El
Espíritu de la Parresía
«Viendo
la valentía (παρρηία) de Pedro y Juan, y
sabiendo que eran hombres sin instrucción ni cultura (ἰδιώτης), estaban maravillados.
Reconocían, por una parte, que habían estado con Jesús; y al mismo tiempo veían
de pie, junto a ellos, al hombre que había sido curado; de modo que no podían
replicar» (Hch 4,13-14)
Existen muchas
aproximaciones posibles al Espíritu Santo. Curiosamente, es uno de los
elementos del lenguaje cristiano que más fácil y comúnmente es empleado aunque
a la vez es de los que más trabajo cuesta explicar o comprender. Ninguna
sorpresa, dada su naturaleza “espiritual”, multiforme, simbólica. No por nada
se le considera como el vínculo entre Dios y Jesús (el Padre y el Hijo), pues
el vínculo asume innumerables formas, y logra que mediante objetos concretos se
tenga acceso a lo que sobrepasa los objetos y el mundo al que pertenecen –como
las expresiones de amor, de fidelidad, de odio, que pueden expresarse en
palabras, entonaciones, gestos, regalos, etc. No obstante, de un modo u otro,
el Espíritu Santo siempre aparece
vinculado a algo de nuestro mundo, ya que de otro modo nos sería imposible
siquiera hacer referencia a Él, y más aún, no podríamos elaborar la conexión
entre Jesús y su Padre. Lo más desafiante y enigmático radica en el vínculo, en
lo que une una cosa con otra, lo que permite asociar realidades.
La alusión al
lenguaje cristiano no es un mero academicismo. La condición para poder
comprender qué dice/hace
el «hablar cristiano» –es decir, qué pasa, qué está en juego en lo que el
cristianismo proclama– implica «estar en»
el Espíritu Santo (1 Co 12,3), aunque poder decir qué sea esto concretamente
resulte más complicado que entenderlo. Dicho de otra manera, dos ejemplos
podrán ayudar: el primero remite a la experiencia del habla, en la que resulta
más fácil comprender qué es el lenguaje mediante su uso para relacionarnos con
el mundo. Para decir qué es una cosa se usa siempre otra palabra, y para
definir esa palabra se usa otra más, mas para definir qué es el lenguaje no
podemos prescindir del lenguaje. Se podría señalar un objeto, un suceso, al
decir una palabra, pero lejos de ser una definición, se trataría de una
“mostración” (ostentación) que nos ayudaría a crear cierto vínculo entre lo que
se ve y lo que se dice. Sin dicho vínculo, ni lo visto ni lo dicho cobran sentido. El segundo ejemplo es mucho
más simple: determinar el sabor de una manzana. Si bien el lenguaje podrá ser
exhaustivo en descripciones, sólo el acto de probarla podrá proporcionar ese
exceso-en-el-saber que confiere unidad a toda la experiencia sensible. Esto
debido a que la suma de descripciones no será suficiente ni para brindarme la
experiencia del comer la manzana, ni para organizar todas las sensaciones de
modo que pueda reproducir la experiencia con exactitud. A fin de cuentas, es
necesario cierto «comprometerse»,
sea para correr el riesgo de hacer la prueba como el estar dentro de los
códigos del lenguaje para poder comprender. Por otra parte, la unidad de la experiencia
implica vincular y organizar la información, los elementos que integran la
experiencia. Verdad, Justicia, Arte, Política y Amor comparten esta condición
fundamental de referencia a lo que asocia una cosa a otra, y la importancia de
comprometerse con una de las tantas posibilidades de hacerlo.
La idea de vínculo es, pues, fundamental. Como ya se mencionó, para comprender
la relación entre Jesús y su Padre (por qué le llamamos Hijo de Dios, el por
qué de la resurrección, por qué hacía y decía lo que hacía y decía) es
necesario captar este vínculo entre ambos. Del mismo modo, la relación de Jesús
con los demás, con su vida, y entre sus discípulos después de su muerte y
resurrección implican un vínculo muy específico. En efecto, no cualquier tipo
de vínculo nos remite al Espíritu Santo, pues de otro modo, Jesús carecería de
relevancia en última instancia, y bastaría con afirmar la conexión del todo con
todo, y volvería intrascendente la muerte de Jesús. Un criterio fundamental es,
pues, la referencia a Jesús.
