jueves, 21 de mayo de 2015

La verdad con el riesgo de la violencia… (pentecostés desde los bordes de la "historia")

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El Espíritu de la Parresía


Introducción

«Viendo la valentía (παρρηία) de Pedro y Juan, y sabiendo que eran hombres sin instrucción ni cultura (διώτης), estaban maravillados. Reconocían, por una parte, que habían estado con Jesús; y al mismo tiempo veían de pie, junto a ellos, al hombre que había sido curado; de modo que no podían replicar» (Hch 4,13-14)

            Existen muchas aproximaciones posibles al Espíritu Santo. Curiosamente, es uno de los elementos del lenguaje cristiano que más fácil y comúnmente es empleado aunque a la vez es de los que más trabajo cuesta explicar o comprender. Ninguna sorpresa, dada su naturaleza “espiritual”, multiforme, simbólica. No por nada se le considera como el vínculo entre Dios y Jesús (el Padre y el Hijo), pues el vínculo asume innumerables formas, y logra que mediante objetos concretos se tenga acceso a lo que sobrepasa los objetos y el mundo al que pertenecen –como las expresiones de amor, de fidelidad, de odio, que pueden expresarse en palabras, entonaciones, gestos, regalos, etc. No obstante, de un modo u otro, el Espíritu Santo siempre aparece vinculado a algo de nuestro mundo, ya que de otro modo nos sería imposible siquiera hacer referencia a Él, y más aún, no podríamos elaborar la conexión entre Jesús y su Padre. Lo más desafiante y enigmático radica en el vínculo, en lo que une una cosa con otra, lo que permite asociar realidades.
            La alusión al lenguaje cristiano no es un mero academicismo. La condición para poder comprender qué dice/hace[1] el «hablar cristiano» –es decir, qué pasa, qué está en juego en lo que el cristianismo proclama– implica «estar en»[2] el Espíritu Santo (1 Co 12,3), aunque poder decir qué sea esto concretamente resulte más complicado que entenderlo. Dicho de otra manera, dos ejemplos podrán ayudar: el primero remite a la experiencia del habla, en la que resulta más fácil comprender qué es el lenguaje mediante su uso para relacionarnos con el mundo. Para decir qué es una cosa se usa siempre otra palabra, y para definir esa palabra se usa otra más, mas para definir qué es el lenguaje no podemos prescindir del lenguaje. Se podría señalar un objeto, un suceso, al decir una palabra, pero lejos de ser una definición, se trataría de una “mostración” (ostentación) que nos ayudaría a crear cierto vínculo entre lo que se ve y lo que se dice. Sin dicho vínculo, ni lo visto ni lo dicho cobran sentido. El segundo ejemplo es mucho más simple: determinar el sabor de una manzana. Si bien el lenguaje podrá ser exhaustivo en descripciones, sólo el acto de probarla podrá proporcionar ese exceso-en-el-saber que confiere unidad a toda la experiencia sensible. Esto debido a que la suma de descripciones no será suficiente ni para brindarme la experiencia del comer la manzana, ni para organizar todas las sensaciones de modo que pueda reproducir la experiencia con exactitud. A fin de cuentas, es necesario cierto «comprometerse», sea para correr el riesgo de hacer la prueba como el estar dentro de los códigos del lenguaje para poder comprender. Por otra parte, la unidad de la experiencia implica vincular y organizar la información, los elementos que integran la experiencia. Verdad, Justicia, Arte, Política y Amor comparten esta condición fundamental de referencia a lo que asocia una cosa a otra, y la importancia de comprometerse con una de las tantas posibilidades de hacerlo.
La idea de vínculo es, pues, fundamental. Como ya se mencionó, para comprender la relación entre Jesús y su Padre (por qué le llamamos Hijo de Dios, el por qué de la resurrección, por qué hacía y decía lo que hacía y decía) es necesario captar este vínculo entre ambos. Del mismo modo, la relación de Jesús con los demás, con su vida, y entre sus discípulos después de su muerte y resurrección implican un vínculo muy específico. En efecto, no cualquier tipo de vínculo nos remite al Espíritu Santo, pues de otro modo, Jesús carecería de relevancia en última instancia, y bastaría con afirmar la conexión del todo con todo, y volvería intrascendente la muerte de Jesús. Un criterio fundamental es, pues, la referencia a Jesús. (Descuidar esto nos conduciría a una pura especulación abstracta a lo Hegel, que podría en última instancia, terminar justificando las innumerables crucifixiones de nuestra historia, echando por la borda así al Dios cristiano. En este sentido, me parece que Walter Benjamin y Simone Weil en su opción por los oprimidos y desesperanzados están más cerca del evangelio).
Recapitulando: el Espíritu Santo es fundamental e indispensable para comprender y realizar la experiencia cristiana (vivir el evangelio), para eso implica un acto de comprometerse vinculándose con y mediante la vida de Jesús (no sólo sus obras, sino también lo que fue “la vida de su vida”: el Reinado de Dios) con el resto de los seres, las cosas, el mundo. Dicha experiencia “espiritual” ha de pasar por las cosas de este mundo (objetos, lenguaje, emociones, pensamiento, personas, situaciones, etc.).

