domingo, 14 de julio de 2013

Para llegar al centro hay que desviarse...

El relato del buen Samaritano es de una particular relevancia (Lc 10, 25-37). En él no sólo se aborda la cuestión central de la fe judeocristiana: la relación indisociable entre Dios y el ser humano, relación que en el cristianismo se vuelve de tres en el sentido de que sin dejar de ser relación personal, una especie de "Dios y yo", exige un giro más amplio que se traduce como "Dios, los otros y yo".
El texto es claro en cuanto que se trata de lo central. Lo dice el Maestro de la Ley y lo ratifica Jesús. Sin embargo, el relato incluye en su forma narrativa un elemento fundamental en la experiencia cristiana: el desvío.
De los tres personajes mencionados sólo uno es capaz de desviarse. Los dos primeros, representantes de la estructura religiosa (basada en un esquema de sacrificio) se mantienen sólo en la atención a "Dios", y por ende, parece sugerirse que lo pierden todo. Sólo el samaritano, quien movido por compasión se deja desviar por atender al herido del camino es quien llega al meollo de la vida, del Reino.
El desvío es un elemento fundamental de la experiencia cristiana. Al hablar de desvío se habla de un acto que implica cierta conciencia e intencionalidad: aceptar salirse del camino, modificar el itinerario. A la vez, evidencia el carácter limitado y no absoluto de las búsquedas humanas. Un desvío significa que hay otros caminos, que la distancia y el tiempo pueden ampliarse y reducirse, que el error es posible, pero más aun, que el orden de prioridades puede moverse. No es un alegato por una movilidad sin compromiso alguno, pues a final de cuentas, el samaritano es movido por la atención al sufrimiento humano, o más en concreto, por el herido que estaba no en el camino, sino AL LADO DEL CAMINO.
En una época de metas, proyectos y logros, del deseo de carrera o éxito, de políticas bien establecidas, parece todo un desafío la capacidad de desvío. Y sin embargo, sin desvíos no podemos llegar a la verdad.
No se trata pues de cualquier desvío, sino de uno que además es fruto de dejarse tocar, mover, de permitir que un clamor, gemido, grito, o sufrimiento rodeado de un silencio ensordecedor resuenen en uno mismo. La escena es silenciosa. No hay voces de dolor, ni de indignación, sólo pasos seguros con un rumbo fijo hacia una meta, un deber… y casi inesperadamente, un gesto de desviarse cargado de compasión y delicadeza humana.
Tal vez sea digno de retomarse consciente y seriamente este rasgo fundamental del corazón del cristianismo: el desvío y la capacidad de desviarse.
Si el centro de la fe cristiana está en la periferia, en los bordes, a un lado del camino, entonces sólo se llega a él a través de un acto de desvío…
Tal vez para la Iglesia, más que nunca, sea necesario recordar el valor de verdad de la compasión en su teología, sobre todo ante tantas situaciones que hoy en día nos exigen desviarnos so pena de mantener exclusiones, injusticias y marginaciones...

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