(Descuidar esto nos conduciría a una pura especulación abstracta a lo Hegel,
que podría en última instancia, terminar justificando las innumerables
crucifixiones de nuestra historia, echando por la borda así al Dios cristiano.
En este sentido, me parece que Walter Benjamin y Simone Weil en su opción por
los oprimidos y desesperanzados están más cerca del evangelio).
Recapitulando: el Espíritu Santo es
fundamental e indispensable para comprender y realizar la experiencia cristiana
(vivir el evangelio), para eso implica un acto de comprometerse vinculándose
con y mediante la vida de Jesús (no sólo sus obras, sino también lo que fue “la
vida de su vida”: el Reinado de Dios) con el resto de los seres, las cosas, el
mundo. Dicha experiencia “espiritual” ha de pasar por las cosas de este mundo
(objetos, lenguaje, emociones, pensamiento, personas, situaciones, etc.).
La elección de la
parresía como acceso “al Espíritu
Santo” ha estado guiada por las convicciones apenas indicadas. Hay que pasar
por las cosas de este mundo, o más en concreto, por las situaciones de este
mundo. Al hacerlo, habrá que considerar (la vida de) la vida de Jesús con sus
implicaciones y apuestas, y así, finalmente podremos llegar a plantarnos frente
al impulso del Espíritu que transforma la faz de la tierra y plantearnos si
hemos de escucharlo y dejarnos mover por Él o no.
La intención de
estas líneas no es tanto hacer un análisis teológico cuanto delinear algunos
elementos que pueden ser de ayuda en el discernimiento y ejercicio de pensar el
cristianismo en nuestra situación actual (lo que incluye poder confrontar las
visiones sobre el Espíritu Santo que, lejos de animarnos a proseguir lo de
Jesús y a ser consecuentes con sus implicaciones, nos hacen dejarlo solo en su
misión aunque digamos amarlo mucho y pedirlo con todo el corazón, gozando de
confort y consuelo).
A partir del texto citado de Hechos de los Apóstoles, quisiera
señalar cinco elementos clave del relato.
El término
parresía
es un vocablo que tiene al menos tres líneas de comprensión:
En perspectiva
del AT alude al manifestarse
abiertamente de Dios, es decir, a su actuar decidido y sin ambages cuando
de justicia se trata. Es expresión de revelación.
En términos
neotestamentarios, la parresía es expresión de libertad y esperanza, de ahí el hablar con confianza, sin temor,
abiertamente, con un particular sentido de hacer público algo. No para ostentar
o llamar la atención, sino como expresión de algo del ámbito de lo cotidiano y
de lo común, de lo que es de y para todos. Es lo que da lugar al júbilo y alegría desbordantes y
sólidas.
Finalmente, en la
lectura que hace Foucault
de la tradición helénica parresía es el coraje de la verdad en quien habla y
asume el riesgo de decir, a pesar de todo, toda la verdad que concibe, pero es
también el coraje del interlocutor que acepta recibir como cierta la verdad
ofensiva que escucha. Esta última perspectiva vale la pena desglosarla en
partes.
Quien habla
diciendo la verdad, la dice corriendo cierto riesgo, sea porque en verdad está
convencido de lo que dice, sea porque pone en juego la relación con su
interlocutor, sea porque es posible que éste tenga más poder que quien habla. Es la verdad con el riesgo de la violencia.
