otros al Reino de Dios, Jesús era un «individuo peligroso». Acercándose a los portadores del mal, de la impureza, Jesús reactivó el potencial peligro que esos individuos representaban para su sociedad. Aunque éstos siguieran presentes en la sociedad, los puros podrían aducir ante la amenaza de castigo que jamás estuvieron de acuerdo, pero al aparecer alguien que no sólo los convoca y acoge, sino que lo hace emulando a Dios, expone a su destrucción el mismo sistema sobre el que su estilo de vida se había construido: la separación, el privilegio, la marginación, y sobre todo, la expulsión de la inseguridad. Efectivamente, si cumplir la ley garantizaba la salvación, no había más incertidumbre: cumple y vivirás.  Es el mismo discurso que condiciona la libertad para mantener una situación injusta. Evitar el riesgo de perder, de padecer, aunque sea a costa de otro se presenta como el imperativo implícito en toda nuestra forma de vida. Pero el olvido del prójimo, y más aún, de la misericordia, no hacía sino mantener vivo y latente un Dios –un otro– temido más que amado. Jesús, con su misericordia, puso en evidencia ese temor que produce aferramientos y cerrazones más empecinados que la razón más convencida.
La misericordia del Reino desató la violencia de quién vio amenazado algo de su propia vida, de lo que mantenía organizada su sociedad, aunque implicara la marginación y sacrificio de algunos, mientras que por otra parte, protegió a otros de esa violencia que pendía permanentemente sobre sus cabezas. Interesante paradoja: la misericordia en Dios contiene la violencia sobre el ser humano, la misericordia en el ser humano desata la violencia contra otro ser humano. Esto contrasta con la visión de la misericordia como algo que funciona de suyo infaliblemente, como algo meramente emotivo. La misericordia es hondamente sociopolítica, y sus implicaciones también se dan en ese ámbito. La misericordia que contiene la violencia contra unos implica disponerse a (la posibilidad de) padecerla. ¿No ocurre lo mismo con el padre de la parábola de los dos hijos, quien vive la violencia de ambos en dos momentos distintos? No es lo mismo proteger que contener. Lo primero tiende a anticipar, lo segundo no sólo padece los efectos de su acción sino que tiene una fuerte carga de presente. Como contención, la primera violencia que es contenida es la propia, no es cuestión del mérito de otro. 
Tal vez haya que decirlo sin tapujos, la misericordia reactiva el potencial nocivo o "terrorífico" del otro (¿no oponemos frecuentemente "peros" al discurso misericordioso? ¡Y no sin razón! pero es de llamar la atención la constancia de ese discurso interesado en «desactivar el potencial de daño del otro»), y a su vez abre una puerta a la posibilidad de que el otro pueda ser ocasión de alegría. La misericordia no niega ni desactiva el potencial violento del otro, pero hace posible que esa violencia encuentre un límite, una contención, o más aún, una superación. No a través de más atadura o exclusiones sino de un vínculo de reconocimiento mutuo, del optar por un uso distinto de la propia violencia, del esfuerzo de pensar y esforzarse juntos por coexistir (pudiera servir de muestra la película "La bestia/Danny The Dog" de Jet Li y Morgan Freeman). Todo esto implica probablemente algo de política, debate, tensión, buscar formas de coexistir, pero también da lugar a la posibilidad de descubrir la alegría de vivir porque el otro también vive.
Tal vez por eso hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte: porque es la superación de la violencia del ser humano contra el ser humano, la cual no se da por tolerancia o reglamentación extrema de protocolos de convivencia, sino en ese combate arriesgado por hacer lugar a otros, en ese movimiento que va de unos a otros.

El «terrorismo» de la misericordia 

Esto implica que el esfuerzo cristiano en la práctica de la misericordia ha de afrontar el reto de repensar la seguridad y sus políticas (que no ha de ser dejada de lado) pero de modo que no termine suprimiendo ni la libertad ni marginando, empobreciendo o excluyendo a otros. No se trata de salvar un sistema económico o un estilo de vida idealizado por una clase social, sino de seres humanos y del planeta en el que cohabitan. Más que nunca, la seguridad no puede ser considerada como tema obvio o neutro, pero del mismo modo, mucho menos la misericordia puede dejar de lado su intrínseca dimensión sociopolítica. Hablar cristianamente de misericordia significa también un modo muy concreto de contener la violencia de unos a otros, y por tanto, que nos exige abrir otros modos de afrontar nuestras tensiones y diferencias sin privar a otros ni de su dignidad, derechos, subsistencia o existencia. Todo esto no se da sin cierta pérdida. Como la que unos pueden temer y como la que otros pueden no estar dispuestos a aceptar (hablando del miedo y placer ya mencionados). En ese sentido hablamos del «terrorismo de la misericordia.»