            La elección de la parresía como acceso “al Espíritu Santo” ha estado guiada por las convicciones apenas indicadas. Hay que pasar por las cosas de este mundo, o más en concreto, por las situaciones de este mundo. Al hacerlo, habrá que considerar (la vida de) la vida de Jesús con sus implicaciones y apuestas, y así, finalmente podremos llegar a plantarnos frente al impulso del Espíritu que transforma la faz de la tierra y plantearnos si hemos de escucharlo y dejarnos mover por Él o no.
            La intención de estas líneas no es tanto hacer un análisis teológico cuanto delinear algunos elementos que pueden ser de ayuda en el discernimiento y ejercicio de pensar el cristianismo en nuestra situación actual (lo que incluye poder confrontar las visiones sobre el Espíritu Santo que, lejos de animarnos a proseguir lo de Jesús y a ser consecuentes con sus implicaciones, nos hacen dejarlo solo en su misión aunque digamos amarlo mucho y pedirlo con todo el corazón, gozando de confort y consuelo).

Parresía

A partir del texto citado de Hechos de los Apóstoles, quisiera señalar cinco elementos clave del relato.

1. Παρρηία (parresía).
El término parresía[3] es un vocablo que tiene al menos tres líneas de comprensión:
            En perspectiva del AT alude al manifestarse abiertamente de Dios, es decir, a su actuar decidido y sin ambages cuando de justicia se trata. Es expresión de revelación.
            En términos neotestamentarios, la parresía es expresión de libertad y esperanza, de ahí el hablar con confianza, sin temor, abiertamente, con un particular sentido de hacer público algo. No para ostentar o llamar la atención, sino como expresión de algo del ámbito de lo cotidiano y de lo común, de lo que es de y para todos. Es lo que da lugar al júbilo y alegría desbordantes y sólidas.
            Finalmente, en la lectura que hace Foucault[4] de la tradición helénica parresía es el coraje de la verdad en quien habla y asume el riesgo de decir, a pesar de todo, toda la verdad que concibe, pero es también el coraje del interlocutor que acepta recibir como cierta la verdad ofensiva que escucha. Esta última perspectiva vale la pena desglosarla en partes.
            Quien habla diciendo la verdad, la dice corriendo cierto riesgo, sea porque en verdad está convencido de lo que dice, sea porque pone en juego la relación con su interlocutor, sea porque es posible que éste tenga más poder que quien habla. Es la verdad con el riesgo de la violencia.
            El parresiastés, o el que habla la verdad, mantiene un vínculo fundamental entre la verdad dicha y el pensamiento de quien la expresa. En cierto modo, esto le permite constituirse como sujeto y no mera marioneta o máquina. Puede pronunciarse realmente, aunque esto implica también exponerse. Al hacer esto, pone en jaque también el sistema de relaciones que le brinda reconocimiento, identidad, y hasta posibilidades de vivir. Al enfrentar al sistema, se pone en juego a sí mismo nuevamente, y viceversa. Sin embargo, este hablar franco no implica la destrucción del otro, antes bien, requiere de su participación, de que de relevancia y escucha a lo que se le dice. Se trata de una verdad que, aunque puede ser violenta –por lo que dice o por lo que desata– no apuesta por destruir al otro, y se pone en juego a sí, y a todo. 