El parresiastés,
o el que habla la verdad, mantiene un vínculo fundamental entre la verdad dicha
y el pensamiento de quien la expresa. En cierto modo, esto le permite
constituirse como sujeto y no mera marioneta o máquina. Puede pronunciarse
realmente, aunque esto implica también exponerse. Al hacer esto, pone en jaque
también el sistema de relaciones que le brinda reconocimiento, identidad, y
hasta posibilidades de vivir. Al enfrentar al sistema, se pone en juego a sí
mismo nuevamente, y viceversa. Sin embargo, este hablar franco no implica la
destrucción del otro, antes bien, requiere de su participación, de que de
relevancia y escucha a lo que se le dice. Se trata de una verdad que, aunque
puede ser violenta –por lo que dice o por lo que desata– no apuesta por
destruir al otro, y se pone en juego a sí, y a todo.
Este término significa plebeyo, uno más del pueblo, sin
ninguna particularidad o relevancia, inclusive indigno de prestarle atención.
El hecho de que esto sea descriptivo
de la condición de los apóstoles apunta hacia un aspecto fundamental del
evangelio: los pequeños, excluidos,
sin-poder son protagonistas del reino. No es pues algo secundario, sino
elemental para captar el giro cristiano dado a la parresía. Si entre los
griegos la parresía implicaba la posibilidad de cierta diferencia de poder, en
el cristianismo neotestamentario se trata de un hecho (Lc 10,21): los pequeños
hablan, y la verdad que dicen pone a temblar el mundo y sus potentados (esto
aparece nuevamente en Lc 1,46-55).
El texto de Hechos dice claramente que
los sumos sacerdotes, reconocieron dos cosas: que Pedro y Juan habían estado
con Jesús, y la presencia del hombre sanado. El vínculo de los apóstoles con
Jesús no fue una asociación casual, Pedro acababa de pronunciar un breve
discurso en el que presentó de forma sintética la crucifixión de Jesús a manos
del pueblo y sus líderes, su resurrección de entre los muertos por parte de
Dios, el insuperable poder salvífico de su nombre, y todo esto como causa de la
liberación de un hombre de su enfermedad. El discurso es fuerte, no sólo por
evidenciar la injusticia frente a los perpetradores, sino por invocar la
aprobación divina sobre quien fue ejecutado por las autoridades y por el mismo
pueblo. Los apóstoles formaron parte del movimiento de Jesús, participaron de
su vida, y tomaron definitivamente partido por él. Esto último es tal vez lo
más escandaloso. Cualquiera puede equivocarse, seguir al líder erróneo es muy
factible y comprensible, pero tomar
partido por alguien que fue crucificado y por su causa aun cuando implica
afrontar un riesgo tan alto, es algo que sorprende e inquieta.
4. El hombre que había
sido curado estaba de pie junto a ellos.
Este elemento sintetiza los anteriores.
En quien había llevado una vida marcada por la enfermedad se constatan también
las marcas de la marginación, de la exclusión. Nuevamente son los pequeños, los
últimos, los que son testigos del Reino. Su causa –que lleva también a
compartir al menos en parte su suerte– es indisociable de la Buena Nueva de
Jesús (Lc 4,18ss).
La parresía conlleva la realización de un
bien, de una liberación, sanación, una transformación de la situación y de la
persona. Esta dimensión de bondad transformadora es esencial. La parresía
cristiana no alude a una verdad “objetiva” meramente descriptiva de los hechos,
ni a una interpretación inocua, sino que tiene efectos en orden de justicia, de
sentido, de dignidad. De hecho, la mención de que el hombre estuviera «de pie»
no sólo implica la consistencia del bien realizado, sino también su transición
de víctima-marginado a testigo. En la tradición judía, el estar de pie
ordinariamente sugiere la condición de testigo, de quien da testimonio sobre o
contra algo/alguien. De ahí que es posible decir que el tullido tirado en el camino
se volvió firme como la verdad (émet אמת), como roca sólida sobre la que es
posible construir. Su dignidad fue restablecida, de modo que alteró su
situación, su persona y su mundo de relaciones.