A la luz del evangelio, posiblemente la misericordia sea la forma de amor que hace fiesta por la existencia digna del otro, al cual hemos podido ver como amenaza o enemigo, que hace posible esa existencia digna tanto en lo personal como en lo social, político y económico. Toda misericordia que no se involucre en esto, podrá ser loada y bien aceptada socialmente, pero puede no ser sino un medio más para mantener el estado de las cosas tal como está pero con la conciencia "contenta".

Mucho se ha hablado de la misericordia, mas me parece que en realidad, dadas las trabas y peros que ponemos y las difíciles preguntas a nivel práctico que nos plantea, sigue siendo un desafío a asumir con seriedad, ya que seguirá amenazando nuestras cómodas construcciones de modos de vivir que opriman, empobrezcan, marginen a otros... mientras que seguirá abriendo también posibilidades de una vida que festejar entre todos y todas...


"Mientras que el otro siempre es para nosotros amenaza de muerte, el creyente, en un movimiento irracional, también espera de él la vida. Dar lugar al prójimo será ceder el sitio –en mayor o menor grado, morir– y vivir. Eso no es pasividad sino combate para dar lugar a otros, en el discurso, en la colaboración colectiva, etc. Ese trabajo de hospitalidad respecto del extranjero es la forma misma del lenguaje cristiano. […] Al rehusarse a tomar el lugar de la verdad, así pueden [los cristianos] confesar su fe en lo que nos atrevemos a llamar Dios; Dios, indisociable para nosotros de la experiencia que torna a los hombres irreductibles y necesarios a la vez unos a otros." (M. De Certeau)






domingo, 4 de septiembre de 2016

Del placer de consumir al gozo de darse...

"El capitalismo ha consistido en la reducción en última instancia de todas las relaciones a relaciones de producción. […] El derrocamiento del capitalismo vendrá de aquellos que consigan crear las condiciones para otro tipo de relaciones." –Tiqqun
De entre la amplia de gama de textos evangélicos que podrían resultar desafiantes y hasta amenazantes, y tal vez incluso más que los apocalípticos, resaltan los que relatan la llamada al seguimiento de Jesús. No sólo su alta exigencia sino incluso su aparente inviabilidad universal –pareciera que no todos pueden vivir una forma de vida así– hacen de dichos textos objeto de continuas acrobacias de interpretación para hacerlos "accesibles" y, por lo general, terminan en una especie de estado disposición del ánimo que, dentro de lo que cabe, hace el bien a otros, relativiza esa "irracional" o "anacrónica" propuesta de vida –a veces con una culpa que permanece pese a todo: "está muy difícil, no puedo vivir así"– y deja intacto el mundo.

No obstante, nada más lejos del evangelio que una conversión que deja todo igual. La propuesta es claramente desafiante. Por otra parte, es claro que Jesús no conoció el capitalismo y más que plausible afirmar que ni siquiera lo tenía en mente. A pesar de ello, creo no es descabellado lo que estoy por proponer como ejercicio de cristianismo tomando como base la realidad del contexto neoliberal en que vivimos. A partir del texto de Lc 14,25-33 hemos de seguir la línea marcada por Jesús en ese relato: cuestionar a través de la figura de la «posesión de bienes» una organización social, política y afectiva

La peculiar lógica de Jesús sugiere una relación estrecha entre seguimiento-discipulado, la cruz, la familia (vínculos socioafectivos), costo de una lucha/proyecto, y los bienes. No obstante, la conclusión del texto sugiere que lo referido a los bienes parece ser una especia de conclusión que incluye todo lo anterior: "así cualquiera que no renuncie a sus bienes no puede ser mi discípulo". La clave de lectura es, por tanto, la «posesión de bienes». ¿Qué está involucrado en el «despojarse de los bienes» exigido por Jesús? Para aclararlo mejor el alcance de esto presentaré algunos enfoques sobre el poseer desde nuestro contexto actual.

Poseer: la institución del placer

Poseer (bienes) es una práctica de placer hecha posible por un Derecho –es decir, permite usufructuar, la etimología remite a un disfrute. "Puedo disfrutar de esto o aquello porque me pertenece, puedo hacer de ello lo que quiera porque me pertenece." Lo importante aquí es que es una institución, una realidad externa (el Derecho, un Pacto o el Sentido común) lo que me permite y autoriza a poseer algo. Así, el derecho de propiedad no sólo posibilita el desarrollo económico, o social y "evita" el conflicto social asignando límites a cada uno, sino que constituye la base del placer en la sociedad, instituye un placer permitido, o mejor, "humanizado". Las continuas exigencias de tener algo propio (cuarto, teléfono, cama, territorio) como condición para disfrutar son muy notorias. Esto no niega a la transgresión como factor posible de placer, sin embargo, pudiera decirse que la raíz del éxito de una organización social o política radica no sólo en los males que evita sino en los placeres que procura (p.ej. el capitalismo). Mientras estos placeres forman parte de lo que mantiene unido a un grupo social, la transgresión implicaría una amenaza a la unidad y se procedería a la exclusión del transgresor. Así, el goce aparece como factor político.