2. διώτης (idiótes).
Este término significa plebeyo, uno más del pueblo, sin ninguna particularidad o relevancia, inclusive indigno de prestarle atención.
            El hecho de que esto sea descriptivo de la condición de los apóstoles apunta hacia un aspecto fundamental del evangelio: los pequeños, excluidos, sin-poder son protagonistas del reino. No es pues algo secundario, sino elemental para captar el giro cristiano dado a la parresía. Si entre los griegos la parresía implicaba la posibilidad de cierta diferencia de poder, en el cristianismo neotestamentario se trata de un hecho (Lc 10,21): los pequeños hablan, y la verdad que dicen pone a temblar el mundo y sus potentados (esto aparece nuevamente en Lc 1,46-55).

3. Estaban con Jesús.
El texto de Hechos dice claramente que los sumos sacerdotes, reconocieron dos cosas: que Pedro y Juan habían estado con Jesús, y la presencia del hombre sanado. El vínculo de los apóstoles con Jesús no fue una asociación casual, Pedro acababa de pronunciar un breve discurso en el que presentó de forma sintética la crucifixión de Jesús a manos del pueblo y sus líderes, su resurrección de entre los muertos por parte de Dios, el insuperable poder salvífico de su nombre, y todo esto como causa de la liberación de un hombre de su enfermedad. El discurso es fuerte, no sólo por evidenciar la injusticia frente a los perpetradores, sino por invocar la aprobación divina sobre quien fue ejecutado por las autoridades y por el mismo pueblo. Los apóstoles formaron parte del movimiento de Jesús, participaron de su vida, y tomaron definitivamente partido por él. Esto último es tal vez lo más escandaloso. Cualquiera puede equivocarse, seguir al líder erróneo es muy factible y comprensible, pero tomar partido por alguien que fue crucificado y por su causa aun cuando implica afrontar un riesgo tan alto, es algo que sorprende e inquieta.

4. El hombre que había sido curado estaba de pie junto a ellos.
Este elemento sintetiza los anteriores. En quien había llevado una vida marcada por la enfermedad se constatan también las marcas de la marginación, de la exclusión. Nuevamente son los pequeños, los últimos, los que son testigos del Reino. Su causa –que lleva también a compartir al menos en parte su suerte– es indisociable de la Buena Nueva de Jesús (Lc 4,18ss).
            La parresía conlleva la realización de un bien, de una liberación, sanación, una transformación de la situación y de la persona. Esta dimensión de bondad transformadora es esencial. La parresía cristiana no alude a una verdad “objetiva” meramente descriptiva de los hechos, ni a una interpretación inocua, sino que tiene efectos en orden de justicia, de sentido, de dignidad. De hecho, la mención de que el hombre estuviera «de pie» no sólo implica la consistencia del bien realizado, sino también su transición de víctima-marginado a testigo. En la tradición judía, el estar de pie ordinariamente sugiere la condición de testigo, de quien da testimonio sobre o contra algo/alguien. De ahí que es posible decir que el tullido tirado en el camino se volvió firme como la verdad (émet אמת), como roca sólida sobre la que es posible construir. Su dignidad fue restablecida, de modo que alteró su situación, su persona y su mundo de relaciones.
            Al estar de pie «junto a los apóstoles», se presencia un acto de valentía de parte del hombre liberado. La parresía no sólo da confianza y libertad a los apóstoles, sino también al que antes era “nadie” o “nada”. Aun teniendo la oportunidad de irse y librarse de la dificultad –pues está claro en el texto que los apóstoles están por afrontar un conflicto con las autoridades religiosas– toma partido, y así, se da la unión de los “nadies” –el tullido y los iletrados del populacho– para constituirse como testigos de la Buena Noticia, aun a costa de sufrir nuevamente. La buena nueva que es el evangelio pone de pie a los pequeños y marginados y a otros junto con ellos, aun poniendo en riesgo su propia vida.

5. Maravillarse.
Este efecto es distintivo de la acción del Espíritu Santo. Aunque el verbo θαυμάζω suele indicar la reacción humana ante la acción divina, también incluye una amplia gama de reacciones, desde maravillarse, admirarse, sorprenderse, hasta inquietarse, espantarse. Sin duda que esta amplia gama de reacciones evidencia el desequilibrio producido por la irrupción de Dios que no deja nada sin afectar. Sea en la experiencia de comunicación humana lograda en Pentecostés, sea en la sanación de un tullido, se percibe que algo ha sucedido y desborda el orden imperante. 


