domingo, 17 de febrero de 2013

El desierto



El desierto en la tradición bíblica, es un lugar de encuentro. Sabemos que todas las religiones sugieren estos lugares de encuentro. Jesús va al desierto a encontrar. ¿A Dios? ¿A sí mismo? ¿A ambos? ¿Al diablo? ¿A los tres? Como se dice, a Dios se le encuentra en lo humano (J. M. Castillo) Jesús, pues, en el desierto se encuentra con su humanidad. Inclusive, con lo más débil de su condición humana.  Cuando menos, eso podría ser el punto de partida para reflexionar sobre el evangelio de hoy: Jesús, conducido por el Espíritu, va al desierto donde fue tentado por el diablo (Lc 4, 1-13). Tres personajes fundamentales en el desierto: El Espíritu liberador, la persona y el espíritu que oprime.

No habría mayor problema hasta que surge la pregunta "incómoda": Si Jesús es Dios ¿cómo pudo ser tentado por el diablo? Pues bien, hacia dentro del cristianismo, y fuera de los ambientes del estudio "teológico", es bien común seguir viendo a Jesús como Dios disfrazado de hombre: que la suya no es una humanidad real, sino un disfraz que puede quitarse y ponerse según le convenga. No son pocos los cristianos que, al referirse a Cristo, hablen de él –a veces inconscientemente– como un superhéroe con unos poderes mágicos –y por lo tanto ajenos a un ciudadano común y corriente– de manera que su poder más que liberar y dignificar a la persona, es una forma de dominio que condiciona la existencia. Y por lógica consecuencia, la idea de un Jesús humano, por ser lo opuesto al poder, da miedo. Así, queda reducido el acercamiento insólito de Dios al hombre; Dios, en Jesús, se hizo uno de los nuestros, pero con los derechos inherentes de su condición divina (contradiciendo así el hermoso himno cristológico de Flp 2): « De esta manera llegan a pensar [quienes piensan en Jesús como Dios disfrazado de hombre], sin darse cuenta, que el dolor físico que sintió Jesús era, si, como el nuestro, pero lo que habría pasado por la psicología de Jesús no era como lo que pasa por la nuestra (a saber: lucha, oscuridad, tentación, duda, ignorancia del camino…)» (J.I. González Faus) Por eso, Jesús va al desierto a encontrar algo, a descubrir –desde esa ignorancia que decidió asumir al echarse el paquete de ser hombre con todas sus consecuencias– a Alguien y a alguien… Si por ser Dios, ya supiera todo ¿Entonces a qué fue al desierto? ¿A encontrar lo que ya sabía?

Pues bien, es éste Jesús el que llega al desierto, y es éste Jesús el que es tentado: Dios, que en Jesús de Nazaret se hizo hombre, con todas sus consecuencias. Y, si es propio del hombre el ser tentado, será propio también del Dios humanizado.  Por eso, Jesús en el desierto se encuentra con su propia humanidad, desde la cual se puede descubrir o una invitación a la experiencia del Dios liberador… o a lo opuesto, disfrazado de algo bueno. De hecho, como podemos leer en el Evangelio, el diablo recurre a la Biblia para la tercera tentación: “Si eres el Hijo de Dios, arrójate desde aquí, porque está escrito: Los ángeles del Señor tienen órdenes de cuidarte y de sostenerte en sus manos, para que tus pies no tropiecen con las piedras” (Lc 4, 10) Es decir, una tentación que no parezca válida y legítima –inclusive fundamentada en la Biblia–, ¿cómo podría ser tentación?  

La primera y la última tentación –aunque tendrán dinámicas independientes entre sí–que se narran en Lucas, tienen un común denominador: ambas están precedidas por la expresión: «Si eres el Hijo de Dios…es decir, si en verdad eres el Hijo de Dios, entonces puedes…» Es la experiencia de la identidad la que está en juego; es la identidad la que necesitaría ser clarificada y comprobada. La duda sobre la identidad es lo que puede hacer tambalear la seguridad, quebrantar y derrumbar a la persona.

En el relato, en ambas ocasiones Jesús contraataca a la tentación desde la Palabra de Dios. Pero al hacerlo, ¿la utiliza sólo como un escudo para protegerse de un ataque? ¿Es la Palabra de Dios sólo un refugio desde el cual hemos de contestar a todo ataque contra nuestra fe? ¿No será más bien fuente de encuentro con la propia verdad y no será la progresiva asimilación de ésta la que equilibre la constante duda sobre la identidad?

Las respuestas de Jesús ante las tentaciones, más que ser un argumento que repite como mecánicamente y de memoria, o como dogmas aprendidos en el catecismo, son como un espejo en el cual se refleja la identidad de la persona, a la luz de un proyecto liberador: No sólo de pan vive el hombre: un producto no puede configurar nuestra identidad –recuérdese campañas de mercadotecnia, como aquella de “Yo soy Telcel” (México 2007) o “Soy totalmente Palacio” (México 1996) que pudieran pretender introducir el consumismo en lo más profundo de la esencia de la persona humana–.

Significativa es también la segunda tentación: se le ofrece a Jesús la posibilidad de ejercer poder sobre los reinos de la tierra (Lc 4, 6). Es muy justificable –repetimos, si no pareciese alguno bueno o válido, no sería tentación– el pretender usar el poder para imponer a Dios. De esta manera, al obligar al hombre, le haríamos un gran favor y le ahorraríamos muchas penas y una vida de pecado. Jesús en el desierto, en el encuentro de la propia verdad sólo puede adorar –o quizá nos ayude más, Jesús sólo puede estar disponible– al Dios gratuito, al que invita, no al que impone. Al Dios que invita a mirar el mundo desde una mirada de amor y de reconciliación, especialmente para los excluidos.

Pudiésemos además finalmente, encontrar un hilo conductor en las tres tentaciones: lo que está en juego es el cómo Jesús entiende su misión – ¿desde dónde? Es decir, desde su identidad en la 1era y 3era tentación y el modo de llevar a cabo su misión en la 2da tentación–. ¿Qué situación de la vida detona la pregunta por la identidad? ¿Qué situación, evento, circunstancia me enfrenta con el cómo he de hacer lo que he de hacer? Para Jesús, fue en el desierto, conducido por el Espíritu (Lc 4,1) la experiencia de encuentro con su misión, y el cómo desde su más humana humanidad, invita al hombre a descubrir la verdad sobre sí mismo. El desierto, lo alejado, lo que implica un espacio fuera de lo cotidiano, es una experiencia que desborda. Desde los bordes. 





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