domingo, 23 de junio de 2013

Violencias del decir...

«De Dios decimos cosas que no nos atreveríamos a decir 
de una persona normal, mucho menos de un canalla»
Anthony De Mello

Hay una cierta violencia inherente al acto de decir. Pronunciarse sobre las cosas -cuanto más sobre las personas- es un acto de poder, o por lo menos de pretensión de poder. Pretender que lo dicho tenga que ver con el objeto, y que sea verdad del objeto, o que se pueda vincular al objeto implica cierto ejercicio de poder "violento". Sea que provenga del consenso colectivo -por el cual podemos entendernos, y que a la vez nos sustrae de una individualidad aislada, pues no existe un lenguaje individual- o de un acto de imposición por la fuerza -física, afectiva o racional- el hecho de decir algo sobre algo refleja cierta violencia, y cuanto más si es sobre una persona. La comunicación misma, aunque no pretendiera decir nada sobre nada más sino sobre sí mismo conlleva cierta violencia sobre sí mismo: limitarse, definirse, aunque sea parcialmente, mediante otro. A su vez, la posibilidad de que el otro comprenda lo que uno revela sobre sí está expuesto al malentendido, a la imposición de la propia percepción aunque sea sobre sí mismo. No hay comunicación sin irrupción de otro, sin que haya lugar en esa relación para otro. Por eso su presencia es también resistencia, de lo contrario, nuestro decir de él, sobre él, sería la violencia absoluta: su destrucción.

Es esta conciencia de la correlación entre discurso y violencia, entre lo dicho y la fuerza/ruptura que acontece en esa relación la que aparece, y parece dar cierto sentido, en el texto de Lc 9,18-24. 
La primera escena se refiere al decir: Jesús pregunta qué dice la gente sobre quién es él, para posteriormente preguntar quién dicen los discípulos que es él. La diferencia es sutil, la masa de la gente, la "opinión pública" hace sus conjeturas, pueden asociar a Jesús a muchísimas figuras sociales e históricas, pero siguen permaneciendo relativamente distantes a él. Los discípulos, lo que han compartido cierta intimidad, una relación más cercana han de ser capaces de decir algo más, o por lo menos diferente, de cuanto dice la "gente". La relación no puede ser igual. Lo que ellos digan sobre Jesús ha de tener un efecto diferente. 
Lo que la gente dice es un acto de presión y poder de la masa. Basta con ver lo que la opinión pública puede producir en la vida de adolescentes, famosos, etc., o incluso la violencia de sus reacciones ante quien no se dobla a sus expectativas para ver la fuerza violenta del "decir de la masa". Jesús acepta exponerse a ello, pero también a la violencia de lo dicho por sus discípulos. No es posible controlar lo que otros pueden decir sobre uno, aunque tampoco implica que todo lo que digan sea verdad… ni mentira. Abrir la puerta al decir de otros sobre Jesús es exponerlo a cierta violencia. La violencia que conlleva reclamo y negación ante la decepción o frustración, y la que implica exponerse a lo que pueda suceder en uno mismo por atreverse a pronunciarse. 

La segunda parte, la que desemboca con la paradójica lógica del seguimiento de Jesús, el que quiere "salvar" (aferrar, apropiarse) su vida, la pierde, y el que la pierde por causa suya la salva, es la que refiere a la violencia. Tres rasgos nos hablan de esa violencia:
1) La declaración de Pedro reconociendo a Jesús como Mesías de Dios. El Mesías no es sin más, en la tradición bíblica un portador de mensaje, es la irrupción misma de Dios en la historia, su entrada en escena. Irrumpir es desestabilizar, introducir cierta ruptura o subversión. En Jesús algo se rompe, se gira, algo sucede.
2) El anuncio de la Pasión como anuncio de una violencia que enmarca la misión de Jesús y del (anuncio del) discípulo. En efecto, se dice que es necesario que el hijo del hombre sufra, sea rechazado, etc., por los detentores del poder de la razón, del orden y de la historia. El evento mesiánico no se da en una ausencia de violencia, sino en un contexto cargado de ella pero en el que la violencia no aparece como última palabra. La resurrección aparece no como destrucción de la violencia, sino como una posibilidad de existencia en resistencia a ella. 
3) Las referencias al negarse a sí mismo y el tomar la cruz de cada día. Ambas acciones implican cierta violencia sobre sí mismo, no necesariamente como sufrimiento autoinfligido sino como condiciones de posibilidad del seguimiento. Negarse y tomar la cruz no significan aniquilarse o destruirse, sino estar expuesto libremente a cierta forma de violencia también.

Decir algo sobre Jesús, sobre Dios, sobre otros, implica cierta violencia. Sin embargo, el plus cristiano consiste en hacer que esa violencia del decir pueda pasar de ser negación del otro a creación de espacio para otro. Abrir la oportunidad al decir del cristiano sobre Jesús, además de exponerlo a atribuirle cosas que jamás se dirían de nadie más, y tal vez hasta inapropiadas o contradictorias, es introducir al cristiano en esa lógica en la que decir produce un efecto en él: Se vuelve capaz de ser afectado por Jesús, por otro, y a la vez hace lugar a otro. Pronunciarse evidencia la relación que establecemos con el mundo, con los demás, y de ese modo, hace accesible una conciencia más profunda sobre el mundo que se construye, y sobre uno mismo. Resistirse a pronunciarse o a utilizar alguna palabra en específico como medio de no participar en la violencia del lenguaje o de cuanto esté asociado a él no cambia una realidad: lo que hacemos con nuestro lenguaje y acciones es aquello que nosotros mismos somos capaces de hacer. Descargar sobre las palabras o sobre el lenguaje la responsabilidad es sólo una expresión más de un fetichismo mediante el cual se pretender negar la propia realidad y responsabilidad. Los eufemismos y silencios pueden ser las violencias y complicidades más sutiles y destructivas, ya que es un intento de deslindarse de la humanidad que es capaz tanto de lo más sublime como de lo más terrible.
La alternativa de Jesús consiste no en tratar de mantenernos al margen, sino de ponernos en juego. La violencia del decir sobre otro es espacio de apertura, de responsabilidad y de nueva creación. No se trata sólo de decir, sino reconocer que ese "decir" ha de hacer espacio a otro -que puede responder a su vez- y tener un efecto en nosotros, cuanto mejor si ese efecto es la creación de un mundo más digno, fraterno y justo. Decir sobre Jesús algo es exponerse a que pueda irrumpir también en nosotros (con sus efectos de Reino) a menos que se opte por permanecer en la lógica del sometimiento y aniquilación del otro. Cristianamente, decir algo de Jesús es abrir la puerta a hermanos y hermanas rechazados y heridos, por su debilidad, orientación sexual, situación económica, condición social, salud, etc., y reconocerse con ellos como hermanos y hermanas. Decir algo sobre Jesús es anunciar y realizar el Reino… o la violencia se queda con la última palabra...




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