«Sucedió que por el “mismo” camino bajaba un
sacerdote, el cual lo vio y pasó de largo. De igual modo un levita que pasó por
ahí, lo vio y siguió adelante. “Pero” un samaritano…» (Lc 10, 31-33)
El samaritano entra a la trama de la parábola —y de la
humanidad— precedido por un “pero”… (¡Bendito “pero”!) y esto no es sólo un
recurso redaccional. Es una realidad a la cual intentaremos acceder a través
del lenguaje. La conjunción adversativa “pero” indica que lo que está a
punto de suceder es lo contrario a lo que había venido sucediendo. Y es
que desde que la parábola del buen
samaritano —que sería la posibiliad de actuar movidos por la compasión
en forma de un relato— fue expuesta a la humanidad, la indiferencia ya no
es una opción (al menos no para el cristiano); es antítesis del Reino de Dios.
Jesús, el "pero" de Dios
Necesitábamos un "pero" de Dios. Nos
habíamos acostumbrado al dios que bendice a unos y maldice a otros. Da salud a
unos y enfermedad a otros. Se "lleva a su lado" a los que queremos y
deja de nuestro lado a los que no queremos tanto o a quienes nos hemos
acostumbrado. Se nos metió en la cabeza ese dios que nunca se enfada de ser
"alabado" y que tras infinidad de rosarios y plegarias voltea a
hacernos caso. Era por lo tanto, un dios inalcanzable,
lejano, indiferente. Necesitábamos que alguien que nos dijera: dios,
pero... Y eso hizo Jesús: él mismo, es el "pero" de Dios, pues su
vida y su acción solidaria es lo opuesto a ese dios indiferente, inalcanzable,
lejano. Es decir, sin compasión, con minúscula: dios. Movido a compasión, con
mayúscula: Dios. Sin compasión: padre. Movido a compasión: Padre y Madre.
Jesús, el "pero" del hombre
Y también es el "pero" del hombre, porque
sin Jesús llevamos la historia por los caminos de la indiferencia. Y la
compasión de Jesús revierte,
subvierte y lanza la historia en otra dirección (I. Ellacuría). El “pero” supone el
fin de la indiferencia e inaugura la posibilidad de una compasión no sólo
reservada a la gente de religión, sino sobre todo al alcance de todos (Cf. Primera Lectura Dt 30,
10-14) Y es que la compasión no puede entrar a la trama sin dejar bien en claro
que es, ante todo, algo radicalmente distinto... pero al alcance. Aunque sea
diametralmente opuesto a como solíamos reaccionar frente al hombre herido del
camino: la lástima ya no será suficiente, las limosnas y colectas ya no
bastarán, las marchas por la paz o por cualquier otro motivo social serán
estériles si no mueven a bajarse de la cabalgadura ante el hombre herido. La compasión —desde su
irrupción— ya no es un asunto de sentir nada más, sino un asunto de
sentir-con-el-otro, sentir-para-el-otro, sentir-en-el-otro; solo así podremos
reaccionar —momento práxico— a favor del otro, desde lo que es necesario en
realidad, no desde lo que uno cree que es necesario.
Y de nuevo, necesitábamos ese “pero”: estábamos
acostumbrados a sentir compasión desde nosotros y para nosotros –sea para ganar
la vida eterna o cualquier otra recompensa– y, de nuevo, ese “pero” indica que
la compasión ha de vivirse en otra dirección: para-otros, con-otros, en-otros.
Dos tipos de compasión
Podríamos distinguirlas cada una: 1) compasión desde y
hacia mí y 2) compasión desde mí, hacia otro. Mi teoría es que sabemos que
estamos en la primera, es decir, buscamos sentir compasión desde y hacia mí 1)
cuando ésta supone un beneficio inmediato —desde la exención de impuestos hasta
ganarme la vida
eterna, salvarme o salvar mi alma— y por lo tanto, 2) cuando la
compasión se mueve dentro de mis propios círculos —cuando nuestro interés es convencer a otros de mi manera de ver las
cosas, de mi partido político, de mi equipo de fútbol, de mi fe católica o mi ateísmo, de
ganar adeptos para la Iglesia—.
La compasión desde mí hacia otro, supone un punto de
partida y un punto de llegada concretísimos: mi propia humanidad, la humanidad
del otro; o quizá la humanidad de la que todos somos parte, inclusive Dios en
su Hijo Jesús —“kai ho logos sarx egéneto” (Y el Verbo se hizo carne) Jn
1, 14—. La compasión desde mí supone un punto fijo, como un compás, que requiere
puntear y perforar el papel para no moverse; pero que se abre y se ensancha
para lograr dibujar la misericordia en horizontes nunca imaginados.
La compasión desde mí hacia el otro rompe, siguiendo
la reflexión del “pero”, la idea del prójimo a la que estábamos acostumbrados a
respetar: el otro es el que es de los míos, de mi familia, de mi Iglesia… El
“pero” también supone el fin de una compasión hermética al dolor de los que
están fuera de mi círculo. En el fondo, esa compasión solo hacia los míos es
una compasión indiferente.
Jesús, el "pero" de Dios y del hombre, rompe, fractura y hace
obsoleta esa manera de reaccionar sólo hacia quienes me representan un valor
objetivo y cualitativo.
La compasión desde el centro no tiene futuro…
O al menos un futuro esperanzador. Toda vez que a
nuestro deseo de cambiar al mundo sin cambiarnos del centro a los bordes le
pongamos la etiqueta de “compasión”, el futuro no puede prometer nada. Y no se
trata de tradicionalistas ni progresistas. No se trata de la religión, se trata
de la Buena Noticia del Reino de Dios. Los bordes, ya sabemos, no sólo son los
que no vienen a la Iglesia — ¡bueno fuera que sólo fuera eso!—
sino ahí donde el ser humano es arrojado. Y además, donde se le indica que
puede volver sólo si se ha convertido al reino del consumismo: si se bautiza,
confirma, comulga y se casa con el afán de creer que será alguien si tiene
dinero. Mientras esto no suceda son “los nadie” (E. Galeano) que irían al limbo del capitalismo.
Por eso, una compasión movida desde este centro, será
siempre una versión barata y distorsionada de la compasión que Jesús introduce
en la historia. Será una compasión ultrajada y expuesta en los espectaculares
bajo premisas como: ¿Tiene problemas de crédito? ¡Nosotros lo ayudamos! Una pseudo-compasión… porque es hacia
los bordes nada más, no desde los
bordes.
La del Reino, la de Jesús, es una compasión desde los bordes, desde las
periferias: la trama del hombre no sucede en Jerusalén, sino en el camino a
Jericó…Y es ahí, en el movimiento, donde la compasión —y la indiferencia— se
mete a la trama de la parábola y de la humanidad. Por alguna razón la compasión
y la indiferencia tienen lugar donde hay gente caminando: el que hace carrera
—el evangelio habla de un sacerdote y de un levita indiferente, pero ya sabemos
que no se limita sólo a lo clerical o religioso—para su propio beneficio,
enriquecimiento y empoderamiento de alguna manera está caminando. Pero
también, caminar hacia los bordes y, además, desde
los bordes, posibilita la compasión insólita a la que hoy se nos invita en
esa consecuencia de un “pero” pronunciado en el momento adecuado, en el lugar
adecuado, hacia el oyente dispuesto: «Anda y haz tú lo mismo»
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