Ahora bien ¿qué ocurre si los placeres procurados por un sistema aumentan de manera exponencial? ¿si lo que ofrecía cierta satisfacción se vuelve fugaz y lo único que se desea es el cambio de objeto de deseo por el puro placer de cambiarlo? (como cuando un objeto nuevo pierde su encanto al ser poseído, o una pareja deja de ser atractiva al momento de ser "alcanzada"). El placer de poseer se convierte en ejercicio de poder de destrucción: reemplazar un objeto por otro, un deseo por otro, sin cesar, cada vez más rápido, desechando el anterior. De ese modo, el placer de poseer se vuelve fin a sí mismo, gesto de continua destrucción.

Del poseer bienes al poseer como Bien

En el caso del capitalismo contemporáneo, éste no sólo ha favorecido la satisfacción y multiplicación de los deseos de sus clientes/usuarios, sino que ha llevado este elemento hedonista más allá de la estructura social y política, hasta colocarlo en el corazón mismo de los individuos. Mientras la Ley o Pacto social eran los garantes de la posesión, y por tanto, los que permitían el placer de forma libre y sin pena, en la actualidad es el sujeto mismo, su deseo, incluso lo divino o la naturaleza, los que garantizan ese permiso de gozar. "Vinimos a gozar" y es incuestionable desde esa perspectiva (muy capitalista). La (capacidad de) posesión de bienes se transforma en la designación del poseer como el Bien (tal vez absoluto) del individuo. El problema de esto es que deja fuera la esfera social y política, de modo que los otros dejan de ocupar un lugar constitutivo en la experiencia del placer. "Disfruto y gozo porque esa es la ley de mi existencia." Ya no es necesario garantizar el gozar a todos, pues el rol de éstos ya no es el de posibilitar mi placer como sujetos –de los que depende mi posibilidad de acceder al placer como "permiso"– sino como objetos –deben de estar ahí para que yo los posea, los goce. Los otros se vuelven objetos de deseo y, por eso, objetos a poseer. Sin algo deseable, los otros se vuelven insignificantes, invisibles.

No importa cuanto nos esmeremos en señalar que las personas no son objetos, el principio de gozar y/o disfrutar instalado como ley en el núcleo mismo de los individuos nos impone una relación con las cosas y con los demás que, mientras nos lleva a buscar obtener del otro lo que se desea –y desecharlo cuando se antoje– nos ata más tremendamente a ellos. Tal vez la forma más extrema sea la del "deseo de ser deseado". Lo que se quiere obtener del otro es su deseo, su aspecto más vital y a la vez expone al sujeto a su destrucción, pues al volverlo objeto de deseo, asume que pronto será sustituido por otro. No en vano se enfatiza cada vez más que la belleza no es lo exterior, pues se trata de volver cada vez más abstracto lo que se quiere, lo que cuenta, lo que vale (lo mismo que ocurre con el capital financiero) al grado tal que, lo que se ve se vuelve desechable mientras que lo deseado se nos escapa. De ahí el auge de una espiritualidad centrada en el alma, en la belleza interior, más que en la lucha por lo material, por dignificar lo sensible y visible. Sólo parece quedar la tristeza de saberse en proceso de ser obsoleto, como ser reemplazable, de validez fugaz, y por ello, "gozar el presente, pues es lo único seguro."

En apariencia, lo único que queda es explotarnos unos a otros porque nos es imperativo gozar, y somos nosotros mismos quienes nos damos el permiso. No hay nada más que buscar. Lo que antes era un placer humanizado, instituido sobre un modelo social-humano, ahora es el placer cosificado, sobre el modelo de las cosas. Ningún moralismo aquí, sólo un intento de constatación del por qué la satisfacción no sólo se ha vuelto objeto de primera necesidad sino también casi imposible (¿no estamos acaso en una sociedad que tiende frecuentemente a la depresión, a la insatisfacción?): así funciona la maquinaria capitalista, así funcionamos nosotros. La condición del placer de vivir es funcionar como una fábrica, o como una máquina de consumo.