Espíritu Santo, Espíritu de la Parresía

            El texto apenas analizado tal vez podría sintetizarse en términos más de relacionados con la vida cotidiana de la siguiente manera:
El Espíritu de Jesús se manifiesta como el don del sentido y de la justicia, o más aún, el don de una justicia con sentido y un sentido justo que son fuente de alegría, constituyen una buena noticia. En el relato se da a conocer el sentido y la justicia del don, de la (lógica de la) gratuidad del Amor del Padre. (Una justicia con sentido para no vivir sometidos al imperio de la norma, de la ley que aunque ordena y organiza, nos convierte en seres intercambiables, carentes de valor fuera de lo funcional, vacíos. Un sentido justo porque aun cuando sea posible encontrar o determinar lo que dé dirección y sentido a la propia vida, eso no garantiza un mundo justo, especialmente cuando dicho sentido se construye sobre la pobreza, exclusión, marginación y humillación de otros. En último término, dicho sentido resulta ser un engaño altamente nocivo: la ideología de ser bueno/estar bien a costa de mantener/justificar el mal. Sin la lógica del don, de lo gratuito, o dicho de otra forma, de hacer lugar a otro, de respetar su lugar, todo se reduce al esfuerzo, al imperio de la fuerza y poder).[5]
Aunque pudiera parecer un mero juego de palabras, no lo es. La situación actual de nuestro mundo, particularmente de nuestro país, nos exige por una parte, sentido y justicia. No es posible hablar de dignidad, de vida, si la última palabra es el absurdo, la nada, o si la vida humana se vuelve fácilmente desechable, si se justifica el que haya vidas deshechas. El sinsentido, el desaliento y derrotismo, causados por la falta de horizonte de realización, de un por qué para vivir, así como por la pobreza, la corrupción, la impunidad, la aparente tragedia de la imposibilidad de alternativas al capitalismo neoliberal, apuntan a la depresión, a una existencia afeccionada a las pasiones tristes, a la nada, al resentimiento y violencia.
Por otra parte, se anhela la posibilidad de la alegría, de algo que, si bien quisiera ser alcanzado por los propios medios, sólo es accesible como don, llámese amor, libertad, felicidad, paz. Si todo esto dejara de ser don, no quedará más lugar para otro, ni para alternativas. Al decir don, se trata de lo que no es negociable, ni obtenible por vía de la fuerza, ni de la técnica. Se trata del exceso que hace posible reordenar, transformar la existencia humana. Por eso mismo, se habla de gratuidad, la cual constituye frente al imperio de la egolatría e idolatría del deseo (o mejor dicho, del producto-deseo), la alternativa más débil y a la vez más prometedora.
Sin embargo, todo esto implica parresía. Las marchas, protestas, manifestaciones, desde Occupy, las Madres de la Plaza de Mayo, las revueltas de Siria y Egipto, hasta Ayotzinapa, la masacre de Kenya, las protestas en Baltimore, nos hablan de la urgencia de poder hacer frente al poder. Hacer frente a ese mismo poder que nos hace ser, que nos proporciona el alimento, la forma de vestir, los servicios, que organiza nuestras vidas (aunque no lo haga justamente), implica correr ciertos riesgos. La Iglesia también se encuentra ante retos difíciles. No sólo porque el mundo ha cambiado y sigue haciéndolo de forma muy rápida sino porque cada vez se evidencia más su carne, su corruptibilidad, de modo que pierde no sólo credibilidad, sino que se asume que pierde su razón de ser: el evangelio.
Decir a la Iglesia, a sus pastores y dirigentes lo que hay que decir, con los efectos que implica, a costa de sí mismo y desde Jesús, es un desafío tremendo. Lo mismo que enfrentarse al gigante del sistema. La posibilidad de perder es mucho más que una posibilidad, perder es tal vez lo más real de la realidad: tenemos mucho que perder. “Jugársela” no está de moda. La desconfianza, el desaliento, el escepticismo y aversión hacia las instituciones, hacia los otros desde el sacrosanto recinto de la individualidad sagrada e intocable, hace que sea más complejo y riesgoso. Decir la verdad implica correr el riesgo de derrumbarse junto con todo lo demás. Aunque, después de todo ¿quién no caería después del crucificado, y de tantos otros crucificados de la historia? Y sin embargo, la valentía de ponerse en juego por la verdad, la justicia, tiene fundamentalmente dos raíces: el sufrimiento y la belleza. El primero puede volverse resentimiento, y con ello, acabaría por destruir hasta a los que pretende proteger. La segunda posee la facultad de extasiarnos, sacarnos de nosotros mismos sin violencia, aunque a la vez es frágil, insuficiente para mantener la intensidad. Cabría una tercera fuente: la verdad, pero aún así, ésta es demasiado volátil si se desvincula del sufrimiento. En cambio, sólo por amor a los desesperados no es dada la esperanza decía W. Benjamin. En última instancia, el amor toma forma de cualquiera de esas tres raíces. Ninguno de estos recurre a la violencia, aunque son capaces de desatarla, e incluso, hasta cierto punto requieren ser capaz de sufrirla.[6]
La parresía cristiana cultiva una visión crítica, de modo que se está atento a las presencias críticas –aquellas que, como el crucificado, nos hablan de injusticia, de lo que no va del todo; aquellas que despiertan nuestra humanidad– y se produce una crítica de lo que es, de lo que sostiene explícita o implícitamente la realidad injusta, desigual, desesperante en que vivimos o en que viven otros (es posible que nuestra condición nos proteja de tal realidad). Asimismo, la verdad que anima la parresía cristiana también está grávida de otro horizonte, pues así como ve con un realismo poco esperanzado, también es apuesta por la bondad de Dios, por la belleza frágil pero embelesadora de la comunión, de la solidaridad. En otros términos, se trata de una visión crítica que parte tanto desde la resistencia a la injusticia como desde la perspectiva del amor gratuito. De ahí que su práctica ética sea subversiva, desestabilizadora.[7] En efecto, el Espíritu que da la parresía hace que Pedro y Juan puedan denunciar lo que se le hizo a Jesús y anunciar prácticamente la bondad que vino al mundo a través de Él.
Más que nunca, el Espíritu de la parresía nos ha de llevar a asumir el riesgo y desafío de lo político en nuestro país. No sólo para mejorar las condiciones, sino para construir con otros. Lo común, más que nunca, exige de parresía. Asumir el desacuerdo, el debate, el ejercicio del pensamiento, de ponerse en juego en la práctica. No se trata sin más de revolución, sino de repensar y rehacer desde nuestras situaciones la vida humana.
En términos joánicos (Jn 16,8-11) habrá que reconocer que el Espíritu Santo mueve hoy a hacer manifiesto:
El pecado del mundo: su incredulidad, o dicho de otro modo, su credulidad tan rápida y dispuesta a entregarse a los ídolos que esclavizan, producen marginación e indiferencia, y justifican el sufrimiento de otros, y a la vez tan empeñada en negarse a ver los efectos de sus mismas opciones, en ensordecerse a sí misma frente al testimonio de Jesús y con él, de todos los crucificados de la historia. El cinismo y ceguera de la clase política, de sus seguidores y de cuantos mantienen la corrupción del sistema entra en esta categoría. Actuando sin creer sus propias mentiras, se vuelven agentes de uno de los males más corrosivos de la humanidad: la incapacidad de confiar.
La justicia: el vínculo estrecho e indisociable entre Jesús y su Padre, de manera que sus apuestas por la misericordia, el compromiso con y desde los últimos, la búsqueda compartida de una sociedad más saludable, el hacer lugar a otros y la disponibilidad a afrontar la violencia y el mal para llevar a cabo todo eso se vuelven fundamentales en la lucha por una coexistencia más digna para todxs. Si bien Jesús no da respuesta a todas las interrogantes que tenemos, e incluso es casi seguro que haya que enfrentar situaciones que implicarán decisiones inciertas y difíciles como sociedad y como personas, no deja de ser un referente indispensable en el discernimiento respectivo tanto de nuestra praxis como de nuestro pensamiento.
El Juicio: es decir, el desafío de hacer frente y pedir cuentas a los fundamentos del mundo como lo conocemos –desde el sistema económico hasta la organización política, desde los valores más apreciados en nuestra cultura actual hasta las convicciones más “sagradas”–, pues el Príncipe (o principio, autoridad ρχή) ha de ser puesto a prueba, sometido a juicio. Esto nos pone en juego a todos, pues lo que soy, lo que he llegado a ser, de un modo u otro, se ha construido también sobre la base de este mundo-sociedad. No sólo soy corresponsable, sino que también me implicará un conversión profunda, que sacuda los fundamentos de todo mi ser. Un movimiento de este tipo no es siempre fácil ni bien recibido. El mundo suele reaccionar violentamente ante las sacudidas.