Al estar de pie
«junto a los apóstoles», se presencia un acto de valentía de parte del hombre
liberado. La parresía no sólo da confianza y libertad a los apóstoles, sino
también al que antes era “nadie” o “nada”. Aun teniendo la oportunidad de irse
y librarse de la dificultad –pues está claro en el texto que los apóstoles
están por afrontar un conflicto con las autoridades religiosas– toma partido, y
así, se da la unión de los “nadies” –el tullido y los iletrados del populacho–
para constituirse como testigos de la Buena Noticia, aun a costa de sufrir
nuevamente. La buena nueva que es el
evangelio pone de pie a los pequeños y marginados y a otros junto con ellos,
aun poniendo en riesgo su propia vida.
Este efecto es distintivo de la acción
del Espíritu Santo. Aunque el verbo θαυμάζω suele indicar la reacción humana ante la
acción divina, también incluye una amplia gama de reacciones, desde
maravillarse, admirarse, sorprenderse, hasta inquietarse, espantarse. Sin duda
que esta amplia gama de reacciones evidencia el desequilibrio producido por la irrupción de Dios que no deja nada
sin afectar. Sea en la experiencia de comunicación humana lograda en
Pentecostés, sea en la sanación de un tullido, se percibe que algo ha sucedido
y desborda el orden imperante.
Espíritu Santo, Espíritu de la Parresía
El texto apenas
analizado tal vez podría sintetizarse en términos más de relacionados con la
vida cotidiana de la siguiente manera:
El Espíritu de Jesús se manifiesta como el don del sentido y de la justicia, o
más aún, el don de una justicia con
sentido y un sentido justo que son fuente de alegría, constituyen una buena noticia. En el relato se da a
conocer el sentido y la justicia del don,
de la (lógica de la) gratuidad del
Amor del Padre. (Una justicia con sentido para no vivir sometidos al imperio de
la norma, de la ley que aunque ordena y organiza, nos convierte en seres
intercambiables, carentes de valor fuera de lo funcional, vacíos. Un sentido
justo porque aun cuando sea posible encontrar o determinar lo que dé dirección
y sentido a la propia vida, eso no garantiza un mundo justo, especialmente
cuando dicho sentido se construye sobre la pobreza, exclusión, marginación y
humillación de otros. En último término, dicho sentido resulta ser un engaño
altamente nocivo: la ideología de ser bueno/estar bien a costa de
mantener/justificar el mal. Sin la lógica del don, de lo gratuito, o dicho de
otra forma, de hacer lugar a otro, de respetar su lugar, todo se reduce al
esfuerzo, al imperio de la fuerza y poder).
Aunque pudiera parecer un mero juego de
palabras, no lo es. La situación actual de nuestro mundo, particularmente de
nuestro país, nos exige por una parte, sentido
y justicia. No es posible hablar
de dignidad, de vida, si la última palabra es el absurdo, la nada, o si la vida
humana se vuelve fácilmente desechable, si se justifica el que haya vidas
deshechas. El sinsentido, el desaliento y derrotismo, causados por la falta de
horizonte de realización, de un por qué para vivir, así como por la pobreza, la
corrupción, la impunidad, la aparente tragedia de la imposibilidad de
alternativas al capitalismo neoliberal, apuntan a la depresión, a una
existencia afeccionada a las pasiones tristes, a la nada, al resentimiento y
violencia.
Por otra parte, se anhela la posibilidad
de la alegría, de algo que, si bien
quisiera ser alcanzado por los propios medios, sólo es accesible como don, llámese amor, libertad, felicidad, paz.
Si todo esto dejara de ser don, no quedará más lugar para otro, ni para
alternativas. Al decir don, se trata de lo que no es negociable, ni obtenible
por vía de la fuerza, ni de la técnica. Se trata del exceso que hace posible
reordenar, transformar la existencia humana. Por eso mismo, se habla de gratuidad, la cual constituye frente al
imperio de la egolatría e idolatría del deseo (o mejor dicho, del
producto-deseo), la alternativa más débil y a la vez más prometedora.
Sin embargo, todo esto implica parresía.
Las marchas, protestas, manifestaciones, desde Occupy, las Madres de la Plaza
de Mayo, las revueltas de Siria y Egipto, hasta Ayotzinapa, la masacre de
Kenya, las protestas en Baltimore, nos hablan de la urgencia de poder hacer
frente al poder. Hacer frente a ese mismo poder que nos hace ser, que nos
proporciona el alimento, la forma de vestir, los servicios, que organiza
nuestras vidas (aunque no lo haga justamente), implica correr ciertos riesgos.