La vida de las cosas es la vida del ser humano

La relación que el ser humano establece con lo que lo rodea determina no sólo lo que son las cosas para él, sino la organización y distribución del mundo, cosas, espacios, relaciones... y por ende, determina también al ser humano. En este sentido, poseer es ser poseído. No hay posesión que no remita a una fuerza, organización, ordenamiento que la legitime y/o decrete. La palabra "mío" expresa un acto de poder, de fuerza, pero es precisamente lo que da validez y fuerza a esa palabra lo que confiere validez y fuerza a lo que pretende ser quien dice "mío": un posesor, propietario. Lo que soy lo soy gracias a lo que me permite poseer. En este caso se habla de un Derecho, Pacto, un Estado, o cualquier institución que presupone cierta autoridad. "Yo lo encontré", "yo tengo la pistola", "me lo dio mi abuelo", "es la herencia de mis padres", todas estas expresiones remiten a una lógica que presupone tener la autoridad y poder para dar forma a las relaciones entre individuos y a sus relaciones con las cosas, e incluso a la identidad misma ("es mi nombre, mi historia"). La vida de las cosas es la vida del ser humano. Esto es algo de lo que Marx pone en evidencia con su teoría del fetichismo de la mercancía. Por un lado, el uso de las cosas modifica y altera las relaciones humanas, sus mismas capacidades, disminuye unas y potencia otras, y así la "vida de las cosas" (su uso, con qué se complementa, etc.) termina determinando dichas relaciones. Para entender esto piénsese en el uso de un automóvil, cómo va modificando no sólo nuestros hábitos, sino nuestras capacidades (para bien y para mal) y a la vez, cómo muchos de nuestros hábitos terminan siendo determinados por las "necesidades" del vehículo: ir a la gasolinera, al taller mecánico, llevarlo a lavar, etc. 

"Nada es gratis en este mundo", esta expresión cada vez más comúnmente escuchada y afirmada combinada con la de "vinimos al mundo a gozar" constituye una fuerte expresión del proceso de consolidación de la relación de propiedad/posesión como la "única posible". Estar en el mundo implica tener algo que otro desee, o morir. Asimismo, el poseer se caracteriza también por conferir dominio y autoridad total sobre algo, sobre su uso y existencia. En otros términos, poseer es, por un lado, el poder de decisión sobre la vida/muerte, existencia/destrucción de algo, y por otro, la pretensión de poder de extraer lo que se quiere, desea o necesita de algo de manera justificada ("tener permiso, autoridad para"). Sin la pretensión de estar justificados para extraer lo que se desea, y sin el poder decidir sobre la existencia o destrucción de algo no se hablaría de posesión sino de robo, abuso, de crimen. A partir de esto, se comprende cómo en la Antigüedad la mujer era posesión del varón, marido, padre, etc., y por tanto, este podía disponer de ella a su antojo, aunque también ciertas cláusulas ponían límites: había que preservar lo que la hacía valiosa para poder obtener mejor beneficio, su virginidad por ejemplo. Si pensamos en la actualidad, notamos cómo el abuso de los recursos naturales refleja claramente una mentalidad de posesión: podemos extraer lo que deseemos de la naturaleza, determinar su preservación o destrucción. Lo mismo ocurre con la gran cantidad de aparatos electrónicos, e incluso con las personas. La relación de posesión o de producción determina en buena parte los vínculos interpersonales contemporáneos, así como sus ideales y sus incesantes frustraciones. Vivir para mantener en circulación los objetos de consumo, para convertirse en objeto de consumo o en consumidor de otros. Consumir es la nueva forma de poseer, pues implica no sólo un cambio continuo sino también el disfrute y la destrucción de lo consumido. En continuo desecho de sí mismo y de otros, el reto del ser humano de nuestra época consiste en superar la ilusión de que la forma de relación típica del capitalismo, el consumo, es no sólo la forma relacional por excelencia sino la única viable. En este contexto, el evangelio propone un gozo que pasa por la transgresión, la subversión de lo instituido. Por ello permanece la validez y fuerza así como lo radical y provocador de la afirmación de Jesús:"así cualquiera que no renuncie a sus bienes no puede ser mi discípulo". 

¿Podremos establecer relaciones de otro tipo, no sólo a nivel interpersonal sino también social, político, económico? Ese es el desafío del evangelio...

En otros términos, se trata de emprender y hacer sostenibles con otros, y de forma organizada, otras formas de relación distintas a las de consumo, de posesión o propiedad. Tales relaciones no sólo implican reconfigurar las relaciones afectivas y el orden sociopolítico, sino también el coraje y osadía de atreverse a «no ser» y a conocer fuentes de placer y goce distintas, mediante un compromiso inteligente, compartido, arriesgado: el gozo de la gratuidad por ejemplo, el gozo de tomarse en serio como partícipes activos en la lucha del Reino, el gozo que va de unos a otros, que se hace posible con Otro... no como un gran sistema, sino como lo que se va construyendo en espacios limitados, compartidos... Pasar del placer de poseer al gozo de darse... o más aún, del placer del consumo al gozo de darse.








Nota: "La cuestión no es vivir con o sin dinero, robar o comprar, trabajar o no, sino utilizar el dinero que tenemos para acrecentar nuestra autonomía en relación a la esfera mercantil" –Tiqqun.