Podría decirse que, al menos desde la Espiritualidad de la Cruz, la parresía implica un doble riesgo o una doble parresía:
La parresía divina, o bien, el riesgo de dirigirse, por amor y desde el amor, al ser humano… a sabiendas que su respuesta no siempre será grata, de su potencial de daño y destrucción, y de las implicaciones de tal apuesta.
La parresía humana, es decir, el riesgo de dirigirse, por el sufrimiento y desde el sufrimiento, a Dios… de modo que se llegará a preguntas inquietantes, reclamos intensos, y hasta la pérdida de la inocencia y de cuantos beneficios pudiera proporcionarnos nuestro sistema moral, religioso, económico, etc., a sabiendas que en el proceso podríamos incluso perder a nuestro “dios”.
Todo esto desde la confianza en que si mantenemos ambas, probablemente estemos sobre los pasos de Jesús de Nazaret, y por tanto, podamos gozar de la alegría que proviene del Espíritu que lo animó e hizo historizar el Reino de su Padre aquí en la tierra.
Amar al prójimo y cuestionar a nuestros dioses, he ahí el Espíritu de la parresía cristiana, Espíritu que es Amor (Jn 15,10-13; 1 Jn 4,20).
Después de todo, conforme a la tradición bíblica –desde el éxodo, las acciones de los profetas hasta la alabanza de María al Dios que derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes– las "maravillas de Dios" que todos proclaman en Pentecostés (Hch 2,11) se refieren, antes que a las maravillas de la naturaleza –que no van excluidas–, a la maravilla de un mundo justo, de una existencia digna para todxs, a la maravilla de que los pequeños se pongan de pie…   