La Iglesia también se encuentra ante retos difíciles. No sólo porque el mundo
ha cambiado y sigue haciéndolo de forma muy rápida sino porque cada vez se
evidencia más su carne, su corruptibilidad, de modo que pierde no sólo
credibilidad, sino que se asume que pierde su razón de ser: el evangelio.
Decir a la Iglesia, a sus pastores y
dirigentes lo que hay que decir, con los efectos que implica, a costa de sí
mismo y desde Jesús, es un desafío tremendo. Lo mismo que enfrentarse al
gigante del sistema. La posibilidad de perder es mucho más que una posibilidad,
perder es tal vez lo más real de la
realidad: tenemos mucho que perder. “Jugársela” no está de moda. La
desconfianza, el desaliento, el escepticismo y aversión hacia las
instituciones, hacia los otros desde el sacrosanto recinto de la individualidad
sagrada e intocable, hace que sea más complejo y riesgoso. Decir la verdad
implica correr el riesgo de derrumbarse junto con todo lo demás. Aunque,
después de todo ¿quién no caería después del crucificado, y de tantos otros
crucificados de la historia? Y sin embargo, la valentía de ponerse en juego por
la verdad, la justicia, tiene fundamentalmente dos raíces: el sufrimiento y la belleza. El primero
puede volverse resentimiento, y con ello, acabaría por destruir hasta a los que
pretende proteger. La segunda posee la facultad de extasiarnos, sacarnos de
nosotros mismos sin violencia, aunque a la vez es frágil, insuficiente para
mantener la intensidad. Cabría una tercera fuente: la verdad, pero aún así, ésta es demasiado volátil si se desvincula
del sufrimiento. En cambio, sólo por amor a los desesperados no es dada la
esperanza decía W. Benjamin. En última instancia, el amor toma forma de
cualquiera de esas tres raíces. Ninguno
de estos recurre a la violencia, aunque son capaces de desatarla, e incluso,
hasta cierto punto requieren ser capaz de sufrirla.
La parresía cristiana cultiva una visión crítica, de modo que se está
atento a las presencias críticas –aquellas que, como el crucificado, nos hablan
de injusticia, de lo que no va del todo; aquellas que despiertan nuestra
humanidad– y se produce una crítica de lo que es, de lo que sostiene explícita
o implícitamente la realidad injusta, desigual, desesperante en que vivimos o
en que viven otros (es posible que nuestra condición nos proteja de tal
realidad). Asimismo, la verdad que anima la parresía cristiana también está
grávida de otro horizonte, pues así como ve con un realismo poco esperanzado,
también es apuesta por la bondad de Dios, por la belleza frágil pero
embelesadora de la comunión, de la solidaridad. En otros términos, se trata de
una visión crítica que parte tanto desde la resistencia a la injusticia como
desde la perspectiva del amor gratuito. De ahí que su práctica ética sea
subversiva, desestabilizadora.
En efecto, el Espíritu que da la parresía hace que Pedro y Juan puedan
denunciar lo que se le hizo a Jesús y anunciar prácticamente la bondad que vino
al mundo a través de Él.
Más que nunca, el Espíritu de la
parresía nos ha de llevar a asumir el riesgo y desafío de lo político en
nuestro país. No sólo para mejorar las condiciones, sino para construir con
otros. Lo común, más que nunca, exige de parresía. Asumir el desacuerdo, el
debate, el ejercicio del pensamiento, de ponerse en juego en la práctica. No se
trata sin más de revolución, sino de repensar y rehacer desde nuestras
situaciones la vida humana.
