lunes, 3 de marzo de 2014

La necedad de no tener/poner precio...

Cuando un ser humano pone precio a su propia persona, en ese preciso instante pierde algo que le será prácticamente imposible recuperar. Llámese dignidad, integridad, honestidad, palabra. Una vez establecido el precio y vendido, le resulta irrecuperable.
Los textos de Is 49, 14-15 y de Mt 6, 24-34 no pretenden ser una mera inspiración de afecto o crear el efecto de amor de parte de un ser trascendente que permita colmar las carencias a través de un anestésico emotivo. Son totalmente lo contrario. El marco para comprenderlas es el de la justicia del amor.
Lo dicho, una vez vendida la propia "dignidad" –sea lo que ésta sea–, la persona no vuelve a ser considerada uno más entre los humanos. Es una pérdida simbólica, pero a la vez muy real. Lo dramático está en que no se puede hacer una lectura meramente individual. Si alguien expone su persona a tal pérdida, es un asunto de todos. La inquietud por tener lo necesario para vivir es propio de unos cuantos (millones) de seres humanos: la mayoría que dispone muy apenas de lo necesario para vivir. La inquietud de cómo hacer que todos ellos no tengan que "venderse" (humillarse, perder su dignidad, etc.) para poder tener lo indispensable y justo para vivir, atañe a toda la humanidad. Más aún, hacer imposible ese "tener que venderse" que no es sino expresión de que esa posibilidad permanece concebible y abierta. (Dicho sea de paso, ese "tener que" funciona como justificación sin aludir ni señalar responsable alguno, lo que hace doblemente tramposa la expresión. Llamarlo tragedia, en este caso, sirve para disimular la reticencia a asumir responsabilidad y a la vez descargándola sobre una fuerza más allá de lo humano ¿acaso Dios, el destino, la ley del mercado?).
Así, la oposición abierta entre el Dios de Jesús y el dinero puesta bajo la óptica del servir –aunque el verbo tiene connotaciones de subordinación– es un modo de plasmar la imperiosidad de una toma de conciencia:

1. ¿Por qué usamos el dinero? Más allá de su uso meramente instrumental (para comprar, pagar, etc.), la pregunta por el por qué se revela no sólo necesaria sino liberadora. Dicho en breve, ¿de dónde le viene su poder? ¿cómo es que pareciera imposible salir del ámbito de su dominio? La dificultad para pensar un mundo sin dinero, o por lo menos alternativas en el modo de relacionarnos que no estén mediadas económicamente o condicionadas por la lógica del capital –intercambio en el que las relaciones son superfluas o innecesarias más allá del beneficio que ofrece para negociar– ha de hacernos pensar. Y es que si sólo usamos el dinero sin pensar por qué lo usamos, terminamos por ser usados por el dinero. No somos nosotros a delimitar su poder, sino el dinero a delimitar el nuestro (poder adquisitivo, relevancia social, satisfacción vital, emocional, etc.).
La (pretendida) divinidad del dinero parece ser más evidente que la del Dios presentado por Jesús. El dinero nos mantiene a distancia de los otros, y así, evita conflictos y guerra, aunque también el dinero es ocasión y pretexto para conflictos y guerra. No obstante, pareciera que el dinero mismo pudiera resolverlos o contener en sí su solución. Sin embargo, una vez más, quienes están más marginados o excluidos del flujo del dinero viven una doble y desesperante marginación: NO HAY ALTERNATIVA. Ni el bienestante ve factible ni necesaria una alternativa, ni el marginado ve vías de salida ni trazas de mejoría… más allá de buenos deseos, los buenos deseos inspirados por la abundancia y omnipotencia del dios-dinero. ¿Por dónde iría la provocativa alternativa de Jesús?

2. ¿Confiar en el amor de Dios-Padre? Una vez más, si el texto no pretende generar una cierta actitud del tipo "ley de la atracción", un auto-anestésico emotivo, o una justificación de la situación vivida (especialmente en casos de injusticia, y por lo general cargada de culpa, elemento distintivo del capitalismo según W. Benjamin), la idea de un Dios providente no apunta tanto a la lógica del deseo-pedido-deseo-cumplido, sino a una conciencia clara de la necesidad y precariedad del ser humano. Incluso habría que ir más allá. Quienes realmente saben de la angustia del qué comer y qué vestir son los más excluidos y marginados. Aquellos para quienes la vida no es un dato obvio, nada garantizado, ni punto de partida seguro. Si alguien puede (en sentido de derecho de hacerlo) problematizar esa afirmación de la "providencia" divina, son los que infra-viven día a día (digo "infraviven" porque sobrevivir implica asumir que logran su cometido, mas eso no siempre sucede, y no obstante, la muerte no siempre les llega a pesar de ese intento fallido por sobrevivir). Se trata pues, de una toma de perspectiva muy específica: la de los más excluidos.
Por otra parte, un dios que provea individualmente sin intervención de los demás no es para nada el Dios bíblico. El Dios-con-nosotros apunta a una implicación de todos –o de la comunidad al menos– en la toma de conciencia de las necesidades de los demás. No porque se pretenda identificar a la comunidad con Dios de manera absoluta, sino porque esta comunidad al decirse en Alianza con Dios, comparte su conciencia de la necesidad humana, su preocupación por los humanos, y su acción por responder desde el amor y como justicia especialmente a los empobrecidos y excluidos. En este sentido, la conciencia no se reduce a un "saber" de la situación como está en el presente, sino que incluye y exige una apertura de posibilidad, una creación de alternativa. Se trata de una conciencia crítica, y como tal, creadora también (es decir, práctica y transformadora). Así, la invitación a confíar en el amor de Dios-Padre es una provocación a la comunidad y a la sociedad para, poniéndose en la perspectiva de los más excluidos –acto de compasión que además de tocar las fibras más íntimas del ser humano, es compasión crítica: ofrece la "verdad proveniente del sufrimiento"– ponerse a pensar la condición de su presente y hacer el esfuerzo de pensar y realizar colectivamente la posibilidad de un mundo en el que afirmar el amor que cuida de cada uno, amor que le confiere su valor negándose a ponerle precio, sea no sólo un deseo o sueño. 
Ante un amor afirmado abstractamente, sólo el acto de sustraerse a la lógica del dios-capital (la sustracción de la justicia), comprometido en lo concreto nos habla de un amor que es digno de lo humano. No paternalismo, ni conmiseración, sino reflexión y compasión críticos y comprometidos: la alternativa a ser usado por el dinero es la gratuidad. Ante la pérdida señalada al inicio, lo irrecuperable aparece recuperable a través de la práctica del don solidario. La dignidad perdida se recupera no comprándola, sino acogiéndola como don… don de unos a otros.


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