La parresía cristiana implica tanto quien se ponga en juego para decir/hacer la verdad, trastocando nuestro mundo, como quien se ponga en juego dejándose escuchar y tomar en serio esa verdad, aunque trastoque y remueva su mundo...





[1] Es importante señalar que si el lenguaje cristiano carece de efectos en el mundo, quiere decir que se ha convertido en mero folklore, en palabras vacías, o incluso en fetiche o superstición. No se trata de un lenguaje que tiene efecto por sí mismo, como si se tratara de un poder mágico asociado a las palabras –implicaría cierta capacidad humana de manipular técnicamente a Dios. Tampoco se reduce a ser cuestión de énfasis, sentimiento, o elocuencia retórica humana –convertiría el anuncio cristiano en teatro, en una mera fachada para manipular a los humanos. Se trata de lo que ocurre, lo que implica y está en juego en lo que el cristianismo afirma y en el hecho de hacerlo: la manifestación de cierto imposible vital para todos. Es una experiencia de gracia y desbordamiento, pero también de apuesta y entrega.
[2] Este «estar en» no es sino un espacio de experiencia, que transforma la situación, no sólo en la percepción sino en su constitución misma. Altera el modo de percibirla, el modo de estar en ella, y altera las condiciones de la situación misma, de modo que transforma, sin reducirse a mero cambio de actitud, o a un cambio de comportamiento, o a una mera remodelación exterior. Los padres griegos al tratar sobre la Trinidad solían utilizar preposiciones para cada una de las Personas: πό para el Padre, διά para el Hijo y ν para el Espíritu Santo (aunque a veces invertían estas dos últimas).
[3] Coenen, L. – Beyreuther, E. – Bietenhard, H., Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, Vol. I., Sígueme, Salamanca, 19903, pp.295-297.
[4] Foucault, M. El coraje de la verdad. El gobierno de sí y de los otros II. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2010, pp. 25-32.
[5] Como lo deja entrever muy bien B. Brecht en su obra “La excepción y la regla”. Cito dos de sus expresiones: “Se los pedimos expresamente, ¡no encuentren natural lo que ocurre siempre! Que nada se llame natural en esta época de confusión sangrienta, de desorden ordenado, de planificado capricho y de humanidad deshumanizada, para que nada pueda considerarse inmutable.” y “ Tras las hordas de bandidos vienen los tribunales. Cuando han asesinado al inocente los jueces se reúnen y lo condenan. Junto a la tumba del asesinado se asesina su derecho.”.
[6] Cf. Bea, E. (Ed.). Simone Weil. La conciencia del dolor y de la belleza, Trotta, Madrid, 2010.
[7] González Faus, J.I. La lógica del «Reinado de Dios», Cuad. Aquí y Ahora 11, Sal Terrae, Santander, 1991, pp.5-18.