lunes, 9 de septiembre de 2013

Preferir al que prefiere a otros...

XXIII Domingo Ordinario
8 de Septiembre de 2013

El texto del Evangelio nos sitúa en uno de esos momentos en los que el mensaje de Jesús puede parecer chocante, irritante, y hasta contradictorio. Las paradojas cristianas son consecuencias de meter a Dios en nuestro lenguaje. Y al parecer, Jesús lo sabe, puesto que explica dos ejemplos para aclarar el panorama de su invitación a preferirlo a él. De entrada, un Dios que exige ser preferido por encima de «padre, madre, esposo (a), hijos (as), hermanos (as) más aún, por encima de sí mismo» se puede parecer a ese dios de Nietzsche: «No puedo creer en un Dios que quiera ser alabado todo el tiempo» Es decir, un Dios que lo único que tiene en mente es su gloria, el reconocimiento de su poder por parte de sus creaturas, se asemeja a ese dios que, egoístamente, nos pide preferirlo a él en lugar de aquellos a quienes amamos, so pena de que al no hacerlo, no podemos ser discípulos suyos.  

Por eso quizá sea necesario recordar que desde Jesús, preferir a Dios es en realidad preferir al hombre, especialmente al herido, al vulnerable, al excluido, pero desde una opción concreta: la del Reino de Dios.

Preferir a la familia –o aquello que represente lo válido– fuera del Reino de Dios es olvidarse de otros, es desentenderse del dolor ajeno, es negar ese dinamismo humano que nos hace capaces de la bondad, de la misericordia, de la justicia, de la solidaridad. Preferir a la familia al margen del Reino de Dios es reducir la perspectiva:  los hijos se vuelven objeto de consumo emocional (Z. Bauman), el amor esponsal se vuelve ensimismamiento compartido, la fraternidad se vive desde el costo-beneficio. Cuando hablamos de preferir “fuera” del Reino de Dios, no hablamos de la imposibilidad de preferir a Dios en el hombre herido al margen de la Iglesia, ya que, 1) el Reino de Dios no es la Iglesia, sino que ésta está al servicio de aquel y 2) porque desde hace algunos años, la teología se ha dejado afectar por aquella palabra de Jesús que dirigió a un hombre que entendió que se podía vivir al margen de la condena y el rechazo: «Tú no estás lejos del Reino de Dios» (Mc 12, 34)

Preferir a Dios es situarse en esa lógica –a veces ilógica– del Reino de Dios, que no busca estarle recordando a Dios su poder, sino que nos invita a darle preferencia a los que Dios prefiere. Se trata de una preferencia que configura la vida en su totalidad, no sólo en el ámbito religioso, sino también en el espacio personal y social, político y económico. Y es la opción más difícil, porque es la más romántica, la que se presta a suponer que se trata de una opción ideológica que no conlleva realización alguna fuera del pensar. Preferir no es sólo creer en algo, sino creer que Alguien –y algunos– pueden configurar su horario, su agenda y su corazón a amar y optar por los que han sido arrojados a los bordes. El cristianismo no es un asunto de creer que Dios resolverá el mundo, sino creer que es posible dar el salto de la idea a la realización concreta. El Reino de Dios, como acción dinámica, creativa, iniciada por ese “Dios-con-nosotros” e historizada por los hombres, se desvela como la posibilidad de hacer ese “otro mundo posible”. 

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