En términos joánicos (Jn 16,8-11) habrá
que reconocer que el Espíritu Santo mueve hoy a hacer manifiesto:
El
pecado del mundo: su incredulidad, o dicho de
otro modo, su credulidad tan rápida y dispuesta a entregarse a los ídolos que
esclavizan, producen marginación e indiferencia, y justifican el sufrimiento de
otros, y a la vez tan empeñada en negarse a ver los efectos de sus mismas
opciones, en ensordecerse a sí misma frente al testimonio de Jesús y con él, de
todos los crucificados de la historia. El cinismo y ceguera de la clase
política, de sus seguidores y de cuantos mantienen la corrupción del sistema
entra en esta categoría. Actuando sin creer sus propias mentiras, se vuelven
agentes de uno de los males más corrosivos de la humanidad: la incapacidad de
confiar.
La
justicia: el vínculo estrecho e indisociable
entre Jesús y su Padre, de manera que sus apuestas por la misericordia, el
compromiso con y desde los últimos, la búsqueda compartida de una sociedad más
saludable, el hacer lugar a otros y la disponibilidad a afrontar la violencia y
el mal para llevar a cabo todo eso se vuelven fundamentales en la lucha por una
coexistencia más digna para todxs. Si bien Jesús no da respuesta a todas las
interrogantes que tenemos, e incluso es casi seguro que haya que enfrentar
situaciones que implicarán decisiones inciertas y difíciles como sociedad y
como personas, no deja de ser un referente indispensable en el discernimiento
respectivo tanto de nuestra praxis como de nuestro pensamiento.
El
Juicio: es decir, el desafío de hacer frente y
pedir cuentas a los fundamentos del mundo como lo conocemos –desde el sistema
económico hasta la organización política, desde los valores más apreciados en
nuestra cultura actual hasta las convicciones más “sagradas”–, pues el Príncipe
(o principio, autoridad ἀρχή) ha de ser puesto a prueba, sometido a juicio. Esto nos pone en
juego a todos, pues lo que soy, lo que he llegado a ser, de un modo u otro, se
ha construido también sobre la base de este mundo-sociedad. No sólo soy
corresponsable, sino que también me implicará un conversión profunda, que
sacuda los fundamentos de todo mi ser. Un movimiento de este tipo no es siempre
fácil ni bien recibido. El mundo suele reaccionar violentamente ante las
sacudidas.
Podría decirse que, al menos desde la
Espiritualidad de la Cruz, la parresía implica un doble riesgo o una doble
parresía:
La parresía
divina, o bien, el riesgo de dirigirse, por amor y desde el amor, al ser
humano… a sabiendas que su respuesta no siempre será grata, de su potencial de
daño y destrucción, y de las implicaciones de tal apuesta.
La parresía
humana, es decir, el riesgo de dirigirse, por el sufrimiento y desde el
sufrimiento, a Dios… de modo que se llegará a preguntas inquietantes, reclamos
intensos, y hasta la pérdida de la inocencia y de cuantos beneficios pudiera
proporcionarnos nuestro sistema moral, religioso, económico, etc., a sabiendas
que en el proceso podríamos incluso perder a nuestro “dios”.
Todo esto desde la confianza en que si
mantenemos ambas, probablemente estemos sobre los pasos de Jesús de Nazaret, y
por tanto, podamos gozar de la alegría que proviene del Espíritu que lo animó e
hizo historizar el Reino de su Padre aquí en la tierra.
Amar
al prójimo y cuestionar a nuestros dioses, he ahí
el Espíritu de la parresía cristiana, Espíritu que es Amor (Jn 15,10-13; 1 Jn 4,20).
Después de todo, conforme a la tradición
bíblica –desde el éxodo, las acciones de los profetas hasta la alabanza de
María al Dios que derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes–
las "maravillas de Dios" que todos proclaman en Pentecostés (Hch
2,11) se refieren, antes que a las maravillas de la naturaleza –que no van
excluidas–, a la maravilla de un mundo justo, de una existencia digna para
todxs, a la maravilla de que los pequeños se pongan de pie…
La parresía cristiana implica tanto quien se ponga en juego para decir/hacer la verdad, trastocando nuestro mundo, como quien se ponga en juego dejándose escuchar y tomar en serio esa verdad, aunque trastoque y remueva su mundo...